Joao se sentó. Se quitó la capa de espuma que ocultaba su rostro y miró con detenimiento por la sabana. La hierba hervía de insectos alrededor de un helicar de las Irmandades.
—¿Has matado todo lo que hay dentro? —dijo alguien.
—Todo lo que se movía —replicó otra voz, deteniéndose como si aquella persona se sintiese atacada por el dolor.
—¿Hay algo que pueda sernos útil?
—La radio está destrozada.
—Por supuesto. Eso es lo primero que han atacado.
Joao miró a su alrededor y contó a siete elementos de sus Irmandades. Allí estaban Vierho, Thomé, Ramón, Pietr, Lon…
Le llamó la atención el grupo arracimado más allá de sus hombres. Rhin Kelly estaba entre ellos. Sus cabellos rojizos aparecían despeinados y revueltos. Sus verdes ojos miraban con furia, sin quitarle la vista de encima.
Se fijó en su helicar, situado a la derecha, dentro de lo que parecía ser un área de aparcamiento, literalmente cubierto de espuma y residuos, y más allá el espacio destinado a las tiendas de campaña, y, después, la extensión de la sabana. A su lado permanecían dos hombres vestidos de uniforme verde manteniendo sus tanques manuales de rociado.
Joao observó a Rhin y recordó su presencia en el cabaret de Bahía. Ahora vestía el uniforme de campaña de la OEI, de color verde parcheado de suciedad. Sus ojos no invitaban precisamente a la charla amistosa.
—Veo en todo esto una justicia poética…, traidores —dijo.
A Joao le sorprendió el tono histérico de Rhin, y le llevó unos segundos digerir la expresión de la joven entomóloga. ¿Traidores? Al mismo tiempo comprobó la mirada hostil de la gente de la OEI. Vierho se aproximó, ayudó a Joao a ponerse en pie y sacó un trapo para limpiarle la suciedad.
—¿Qué sucede, jefe? Recogimos tu señal, pero no obtuvimos respuesta.
—Luego —repuso Joao al darse cuenta de la ira de Rhin y sus compañeros. Ella daba la impresión de hallarse febril y enferma.
Sus bandeirantes le limpiaron a Joao los insectos y la espuma. El dolor de las picaduras fue cediendo ante el efecto suavizante del neutralizador que le aplicaron sus amigos.
—¿Qué es ese esqueleto que hay dentro de su helicar? —le preguntó uno de la OEI.
Antes de que pudiera responder, Rhin tomó la palabra.
—La muerte y los esqueletos no son nada nuevo para Joao Martinho, ¡el traidor de la Piratininga!
—Pienso que esta gente está loca, jefe —comentó Vierho con perplejidad.
—Ese esqueleto es lo que queda de uno de los suyos, ¿eh? —masculló Rhin.
—¿Qué dice de los esqueletos esta mujer? —dijo Vierho.
—Su jefe lo sabe —le indicó Rhin.
—¿Tendría usted la bondad de ser más explícita? —le suplicó Joao.
—No tengo nada que explicar. Que sus amigos lo expliquen —añadió Rhin apuntando hacia el borde de la selva que se extendía más allá de la sabana.
Joao miró en aquella dirección, apreciando una fila de bandeirantes en uniforme blanco, situados entre la masa de insectos que hervía en la selva. Tomó los prismáticos de uno de sus hombres para contemplar bien la escena. Sabiendo qué tenía que mirar, pronto realizó la identificación.
—Padre —dijo Joao.
Vierho se le aproximó inmediatamente, frotándose una picadura de insecto junto a la cicatriz de la mejilla.
En voz baja, Joao le explicó lo concerniente a las figuras del borde de la selva, pasándole los prismáticos para que Vierho pudiese ver por sí mismo las finas líneas de la piel y el brillo de los ojos.
—¡Santo Dios! —murmuró Vierho.
—Vaya, ¿reconoce a sus amigos? —preguntó Rhin.
Joao la ignoró.
A su vez, Vierho pasó los prismáticos a otro miembro de las Irmandades. Los dos hombres de la OEI que habían rociado a Joao se aproximaron, escuchando, y dirigiendo su atención hacia las figuras amparadas en la selva.
—¿Qué es esa sustancia que hay alrededor del helicar? —preguntó Joao.
—Melaza de couroq —repuso el de la OEI—. Es todo cuanto queda para la barrera contra los insectos.
—Eso no va a detenerlos.
—Sin embargo, ya los ha detenido —dijo el individuo.
Joao hizo un gesto aprobatorio. Sospechó de la presencia de miembros de la OEI en aquel lugar. Miró entonces a Rhin.
—Doctora Kelly, ¿dónde está el resto de su personal? —preguntó, pasando revista a los miembros de la OEI y contándolos—. Seguramente no quedan más de seis de toda la tripulación.
Rhin apretó los labios pero permaneció en silencio.
Joao miró a su alrededor y especialmente a las tiendas de campaña, comprobando su mala situación.
—¿Dónde está su equipo, sus helicares, el laboratorio y los aerobuses?
—Su pregunta es más bien divertida —repuso ella, pero con cierta incertidumbre en su tono burlón y en la actitud histérica mantenida hasta entonces—. Allí, casi a un kilómetro, entre los árboles, hay un helicar destrozado, con la mayor parte de nuestro equipo, como usted lo llama. Casi todas las partes vitales del aparato han resultado comidas por el ácido antes de que pudiéramos darnos cuenta de que algo iba mal. Los rotores de elevación quedaron igualmente destruidos.
—¿Por el ácido?
—Sí. Olía a ácido oxálico, pero actuaba más bien como clorhídrico —dijo uno de sus compañeros, un rubio nórdico con una reciente cicatriz del ácido bajo el ojo derecho.
—Veamos, comience por el principio —rogó Joao.
—Nos separamos aquí —comenzó a decir el rubio, pero se detuvo mirando alrededor.
—Hace ocho días —dijo Rhin.
—Sí —continuó el hombre rubio—. Se llevaron nuestra radio y el helicar. Parecían garrapatas gigantescas. Disparaban chorros de ácido a quince metros de distancia.
—¿Cómo la que vimos en la plaza de Bahía?
—Existen tres horribles especies, dentro de contenedores, en el laboratorio de mi tienda —dijo Rhin—. Son una organización cooperativa que forma enjambres-colmena. Véalo usted mismo.
Joao apretó los labios, pensativo.
—Oí parte de lo que dijo a sus hombres —afirmó la doctora Kelly—. No esperará que me lo crea.
—Para mí carece de importancia que usted lo crea —repuso Joao—. ¿Cómo consiguió llegar hasta aquí?
—Nos abrimos paso desde el helicar utilizando caramuru mediante rociadores —dijo el hombretón rubio—. Eso los ha detenido un poco. Trajimos todos los suministros que nos fue posible, cavamos una trinchera alrededor de nuestra instalación y dentro pusimos polvo de couroq, añadiéndole gelatina y aceite de copahu, y aquí nos quedamos.
—¿Cuántos son ustedes? —preguntó Joao.
—En nuestro helicar estábamos catorce —explicó Rhin, fijando su mirada en Joao y estudiándola detenidamente. Por sus gestos y por su manera de comportarse parecía sincera. Intentó razonar aceptando esta actitud, pero su mente se hallaba en un atolladero. Desde el primer ataque, había sucedido algo, probablemente una droga en las picaduras de los insectos, continuada con el caramuru. Pero su laboratorio no estaba equipado para determinar qué pudiera ser aquella droga.
Joao se frotó el cuello, donde las picaduras de los insectos le quemaban la piel. Echó un vistazo a sus hombres para determinar su condición y el estado de su equipo. Contó cuatro rifles rociadores y comprobó que los hombres llevaban cilindros de repuesto colgados del cuello. El helicar se hallaba seguro dentro de aquel reducido perímetro. Los productos químicos vertidos dentro y fuera con los rociadores probablemente habrían dañado los circuitos de control; no obstante, allí estaba el gran aparato aéreo.
—Creo que deberíamos abrirnos paso hacia nuestro helicar —dijo Martinho.
—¿Su helicar? —exclamó Rhin, mirando hacia la sabana—. Ya es demasiado tarde, bandeirante. Quedó inutilizado antes de aterrizar —continuó, con la histeria dibujándose en sus bellas facciones—. Dentro de un par de días habrá menos traidores. Estáis cogidos en vuestra propia trampa.
Joao se volvió rápidamente para mirar el helicar de las Irmandades. Se inclinaba peligrosamente del lado izquierdo.
—¡Padre! —gritó—. ¡Tommy! ¡Vince! Id…
Se detuvo al comprobar que el aparato se hundía con más rapidez.
—Debo aconsejarles que permanezcan lejos del borde, a menos que disparen con los rociadores desde el lado opuesto —dijo Rhin—. Pueden lanzar el ácido desde quince metros. Como pueden ver… —e hizo un gesto hacia el helicar—, el ácido se come el metal e incluso el plástico.
—Está usted loca —dijo Joao—. ¿Por qué no nos ha avisado inmediatamente? Podríamos haber…
—¿Avisarles?
—Doctora Kelly, tal vez deberíamos… —comenzó su rubio compañero.
—Tranquilo, Hogar —dijo ella—. Quizá desea ver al doctor Chen-Lhu.
—¿Travis? ¿Es que está aquí? —preguntó Martinho.
—Llegó ayer con otro compañero ya muerto —repuso ella—. Estuvieron buscándonos. Desgraciadamente nos encontraron. El doctor Chen-Lhu no creo que sobreviva esta noche. —Rhin miró al hombretón nórdico—: ¡Hogar!
—Sí, señora —contestó el interpelado, y encogiéndose de hombros se dirigió hacia las tiendas.
—Hemos perdido ocho hombres a causa de sus amigos, bandeirante —estalló Rhin—. ¡Traidores!
—Usted está loca —repuso Joao sintiendo el comienzo de una loca rabia dentro de sí mismo—. Chen-Lhu aquí…, ¿moribundo?
—No se haga el inocente, bandeirante —dijo Rhin—. Ya hemos visto a sus compañeros de juego y hemos comprendido que han sido demasiado codiciosos; su partida se les ha escapado de las manos.
—No, usted no ha visto a mis amigos hacer esas cosas —dijo Joao. Miró entonces a Thomé—: Tommy, no les quites la vista de encima a esos locos. No permitas que se interfieran con nosotros. —Y levantó un rifle rociador, con cargas de repuesto, de uno de sus hombres. Hizo una señal a otros tres hombres armados—. Tú, ven conmigo.
—Jefe, ¿qué vas a hacer? —preguntó Vierho.
—Salvar lo que podamos del helicar.
Vierho suspiró, tomó un rifle y cargas de repuesto indicando al propietario del arma que permaneciera junto a Thomé.
—Eso, vayan a matarse ustedes mismos —dijo Rhin—. ¡No les estorbaremos!
Joao hizo un esfuerzo para no volverse contra la doctora Kelly y estallar en cólera. Le dolía horriblemente la cabeza por la furia no desatada. Se dirigió hacia donde reposaba el helicar embarrancado, disparó una cortina de espuma en la hierba del entorno e hizo una señal a los otros para que le siguieran más allá de la zanja.
Luego Joao recordó con desagrado lo sucedido en la sabana. Estuvieron fuera poco más de veinte minutos antes de que el grupo se retirara a las tiendas de campaña. Joao y sus tres compañeros sufrieron quemaduras por los chorros de ácido, Vierho y Lon más gravemente. Consiguieron salvar menos de la octava parte del material contenido en el helicar. En especial recuperaron los alimentos. El salvamento no incluía el transmisor de radio.
El ataque les llegó desde todos los puntos circundantes, procedente de las criaturas escondidas en las altas hierbas del entorno. La espuma contra insectos les paralizó temporalmente. Ninguno de los venenos disparados con los rifles rociadores disminuía la actividad de tales criaturas. El ataque sólo cesó cuando los hombres se encontraron seguros tras la zanja.
—Es evidente que esos diablos atacaron primero nuestros equipos de comunicación —observó Vierho—. ¿Cómo pudieron saberlo?
—Prefiero no imaginarlo —repuso Joao—. Vigilad mientras me ocupo de esas quemaduras.
La mejilla y el hombro de Vierho se hallaban achicharrados por el ácido, y sus ropas se desprendían a tiras, convirtiéndose en harapos humeantes.
Joao roció con neutralizador la zona afectada de su cuerpo. Luego hizo lo mismo con Lon. El bandeirante estaba ya perdiendo carne de la espalda, pero se mantuvo firme, dolorido y expectante.
Rhin llegó para ayudar, con el tratamiento y las vendas apropiadas. Rehusó hablar, incluso responder a las más simples preguntas.
—¿Tiene usted más ungüento?
Silencio.
—¿Tomó usted alguna muestra de los ácidos?
Ninguna respuesta.
—¿Qué heridas sufrió Chen-Lhu?
Silencio otra vez.
Joao se untó con el bálsamo tres quemaduras del brazo izquierdo, neutralizando el ácido y recubriendo las heridas con piel artificial. Ante el dolor apretó los dientes. Miró fijamente a Rhin.
—¿Dónde están esos especímenes de ciervos volantes que usted mató?
Silencio.
—Usted es una megalomaníaca ciega y sin principios —dijo Joao—. Procure no apurarme —concluyó, procurando mantener un tono de voz civilizado.
El rostro de Rhin adquirió una palidez rígida, sus bellos ojos verdes le brillaron, mas se mantuvo silenciosa.
A Joao le dolía terriblemente el brazo, sentía una fuerte jaqueca y vagamente le pareció que algo iba mal en la apreciación de los colores en su entorno. El silencio de la mujer irlandesa le estaba poniendo furioso, pero aquella cólera resultaba como algo que estuviera ocurriéndole a otra persona. El singular sentimiento de desdoblamiento de personalidad persistió incluso después de haberlo notado.
—Actúa usted como una mujer que precisa de la violencia —dijo Joao—. ¿Le gustaría volverse contra mis hombres? Sepa que están un poco cansados de usted.
Joao encontró extrañas sus propias palabras, incluso al pronunciarlas, como si quisiera decir algo distinto, y, sin embargo, las palabras surgieron de aquella forma.
Rhin se ruborizó intensamente.
—¡No se atrevería usted! —dijo furiosa.
—Vaya, podemos hablar… No sea melodramática. No quisiera proporcionarle ese placer.
Rhin le miró fijamente.
—Usted…, insolente…
Joao habló con voz lobuna:
—Escuche, nada de cuanto me diga hará que me vuelva contra mis hombres.
En el silencio que siguió, a Joao le pareció que Rhin se hacía más y más pequeña. Tuvo entonces la sensación de un rugido distante, preguntándose si sería el zumbido de sus propios oídos.
—Ese ruido…
—¿Qué hay, jefe?
Era Vierho, que se hallaba a sus espaldas.
—¿Qué es ese ruido?
—Es el río, jefe; una quebrada —repuso Vierho, apuntando hacia una negra roca escarpada que surgía distante por encima de la selva—. Cuando sopla el viento, se oye aquí. ¿Jefe?
—¿Qué ocurre? —expresó Joao con una súbita cólera frente a Vierho—. ¿Por qué no puede hablar ese tipo?
—Intentémoslo —dijo Vierho llevándole hacia donde se hallaba el rubio nórdico, que estaba fuera de una de las tiendas. El rostro de aquél aparecía grisáceo, excepto en la mejilla, donde tenía la piel quemada por el ácido.
Joao se volvió para mirar a Rhin. La doctora se había alejado de él, permaneciendo en pie con los brazos cruzados. La rigidez de su espalda, su actitud y su aspecto general produjo en Joao una sensación casi humorística. Ahogó una carcajada y dejó que su asistente se aproximara al nórdico. ¿Cómo se llamaba? Ah, sí, Hogar.
—Este caballero dice que la señora doctora ha sido mordida por los insectos que consiguieron traspasar las barreras —indicó Vierho, señalando a Hogar.
—La primera noche —murmuró Hogar.
—No ha sido la misma desde entonces —explicó Vierho.
Joao se humedeció los labios con la lengua. Sintió vértigo y se notó sofocado.
—Los insectos que la picaron eran similares a los que le atacaron a usted —dijo Hogar. Su voz sonaba como presentando excusas.
Joao imaginó entonces si no estaría divirtiéndose a su costa.
—Deseo ver a Chen-Lhu —dijo Joao—. Inmediatamente.
—Sufre quemaduras y está gravemente intoxicado —repuso Hogar—. Creemos que se está muriendo.
—¿Dónde está?
—Aquí en la tienda, pero…
—¿Está consciente?
—Señor Martinho, está consciente, pero no en condiciones de sostener una prolongada…
—¡Aquí soy yo quien da órdenes! —estalló Joao.
Vierho y Hogar intercambiaron una mirada de sorpresa.
—Jefe, tal vez… —indicó Vierho.
—¡Quiero ver inmediatamente al doctor Chen-Lhu!
Joao se adelantó decididamente y entró en la tienda.
El lugar era un pequeño entorno brumoso, tras las primeras luces de la mañana. Joao tardó unos momentos en acomodar su visión. Vierho y Hogar se le unieron en el interior de la tienda.
—Por favor, señor Martinho —suplicó Hogar.
—Jefe, quizá más tarde —insinuó Vierho.
—¿Quién está ahí?
Se oyó una voz apagada, aunque controlada, procedente de una hamaca situada al extremo más alejado de la tienda. Joao distinguió una forma humana extendida en la hamaca, con las señales blancas de los vendajes, reconociendo a Chen-Lhu en medio de aquella luz mortecina.
—Soy Joao Martinho.
—Ah, Johnny —dijo Chen-Lhu, con voz algo más fuerte.
Hogar pasó a Joao, se arrodilló junto a Chen-Lhu y le dijo:
—Por favor, doctor, no se excite.
Las palabras le sonaron a Joao con un extraño matiz de familiaridad, pero no pudo relacionar la asociación. Se aproximó al jergón y miró a Chen-Lhu. Tenía las mejillas hundidas, como si fuera el resultado de un largo período de hambre. Sus ojos parecían hallarse en el fondo de dos hoyos.
—Johnny —dijo Chen-Lhu, como en un susurro—. Estamos rescatados pues…
—No estamos rescatados.
—Ah, lástima —dijo Chen-Lhu—. Entonces vamos todos juntos, ¿eh? —Y pensó: «¡Qué ironía! ¡Mi cabeza de turco atrapada en la misma trampa! ¡Qué futilidad!».
—Aún hay esperanzas —dijo Hogar.
—Mientras haya vida… —expresó Chen-Lhu. Miró fijamente a Joao—: Me estoy muriendo, Johnny, pero casi todo mi pasado se me escapa.
Chen-Lhu pensó entonces: «Todos moriremos aquí. Y en mi país… también morirán todos. De hambre o por los venenos… ¿Cuál es la diferencia?».
—Señor, váyase, por favor —dijo Hogar a Joao.
—No —exclamó Chen-Lhu—. Quédese. Debo decirle algo.
—No puede usted fatigarse, señor —suplicó Hogar.
—¿Y que más da? —dijo Chen-Lhu—. Hemos marchado hacia el oeste, ¿eh, Johnny? ¡Me gustaría reírme!
Joao sacudió la cabeza. Le dolía la espalda y sentía una extraña sensación en la piel de ambos brazos. El interior de la tienda se volvió repentinamente más iluminado.
—¿Reírse? —exclamó Vierho—. ¡Madre de Dios!
—¿Quiere usted saber por qué mi Gobierno no permite que vayan allí observadores occidentales? ¡Vaya broma! La gran cruzada ha estallado prematuramente en mi país. La tierra queda estéril e improductiva. Nada sirve. Ni fertilizantes ni productos químicos. Nada.
Joao experimentó dificultad en conjuntar aquellas palabras de forma significativa. ¿Estéril?
—Nos enfrentamos con un hambre como no se ha visto jamás en la historia —carraspeó Chen-Lhu.
—¿Es la falta de los insectos? —aventuró Vierho.
—¡Por supuesto! —afirmó Chen-Lhu—. ¿Qué otra cosa podría haber producido semejante cambio? Hemos roto la clave que eslabona la cadena ecológica. Claro que sí. Hemos roto incluso esos mismos eslabones… Ahora ya es demasiado tarde.
«Tierra estéril», pensó Joao. Resultaba una idea interesante, pero su cabeza estaba demasiado aturdida para explorar el alcance de la misma.
Vierho, desalentado por el silencio de Joao, se inclinó hacia Chen-Lhu.
—¿Por qué su pueblo no admite el hecho avisándonos antes de que sea demasiado tarde?
—¡No sea estúpido! —dijo Chen-Lhu. Su voz denotaba algo de la rudeza de su costumbre de mandar—. Lo perderíamos todo antes de agotar las últimas posibilidades. Lo digo porque me estoy muriendo y porque ninguno de ustedes sobrevivirá por mucho tiempo.
Hogar se puso en pie y se alejó del jergón, como si temiera contaminarse.
—Necesitamos una cabeza de turco, ¿comprende? —dijo Chen-Lhu—. Por eso me enviaron aquí, para hallar ese chivo expiatorio. Estamos luchando por algo más que por nuestras vidas.
—Podría usted echar la culpa a los norteamericanos —dijo Hogar amargamente.
—Me temo que ya perdimos esa ocasión, incluso con nuestro pueblo —dijo Chen-Lhu—. Lo hicimos nosotros mismos, ¿comprende? No hay escapatoria. No…, todo lo que podíamos esperar era encontrar aquí un modo de culpar a alguien. Los ingleses y los franceses nos suministraron algunos venenos. Los empleamos sin éxito. Algunos equipos rusos nos ayudaron…, pero los rusos no han tratado todo el país, sino solo la franja de los Urales. Ellos contarían con los mismos problemas que nosotros, ¿comprende? Nos hicieron aparecer como unos estúpidos.
—¿Por qué no dijeron nada los rusos? —preguntó Hogar.
Joao miró a Hogar pensando que todo aquello eran palabras carentes de sentido.
—Los rusos están transformando en zona Verde su línea de los Urales —continuó Chen-Lhu—. Reinfestando el terreno… No…, mis últimas órdenes consistían en hallar un nuevo insecto, típicamente brasileño, que destruyera la mayor parte de nuestras cosechas, y por cuya presencia nosotros pudiéramos culpar… ¿a quién? Tal vez a algunos bandeirantes.
«Culpar a los bandeirantes —pensó Joao—. Sí, todo el mundo intenta culpar a los bandeirantes».
—La cuestión realmente divertida es lo que he visto en su zona Verde —dijo Chen-Lhu—. ¿Saben qué he visto?
—¡Usted es el diablo en persona! —exclamó Vierho.
—No, sólo un patriota —dijo Chen-Lhu—. ¿No tiene curiosidad por saber qué he visto en la zona Verde?
—¡Hable, y que el diablo se lo lleve! —intervino de nuevo Vierho.
—Pues los mismos signos de la roya vegetal que cayó sobre nuestra desheredada nación —siguió diciendo Chen-Lhu—. Frutos más pequeños, cosechas más reducidas, hojas menores de tamaño, plantas más descoloridas. Al principio se muestra lentamente, pero pronto la degeneración se hace evidente para todos.
—Entonces quizá se puede detener antes de que sea demasiado tarde —opinó Vierho.
«Valiente tontería —pensó Joao—. ¿Quién puede detenerse antes de que sea demasiado tarde?».
—¡Qué tipo más simple es usted! —dijo Chen-Lhu—. Sus reglas son las mismas que las mías: ellos no ven nada que no sea su propia supervivencia. No verán nada hasta que sea demasiado tarde. Así actúan siempre los Gobiernos.
Joao se preguntó por qué la tienda se ponía tan oscura tras estar tan iluminada. Sentía calor y la cabeza le daba vueltas como si estuviera excesivamente bebido. Una mano le tocó en el hombro. La miró y siguió la mano hasta el brazo, y después vio un rostro. El rostro de Rhin con lágrimas en los ojos.
—Joao…, señor Martinho…, he sido una estúpida —dijo humildemente.
—¿Estaba usted escuchando? —preguntó Chen-Lhu.
—Sí —afirmó Rhin.
—Es una lástima. Esperaba mantener algunas de sus ilusiones…, al menos durante cierto tiempo.
Joao pensó lo absurdo de aquella conversación. Y qué persona tan singular era aquella mujer.
Algo pareció golpearle la cabeza y la espalda.
Antes de caer inconsciente, lo último que oyó fue la asustada voz de Vierho:
—¡Jefe!
Martinho vivió un sueño en donde Rhin aparecía cerniéndose sobre él y diciéndole: «¿Qué diferencia puede haber en quien dé las órdenes?». En el sueño sólo pudo dirigirle una triste sonrisa y pensar en el aspecto odioso que tenía a pesar de su belleza.
—¿Qué diferencia hay? —dijo alguien—. De cualquier modo pronto estaremos todos muertos.
Otra voz dijo:
—Mirad, hay otro. Parece que es Gabriel Martinho, el prefecto.
Joao se sintió hundirse en el vacío, donde su rostro estaba atenazado por unas bridas que le obligaban a mirar al monitor de la pantalla del helicar. La pantalla mostraba un escarabajo gigante con la cara de su padre. Escuchaba un sonido que subía y bajaba los registros de la escala sónica, dentro del constante zumbido: «No te excites…, no te excites…».
Se despertó gritando para darse cuenta de que no se producía ningún grito en su garganta, estaba demasiado seca para ello. Sólo era el producto de su sueño. Tenía el cuerpo bañado en sudor. Rhin estaba sentada junto a él, enjugándole la frente. Estaba pálida y demacrada, con los ojos hundidos. Por un momento pensó si aquella extenuada Rhin Kelly formaba parte del sueño. Parecía no tener los ojos abiertos, aunque le estaba mirando fijamente.
Joao intentó hablar pero tenía la garganta seca. No obstante, el movimiento de Martinho atrajo la atención de Rhin. Se inclinó hacia él y le miró a los ojos. Entonces buscó algo detrás de ella y al momento tuvo una cantimplora, de la que vertió algunas gotas de agua en su garganta.
—¿Qué es…? —comenzó a decir.
—Tiene usted lo mismo que me atacó a mí, sólo que con más fuerza —explicó la doctora irlandesa—. Ese veneno de los insectos contiene una droga que ataca el sistema nervioso. No se esfuerce.
—¿Dónde estamos? —preguntó.
—En la misma vieja trampa —dijo ella, mirándole—, pero tenemos una oportunidad de escapar.
Los ojos de Martinho formularon la pregunta que sus labios no podían expresar con palabras.
—Su helicar —dijo ella—, algunos de sus circuitos han quedado seriamente dañados, pero Vierho ha podido sustituirlos. Quédese quieto y descanse.
Rhin comprobó el pulso de Joao y le colocó un termómetro. Después de leer su indicación dijo:
—Ha bajado la fiebre. ¿Alguna vez sufrió usted alguna enfermedad cardiaca?
Instantáneamente pensó en su padre; pero aquella pregunta no se dirigía al prefecto.
—No —susurró.
—Dispongo de unos cuantos frascos energéticos. Alimentación directa. Puedo ponerle uno si no tiene delicado el corazón.
—Póngamelo.
—Se lo inyectaré en una vena de su pierna —advirtió Rhin—. A mí me lo inyectaron en el brazo izquierdo y vi las estrellas durante una hora.
Rhin buscó en una caja junto al camastro, tomó un frasco negro, levantó las ropas que cubrían las piernas de Joao y le aplicó la cápsula energética.
Martinho se sintió como alejado de allí y mareado.
—Así fue como reanimamos al doctor Chen-Lhu —explicó la joven doctora.
«Travis no morirá», pensó Joao. Se dio cuenta de que era un hecho extremadamente importante, pero no podía localizar la razón del porqué.
—Por supuesto, fue algo más que la droga —explicó Rhin—. Es decir, con el doctor Chen-Lhu y conmigo. Vierho localizó la cuestión en el agua.
—¿El agua?
Ella tomó la palabra como una petición y le hizo beber un poco más de la cantimplora.
—La segunda noche que pasamos aquí cavamos un poco en una tienda —explicó Rhin—. Filtraciones del río, naturalmente. Agua cargada de veneno, en parte con los nuestros. Vierho se dio cuenta de ello por su amargor. Pero mis análisis mostraron algo más en el agua: un alucinógeno que produce una reacción muy parecida a la esquizofrenia. Es algo que ningún ser humano pudo poner en ella.
Joao sintió la energía que se transfería desde la cánula a la pierna. Un espasmo parecido a un hambre aguda le agarrotó el estómago. Cuando hubo pasado, dijo:
—Algo que procede de… ellos.
—Muy verosímilmente —repuso Rhin—. A nosotros nos produjo un tremendo efecto. Existe una variable resistencia a los alucinógenos. Hogar parece completamente inmune, y no ha reaccionado a ese veneno.
Rhin comprobó nuevamente el pulso de Joao.
—¿Se siente mejor?
—Sí.
Entonces sintió los espasmos, rítmicos y dolorosos, en los músculos de las piernas y en los muslos. Al poco se calmaron.
—Hemos analizado el esqueleto que encontramos en su helicar —continuó la doctora—. Se parece a un esqueleto humano, excepto por los bordes y los agujeros, presumiblemente donde los insectos estaban adheridos y articulados. Es algo ligero y muy resistente. Es evidente su afinidad con la quitina.
Joao pensó en todo aquello, permitiendo que la energía procedente de la sustancia inyectada en la pierna fuera acumulándose. Cada vez se sentía más fuerte. En aquel lapso habían ocurrido muchas cosas: el helicar reparado, el esqueleto analizado…
—¿Cuánto tiempo llevo aquí? —preguntó.
—Casi cuatro días —repuso la joven.
Joao advirtió la forzada afectividad que reflejaba el tono de voz de Rhin Kelly. ¿Qué ocultaba? Antes de que pudiese explorar la cuestión, un suave chasquido del tejido de la tienda y un breve destello de luz indicaban que alguien entraba en ella.
Chen-Lhu apareció tras Rhin Kelly. El chino parecía haber envejecido cincuenta años desde la última vez que Joao le viera. Tenía el rostro terriblemente ajado. Las mejillas eran unos huecos cóncavos. Caminaba con evidente precaución.
—Veo que el paciente está despierto —dijo.
Su voz sorprendió a Joao por su fuerza, como si toda la energía de aquel hombre se canalizara en aquel aspecto.
—Está todavía bajo el efecto de la transfusión endovenosa —dijo Rhin.
—Muy prudente. Ya queda poco tiempo. ¿Se lo ha dicho?
—Sólo le he dicho que hemos reparado su helicar.
«Debo decirlo con mucha delicadeza —pensó Chen-Lhu—. El honor latino puede estallar en formas muy extrañas».
—Vamos a salir de aquí en su helicar —dijo Chen-Lhu.
—¿Y cómo lo haremos? —preguntó Joao—. Ese aparato no podrá levantarse del suelo con más de tres personas a bordo.
—Tres personas es todo lo que llevará. Su suposición es correcta —añadió el chino—. Pero sin elevarlo del suelo; de hecho, no puede levantarlas.
—¿Qué quiere decir?
—Su aterrizaje fue bastante violento. Uno de sus flotadores está dañado y se estropeó el tanque delantero. Se ha perdido la mayor parte del combustible. Está también la cuestión de los controles: no puede decirse que sean lo mejor, incluso después de las ingeniosas reparaciones que efectuó Vierho.
—Lo cual significa que tres personas es lo máximo que podrá aguantar el aparato —insistió Joao.
—Si no podemos transmitir el mensaje, lo llevaremos personalmente —explicó Rhin.
«Buena chica», pensó Chen-Lhu.
—¿Quiénes? —preguntó Joao.
—Yo mismo —dijo Chen-Lhu—. Tengo que testificar sobre el desastre ocurrido en mi nación y advertir a su pueblo de este peligro.
Las palabras de Chen-Lhu aportaron a la confusa mente de Joao una serie de conversaciones y conceptos… Hogar, Vierho, Chen-Lhu hablando respecto…, respecto a…
—La tierra estéril —dijo Joao.
—Su pueblo tiene que saberlo antes de que sea demasiado tarde —dijo Chen-Lhu—. Por tanto, yo seré uno de los pasajeros. Y Rhin, porque… —hizo un sutil gesto—, porque…, bien, por caballerosidad… y porque es muy útil.
—Lo cual suma dos personas.
—Usted será la tercera persona —continuó el chino, esperando el estallido de Joao.
—Eso no tiene sentido —replicó Martinho. Levantó la cabeza y miró a lo largo del camastro donde yacía—. Cuatro días aquí y…
—Pero usted es el único que cuenta con relaciones políticas —dijo Rhin—. Usted puede hacer que la gente escuche.
Joao recostó su cabeza en el camastro.
—¡Ni siquiera mi propio padre me escucharía!
Aquella declaración provocó un sorprendente silencio. Rhin miró a Chen-Lhu y después a Joao.
—Usted tiene sus propias influencias políticas, Travis —continuó Joao—. Probablemente mejores que las mías.
—Tal vez no —repuso Chen-Lhu—. Además, usted es el único que estuvo muy cerca de aquella criatura cuyo esqueleto llevaremos con nosotros. Usted es el testigo ocular.
—Todos somos testigos oculares.
—Lo hemos sometido a votación —dijo Rhin—. Sus hombres insistieron en ello.
Joao miró a Rhin, después a Chen-Lhu y nuevamente a Rhin.
—Hay algo que parece una flauta quena y que esa criatura de su helicar llevaba consigo —terció Chen-Lhu.
—Una cerbatana —dijo Joao.
—No —explicó Chen-Lhu—. Han mimetizado las cosas mejor que todo eso. Se trata de un generador de destrucción sónica. Destruye los glóbulos rojos de la sangre. Debieron de estar muy cerca pero los mantuvimos alejados al descubrir ese generador.
—Espero que comprenda la importancia de llevarnos esa información —insistió Rhin.
—Seguramente hay alguien más fuerte y más capaz de asegurar el éxito de esta empresa —dijo Joao.
—Dentro de un par de horas estará tan fuerte como cualquiera de nosotros —explicó Rhin—. Ninguno de nosotros está en óptimas condiciones.
Joao se quedó mirando la luz grisácea del techo de la tienda. «Poco combustible, controles dañados. Seguramente habrá que seguir por el río… Flotar con el helicar… Eso permitiría una cierta protección de esas… cosas», pensó.
—Descanse y recobre fuerzas —le dijo Rhin—. Le traeré algún alimento dentro de un rato. Sólo disponemos de raciones de campaña, pero son energéticas y alimentan.
Joao trató de imaginar cuál era aquel río. Seguramente el Itapura. Hizo una estimación de la longitud del vuelo que realizó antes del aterrizaje. Calculó que habría unos ochocientos kilómetros por río. Y a punto de comenzar la estación de las lluvias… Las posibilidades de éxito eran realmente exiguas.