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Existía una cueva allá en las rocas negras de la garganta del río Goiás. En la cueva, los pensamientos pulsaban a través de un Cerebro, como si estuviera escuchando la radio, en donde un locutor humano relataba las noticias del día: algaradas callejeras en Bahía, bandeirantes linchados, paracaidistas lanzados para restaurar el orden…

La pequeña radio portátil, alimentada con baterías, desgarraba la atmósfera de la cueva irritando los sensores del Cerebro, pero las noticias humanas que se producían necesitaban el aparato como monitor mientras las pilas funcionasen. Tal vez las células bioquímicas pudieran utilizarse después, pero el conocimiento mecánico del cerebro era limitado. Había captado toda la teoría procedente de las bibliotecas llenas de microfilms de la zona Roja, pero el conocimiento práctico era algo muy diferente.

Ya había tenido una televisión portátil durante algún tiempo, pero su alcance era limitado y ahora estaba fuera de servicio.

Terminaron las noticias y la música surgió torrencial del altavoz de la radio. El Cerebro indicó al instrumento que quedara en silencio. Y el Cerebro continuó en aquel silencio tan grato, pensando, pulsando.

Era una masa de cuatro metros de diámetro y medio metro de altura, conociéndose a sí mismo como la «Integración Suprema», plena de atención alerta pasiva y, con todo, bastante irritada por las necesidades que la mantenían anclada en aquel refugio cavernoso.

Una máscara sensorial móvil que podía desplazar a voluntad, en forma de disco, embudo membranoso e incluso simulando un rostro humano gigantesco, yacía como una montera por la superficie del Cerebro, con los sensores dirigidos hacia la gris luminosidad de la aurora, en la boca de la cueva.

Las pulsaciones rítmicas de una cavidad amarilla situada a un lado bombeaban un fluido oscuro y viscoso en el interior del Cerebro. Incontables insectos sin alas se movían incesantemente sobre las membranas de su superficie, inspeccionando, reparando y proporcionándole los alimentos que necesitaba.

Enjambres especializados de insectos alados se arracimaban en las fisuras de la cueva, produciendo ácidos los unos, otros descomponiendo y transformando los ácidos para convertirlos en oxígeno, otros efectuando las operaciones digestivas, y otros, en fin, supliendo el papel de los músculos para el bombeo de su alimento vital.

Un olor picante y amargo saturaba la totalidad del espacio cavernoso.

Los insectos iban y venían hacia el resplandor del amanecer. Otros se detenían zumbando, danzando y pendientes de los sensores del Cerebro, unos modulando chirridos para informar, otros en grupos especiales alineados, siguiendo una pauta predeterminada, otros, en fin, formando esquemas complejos con cambio en su coloración, o moviendo sus antenas en extraños modos.

En aquel momento llegó el relevo procedente de Bahía:

—Mucha lluvia, terrenos empantanados, los agujeros de nuestros escuchas se han hundido. Un observador ha sido visto y atacado, pero un monitor lo ha llevado por los túneles del río. Éstos se han hundido en parte. No hemos dejado evidencia excepto lo que ha sido visto por los humanos. Los que no pudieron escapar han sido destruidos.

«Han resultado muertos algunos humanos».

«Muertes ocurridas entre los humanos —reflexionó el Cerebro—. Entonces los informes de la radio eran correctos».

Aquello era el desastre.

Se incrementó la demanda de oxígeno del Cerebro y los insectos de servicio acudieron inmediatamente para acelerar el ritmo de bombeo.

«Los humanos se creerán atacados —pensó el Cerebro—. Tiene que ser activada la compleja defensa del género humano».

Penetrar en esa actitud será de lo más difícil, si no imposible.

«¿Quién puede razonar con la sinrazón?».

Los humanos eran criaturas muy difíciles de comprender…, con sus dioses y sus pautas de comportamiento.

«Negocios» era lo que los libros denominaban como sus pautas de comportamiento, pero el sentido de la expresión escapaba por completo al Cerebro. El dinero no podía ser comido, y era almacenado sin que supusiera ninguna energía aparente, siendo por lo demás todo un pobre material de construcción. Las cubiertas, la argamasa y las tapias de las casas de los más pobres entre los humanos contenían más sustancia.

Sin embargo, los humanos se mataban por el dinero. Aquello debería ser importante. Tendría que serlo, como sus dioses y el concepto de los dioses, que parecía ser como una suprema integración, pero cuya sustancia y localización no podía definirse. De lo más desconcertante.

El Cerebro pensó que en alguna parte tendría que haber un módulo de pensamiento que hiciera comprensibles tales cosas; pero el esquema se le escapaba.

Entonces el Cerebro pensó cuán extraño resultaba aquel módulo de pensamiento de la existencia; la transferencia interna de energía para crear visiones imaginarias, que de hecho eran planes y pautas que a veces se desplazaban por senderos que conducían a la no supervivencia. ¡Qué curiosa, qué sutil, y con todo, qué bella era aquella concepción humana y su descubrimiento, ahora copiada y adaptada a los usos de otras criaturas! ¡Qué admirable y elevada era esta manipulación del universo, que existía sólo dentro de los pasivos confines de la imaginación!

Por un momento, el Cerebro se probó a sí mismo, intentando estimular emociones humanas. Pudo comprender el temor y la unicidad de la colmena, pero las permutas, y la variante del temor llamado odio, como reflejo colateral, resultaban sumamente difíciles.

El Cerebro no consideró ni una sola vez que, en cierta ocasión, fue parte de un humano y que estuvo sujeto a tales emociones. Encontró irritante la intrusión de tales pensamientos. El Cerebro se parecía ahora vagamente a su contrapartida humana, pero mucho mayor y más complejo. Ningún sistema circulatorio humano podría soportar sus necesidades de alimentación. Ningún cerebro meramente humano podría suplir su voraz apetito de información.

Era, sencillamente, cerebro, una parte funcional de su sistema de supercolmena, más importante incluso que las reinas.

—¿Qué clase de humanos resultaron muertos?, se preguntó el Cerebro.

La respuesta le llegó en lentos impulsos chirriantes: Trabajadores, hembras, humanos inmaduros y algunas reinas estériles.

«Hembras y humanos inmaduros», pensó el Cerebro. Aquello aparecía en la pantalla de sus percepciones, una maldición india cuyo origen había extirpado. Con tales muertes, la reacción humana tendría que hacerse más violenta. Se hacía imperativa una acción rápida e inmediata.

—¿Qué se sabe de nuestros mensajeros que han atravesado la barrera?

Llegó la respuesta:

«Se desconoce el escondite del grupo mensajero».

—Tienen que localizarse los mensajeros. Que permanezcan en sus escondites hasta otro momento más oportuno. Comunicad esa orden inmediatamente.

Las obreras especialistas partieron en el acto para cumplir la orden.

—Tenemos que capturar una muestra más variada de humanos —ordenó el Cerebro—. Es preciso capturar a un líder vulnerable. Enviad observadores y mensajeros junto con unidades de acción. Informad con toda urgencia.

El Cerebro comprobó que sus órdenes eran obedecidas. Vagas frustraciones estremecían los componentes de su cerebro, como necesidades para las que no tenía respuestas. Hizo que se levantara su máscara sensora, formándole ojos enfocados hacia la boca de entrada de la caverna.

Ya era pleno día.

Todo cuanto tenía que hacer era esperar.

El esperar constituía la parte más difícil de su existencia.

El Cerebro comenzó a examinar este pensamiento, formando corolarios e ideas entremezcladas de posibles alternativas para el proceso de espera, imaginando proyecciones de crecimiento físico que pudieran evidenciar semejante inmovilidad.

Los pensamientos provocaron una indigestión intelectual que alarmó a las colmenas de soporte. Comenzaron a zumbar furiosas alrededor del Cerebro, escudándolo, alimentándolo y formando falanges de guerreras a la entrada de la cueva.

La acción proporcionó una verdadera angustia al Cerebro.

Advirtió que había puesto sus cohortes en movimiento, guardando el precioso núcleo de la colmena, como instinto atávico de supervivencia. Pensó que las unidades primitivas de la colmena no podían cambiar; pero, sin embargo, tenían que hacerlo. Debían aprender la necesidad de movilizarse, la movilidad del juicio, tomando cada situación como una cosa única.

«Tengo que seguir enseñando y aprendiendo», pensó el Cerebro.

Deseó tener entonces los informes de los diminutos observadores que envió hacia el este. La necesidad procedente de aquella zona era enorme, algo para completar los retazos sueltos proporcionados por los remotos puestos de escucha. La prueba vital podría venir de allá y desviar al género humano de su ya largo precipitarse en una espantosa muerte-para-todos.

Lentamente, la colmena fue reduciendo su actividad, mientras el Cerebro se retiraba de los dolorosos dominios del pensamiento.

«Mientras tanto esperaremos», pensó.

Y se planteó a sí mismo el problema de una ligera alteración en los genes de una avispa sin alas para mejorar el sistema generador de oxígeno.

El señor Gabriel Martinho, prefecto de la Barrera Compacta del Mato Grosso, se paseaba por su estudio murmurando entre dientes. Una alta y estrecha ventana dejaba entrar el sol de la tarde. Se detuvo para observar a su hijo Joao, sentado en un sofá de piel de tapir.

El padre de Johnny tenía piel oscura, miembros delgados, cabellos grises, ojos cavernosos, nariz aguileña, boca de labios delgados y barbilla puntiaguda. Vestía con ropas negras al viejo estilo, que contrastaban con la blanca ropa interior. Unos botones de oro en la pechera de la camisa y en los puños brillaban cada vez que hacía amplios gestos con los brazos.

—Soy objeto del mayor ridículo —tronaba frente a su hijo.

Joao soportó en silencio la declaración de su progenitor. Tras toda una semana de aguantar los estallidos de cólera de su padre, aprendió el valor del silencio. Se miró las blancas ropas de su uniforme de bandeirante, con los pantalones embutidos en unas botas de caña alta, propias de la selva, todo ello limpio y brillante, mientras que sus hombres sudaban en la inspección preliminar en Serra dos Pareéis.

Comenzó a oscurecer en la habitación, con el rápido crepúsculo de los trópicos, ayudado por las nubes lejanas y el estampido del trueno anunciador de la tormenta en el horizonte. La escasa luz diurna ofrecía una tonalidad azulada. Los relámpagos que se extendían por el firmamento, visible a través de la alta ventana del estudio, enviaban una coloración radiante producida por la electricidad atmosférica. A cada relámpago seguía el sordo tronar del gigantesco tambor de los truenos, y como si aquello fuese una señal convenida, los sensores de la casa encendían las luces allí donde se hallaban seres humanos. Una claridad amarillenta invadió el estudio. El prefecto se detuvo frente a su hijo.

—¿Por qué mi propio hijo, el afamado jefe de las Irmandades, propaga esas estupideces de los carsonitas?

Joao miró al suelo, entre sus botas. La lucha en la plaza de Bahía, la estampida de la multitud, todo aquello sucedido en la pasada semana, parecía, a una eternidad de distancia, parte de un pasado cualquiera. Aquel día desfiló por el estudio de su padre una sucesión de personajes políticos importantes, expresando sus saludos al renombrado Joao Martinho y manteniendo conferencias en voz baja con su padre.

El viejo luchaba por su hijo, y Joao lo sabía. Pero el anciano Martinho luchaba en la forma que sabía: mediante el sistema ritual de la familia, «sacando» la pistola, maniobrando entre la escena política, intercambiando promesas de poder y reuniendo fuerzas políticas allí donde alcanzaba su influencia. Ni por una sola vez consideraría las sospechas y las dudas de Joao. Las Irmandades, Álvarez y sus Hermosillos, cualquiera que tuviera que ver con la Piratininga se hallaba ahora en un grave aprieto.

—¿Detener la realineación? —mascullaba el anciano Martinho—. ¿Demorar la marcha hacia el oeste? ¿Te has vuelto loco? ¿Cómo crees que llevo yo mi oficina? ¿Eh? ¡Yo, un descendiente de hidalgos cuyos antepasados gobernaron una de las antiguas capitanías! No somos mestizos cuyos antepasados ocultara Rui-Barbosa y, con todo, los cobrizos brasileños me llaman «El Padre de los Pobres». No he ganado ese título utilizando la estupidez…

—Padre, si al menos…

—¡Silencio! Tengo nuestra panelinha[5] hirviendo bien. Todo se resolverá.

Joao suspiró. Se sentía resentido y avergonzado. El prefecto se hallaba semirretirado hasta aquella emergencia. Un corazón muy débil. Y el disgusto que se tomaba el viejo… Pero persistía en su ceguera.

—Dices que hay que investigar —dijo el prefecto en tono burlón—. Investigar ¿qué? Ahora no queremos ni investigaciones ni sospechas. Gracias a una semana de trabajo llevada a cabo por mis amigos, el Gobierno considera que todo está perfectamente normal. Están ya casi dispuestos a echar la culpa a los carsonitas por la tragedia de Bahía.

—Pero no tienen ninguna evidencia —insistió Joao—. Eso lo has admitido tú mismo.

—La evidencia no cuenta en un tiempo como éste —repuso su padre—. Lo importante es alejar las sospechas. Tenemos que ganar tiempo. Además, lo ocurrido es el tipo de asunto que pudieran haber provocado los carsonitas.

—Pero podrían no haberlo provocado.

Las palabras de Joao parecieron caer en el vacío.

—Precisamente la pasada semana —dijo su padre haciendo un amplio gesto—, el día anterior a tu llegada, ese mismo día, repito, estuve hablando con los granjeros de Lacuia a petición de mi amigo el ministro de Agricultura. ¡Y no sabes de qué forma se rieron en mis barbas esa gentuza! Les dije que incrementaríamos la zona Verde en diez mil hectáreas este mes. Y soltaron la carcajada. Dijeron: «¡Ni su propio hijo se lo creería! Ahora veo por qué dicen esas cosas. Sí, claro, detener la marcha hacia el oeste…».

—Tú has visto los informes de Bahía —dijo Joao—. Los propios investigadores de la OEI…

—¡La OEI! Ese chino escurridizo de cara inexpresiva es más bahiano que los propios bahianos. ¡Valiente pájaro! Y esa nueva hembra doctora que manda a todas partes para entremeterse y huronearlo todo. Ya te contaré yo todas las historias que se dicen de esa mosquita muerta. Ayer mismo se decía que…

—¡No quiero ni oírlo, padre!

El viejo miró atentamente a su hijo con aire burlón.

—¡Ah!

—¿Qué significa ese «¡ah!».?.

—Pues solamente eso.

—Es una mujer muy hermosa.

—Sí, ya me lo han dicho. Muchos hombres han probado ya ese ejemplar de hermosa mujer…, al menos así se dice.

—¡No lo creo!

—Joao —dijo el prefecto—. Escucha a un hombre anciano cuya experiencia le ha dado sabiduría. Esa mujer es muy peligrosa. La OEI la posee en cuerpo y alma, y es una organización que a menudo interfiere en nuestros asuntos. Tú eres un empresario de renombre, cuya capacidad y éxitos han llegado a muchos rincones del país. Esa mujer se supone que es una doctora en insectos, pero sus acciones dicen que tiene toda una colección de empleos. Y muchos de esos oficios, ah…, algunos de ellos…

—¡Ya está bien, padre!

—Como quieras.

—Se supone que pronto vendrá por aquí —continuó Joao—. No quiero que tu actitud pueda…

—Tal vez se demore en su visita.

—¿Por qué? —preguntó Joao alarmado.

—El pasado martes, al día siguiente del episodio en Bahía, fue enviada al Goiás. Aquella misma noche, o al día siguiente, la cosa tiene en esto poca importancia.

—¿Y bien?

—Tú ya sabes lo que está haciendo en el Goiás, por supuesto. Sí, esa historia respecto a una base secreta bandeirante que hay allá. Si es que todavía vive…

—¿Qué?

—En el cuartel general de la OEI en Bahía corre el rumor de que esa irlandesa… no se ha presentado. Tal vez un accidente. Se dice que mañana el gran Travis-Hungtinton Chen-Lhu va en persona a buscar a esa hermosa doctora. ¿Qué piensas de todo eso?

—Cuando les vi en Bahía, parecía interesarse por ella, pero esa historia…

—¿Interesarse por ella? Ah, sí, ciertamente.

—Tienes una mente maligna, padre.

Joao respiró profundamente. Pensó en aquella bella mujer, extraviada en cualquier punto del hinterland, donde sólo vivían las criaturas salvajes, y que pudiera estar muerta o mutilada. Aquella extraordinaria belleza… Joao se sintió invadido por una enorme tristeza y la sensación de un terrible vacío.

—¿Te gustaría, tal vez, emprender la marcha hacia el oeste, para buscarla?

Joao ignoró la indirecta de su padre.

—Padre, toda esta cruzada necesita de un período de tregua mientras no se descubra qué va mal.

—Si te has expresado de ese modo en Bahía, no les culpo por volverse contra ti —dijo el prefecto—. Tal vez esa algarada…

—¡Tú ya sabes lo que vimos en la plaza!

—Eso es un absurdo. Tiene que terminar en el acto. No puedes hacer nada que trastorne el equilibrio. ¡Te lo ordeno!

—La gente ya no sospecha de los bandeirantes, padre —dijo Joao con un amargo tono en su voz.

—Hay quien todavía sospecha de ti, Joao. ¿Cómo no van a sospechar si lo que he oído de tus labios es una muestra de la forma en que hablas?

Joao se concentró unos instantes mirándose sus altas botas que relucían con el brillo negro de la piel cuidadosamente lustrada. Encontró que su lisa superficie resultaba, de algún modo, como una imagen simbólica de la vida de su padre.

—Lamento haberte disgustado, padre. A veces siento ser un bandeirante, pero, de no serlo, ¿cómo habría sabido las cosas que te he contado? La verdad es…

—¡Joao! —le interrumpió secamente su padre—. ¿Estás ahí sentado para decirme que has mancillado nuestro honor? ¿Hiciste un falso juramento cuando formaste tus Irmandades?

—No ha ocurrido nada de eso, padre.

—Entonces, ¿qué ha pasado?

Joao extrajo un emblema de fumigador del bolsillo.

—Lo creía…, entonces. Podíamos dar forma a las abejas imitadas para rellenar cualquier laguna existente en la ecología de los insectos. Era como llevar a cabo una gran cruzada. Así lo creía. Como el pueblo de China, yo también dije: «¡Sólo vivirán los útiles!». Y lo dije en serio. Pero eso pasó hace ya varios años, padre. Desde entonces he llegado a la conclusión de que no hemos completado nuestro conocimiento de lo que es útil.

—Fue un gran error haberte educado en Norteamérica. Y yo soy el único culpable. Allí absorbiste esa herejía carsonita. Está bien para ellos no unirse a nosotros en el Restablecimiento Ecológico; ellos no tienen tantos millones de bocas que alimentar. ¡Pero mi propio hijo!

—En la zona Roja se ven muchas cosas, padre —repuso Joao a la defensiva—. Son cosas difíciles de explicar. Las plantas tienen allá un aspecto mucho más saludable. La fruta es…

—Bueno, eso es una condición puramente temporal —afirmó enfáticamente el padre—. Daremos forma a las abejas para que se adapten a cualquier necesidad que tengamos. Los insectos destructores nos quitan el alimento de la boca. Es muy simple. Tienen que morir todos y ser remplazados por criaturas que sirvan a una función útil para el hombre.

—Están muriendo todos los pájaros.

—¡Estamos salvando a los pájaros! En las reservas tenemos especímenes. Les procuraremos nuevos alimentos.

—Han desaparecido ya algunas plantas por falta de una polinización natural…

—¡No se ha perdido ninguna planta útil!

—Y… ¿qué ocurrirá si nuestras barreras quedan traspasadas por los insectos antes de que hayamos remplazado la población natural de los predadores? ¿Qué ocurrirá entonces?

El anciano Martinho puso un dedo bajo la nariz de su hijo.

—¡Ese absurdo tiene que acabar! ¡No quiero oír nada más sobre eso! ¿Entendido?

—Cálmate, padre, por favor.

—¿Qué me calme? ¿Cómo puedo calmarme de cara a… esto? Tú aquí, escondiéndote como un vulgar criminal. Alborotos en Bahía, en Santarém, y…

—¡Por favor, padre!

—No, no voy a callarme. ¿Sabes qué otra cosa me dijeron esos granjeros de Lacuia? Dicen que los bandeirantes han reinfestado la zona Verde para prolongar sus trabajos. Sí, eso es lo que han dicho.

—¡Pero eso es una atrocidad, padre!

—Sí, es absurdo, pero es la consecuencia natural de la charla derrotista que he escuchado hoy de ti. Todos los retrasos que hemos sufrido añaden fuerza a tales cargos.

—¿Has dicho retrasos?

—Eso es lo que he dicho: ¡retrasos, dilaciones!

El anciano Martinho se volvió, caminó hacia su mesa de despacho y regresó. Nuevamente se detuvo frente a su hijo y añadió:

—Tus Irmandades estuvieron en la Piratininga.

—¡Nadie pasó por allí!

—Con todo, hace una semana la Piratininga era de la zona Verde. Y hoy… —Y señaló a su despacho—. Ya has visto el informe. Está hormigueando. ¡Hormigueando!

—No puedo vigilar a todos los bandeirantes de Mato Grosso —se defendió Joao—. Si ellos…

—La OEI nos concede seis meses para limpiarlo todo —advirtió el prefecto gesticulando con las manos hacia arriba y el rostro congestionado—. ¡Seis meses!

—Si pudieras ver a tus amigos del Gobierno y convencerles de que…

—¿Convencerles? ¿Ir allí para decirles que se suiciden políticamente? ¿A mis amigos? ¿Sabes que la OEI está a punto de embargar a todo el Brasil, tal como hicieron con Norteamérica? ¿Puedes imaginarte una presión de ese tipo sobre todos nosotros? ¿Puedes suponer las cosas que tengo que oír de los bandeirantes, y en especial sobre mi propio hijo?

Joao apretó fuertemente la placa que tenía en la mano. Una semana de disputas como aquélla era más de lo que podía soportar. Deseó vehementemente estar con sus hombres en Serra dos Pareéis. Su padre llevaba demasiado tiempo en la política como para cambiar, y penosamente Joao se dio cuenta de ello. Miró a su padre. Si al menos pudiera razonar sin excitarse tanto… Le preocupaba su delicado corazón.

—Te excitas sin necesidad —insinuó al viejo.

—¿¡Qué me excito!?

Al prefecto se le dilataron las aletas de la nariz y se inclinó hacia su hijo.

—Ya hemos pasado dos sitios difíciles, la Piratininga y el Tefe. Allí hay tierra, ¿comprendes? ¡Y no hay hombres en esas tierras, trabajándolas, haciendo que produzcan!

—La Piratininga no constituía una barrera absoluta, padre. Precisamente la limpiamos y…

—Sí, claro. Y lo que ganamos fue una extensión del desastre cuando anuncié que mi hijo y ese temible Álvarez habían limpiado la Piratininga. ¿Cómo vas a explicarles ahora que está reinfestada y que hay que rehacer el trabajo?

—Yo no lo explicaría.

Joao puso en su bolsillo el emblema escondido en la mano. No le sería posible razonar con su padre. Aquello se había evidenciado a lo largo de toda la semana. La frustración le produjo un temblor en las mandíbulas. Pero no obstante había que convencer al viejo. Alguien de la talla política de su padre tenía que actuar con firmeza y conseguir que Gabriel Martinho escuchara.

El prefecto volvió a su mesa y tomó asiento. Tomó en sus manos un antiguo crucifijo que el gran Aleihadinho tallara en marfil. Se lo puso ante sí, intentando serenarse, pero se le dilataron los ojos con la sorpresa. Volvió a colocarlo en su lugar, pero en su rostro se advertía una profunda turbación.

—Joao… —murmuró con voz apagada.

Su hijo pensó inmediatamente que debería tratarse de algo relacionado con el débil corazón de su padre.

—¡Padre! ¿Qué te ocurre?

El anciano señor Martinho señalaba con mano temblorosa en la corona de espinas del crucifijo, y allí, sobre los rasgos agonizantes del Cristo y los músculos tensos por la muerte en la cruz, se arrastraba silenciosamente un insecto. Era del mismo color del marfil, pareciéndose ligeramente a un escarabajo, pero con un borde de pequeñas garras en las alas y el tórax, y en las antenas, anormalmente largas, un ribeteado peludo.

El anciano intentó echar mano de algunos papeles para aplastarlo, pero Joao le detuvo con un gesto de la mano.

—Espera, padre. Es una nueva especie. Nunca había visto antes nada parecido. Por favor, dame una linterna, veremos donde se refugia.

El prefecto murmuró algo entre dientes, sacó de un cajón una pequeña linterna y la entregó a Joao. Éste, sin iluminar el insecto, lo miraba fijamente.

—Qué extraño —comentó—. Mira de qué forma se confunde con los tonos del marfil.

El insecto se detuvo y dirigió sus antenas hacia los dos hombres.

—Se han visto cosas extrañas —dijo Joao—. Algo así se encontró cerca de un poblado de la barrera el mes pasado. Fue dentro de la zona Verde…, en un sendero junto al río. ¿Recuerdas el informe? Dos granjeros lo encontraron mientras buscaban a un hombre enfermo. —Joao miró entonces a su padre—. En la nueva zona Verde están muy preocupados por las enfermedades. Podía tratarse de epidemias, pero esto es algo distinto.

—No veo ninguna relación —restalló el anciano—. Sin insectos que sean portadores de gérmenes, tendremos menos enfermedades.

—Tal vez —repuso Joao, pero por el tono de su voz dio a entender que no lo creía.

Joao volvió su atención al insecto del crucifijo.

—No creo que nuestros ecólogos sepan cuanto dicen saber. Personalmente desconfío de nuestros consejeros chinos. Hablan con términos muy floridos sobre la eliminación de los insectos pestíferos, pero no nos permiten inspeccionar la zona Verde. Excusas, siempre excusas. Pienso que tienen dificultades y que no desean que las conozcamos.

—¡Bah!, eso es una tontería —dijo el prefecto—. Son personas honorables, con algunas excepciones que podría señalar. Su forma de vida está más cerca de nuestro socialismo que el capitalismo decadente de Norteamérica. Tu problema es que lo ves todo a través de los ojos de quienes te educaron.

—Apuesto a que este insecto es una de las mutaciones espontáneas. Parece que está apareciendo como resultado de un plan determinado. ¿Quieres darme algo donde encerrar esta muestra para el laboratorio?

El anciano Martinho continuó sentado en su sillón.

—¿Dónde dirás que ha sido encontrado?

—Aquí mismo.

—¿Acaso deseas exponernos a un mayor ridículo?

—Pero, padre…

—¿Es que no oyes ya lo que van a decir? Se ha encontrado este insecto en su propia casa. Puede que lo estén criando para volver a infestar la zona Verde…

—No, padre, estás hablando de algo absurdo. Las mutaciones son cosa común en las especies amenazadas. No puede negarse que estos insectos están muy amenazados: los venenos, las barreras de vibraciones sónicas, las trampas y demás. Por favor, dame un frasco donde encerrarlo. Si quieres, yo mismo lo cogeré.

—¿Y dirás dónde se ha encontrado?

—¡No puedo hacer otra cosa! Tenemos que acordonar por completo esta zona y localizar sus nidos. Esto podría ser…, bueno, un accidente, pero…

—O un intento deliberado de confundirme.

Joao se quedó mirando inquisitivamente a su padre. Aquello era una posibilidad, por supuesto. Su padre tenía enemigos. No podían olvidar a los carsonitas y sus amigos, algunos de los cuales eran fanáticos. Pero, sin embargo…

Joao adoptó una resolución. Observó el insecto inmóvil. Era preciso convencer a su padre y allí tenía el argumento perfecto.

—Mira ese bicho, padre.

El prefecto dedicó una mirada renuente al insecto.

—Nuestros primeros venenos mataron a los más débiles e inmunizaron a los demás —dijo Joao—. Sólo han quedado inmunes los que tienen que continuar reproduciéndose. Algunos de los venenos que ahora utilizamos no permiten tales salidas. Luego están las barreras de vibraciones sónicas. Padre, este insecto conserva todavía la forma de un escarabajo, y de alguna forma atravesó la barrera. Te voy a mostrar algo.

Joao extrajo de un bolsillo de su uniforme un silbato metálico, brillante y alargado.

—Hubo un tiempo en que esto bastaba para atraer a los escarabajos en enormes cantidades a la muerte. Sólo tenía que sintonizarlo con su espectro de atracción.

Se puso el silbato en los labios y sopló.

Ningún sonido audible surgió del instrumento, pero las antenas del escarabajo se contorsionaron de dolor.

Joao se quitó el silbato de los labios.

Las antenas del insecto dejaron de retorcerse.

—Fíjate, padre. Es un escarabajo y debería ser atraído por este silbato, pero poco le ha afectado. Pienso que existen indicaciones de una maligna inteligencia entre estas criaturas. Están muy lejos de la extinción…, y creo que están comenzando a contrarrestarla.

—¿Inteligencia maligna…? ¡Bah!

—Tienes que creerme, padre —dijo Joao—. Nadie cree a los bandeirantes. Se ríen y dicen que llevamos demasiado tiempo en la selva. Dicen que tales historias son las que podrían esperarse de granjeros y campesinos ignorantes, y así es como comienzan a dudar y a sospechar de nosotros.

—Y yo diría que con buenas razones.

—¿No crees a tu propio hijo?

—¿Y qué ha dicho mi hijo que pueda yo creer?

El viejo Martinho se pronunciaba ahora como el prefecto, erguido, orgulloso, mirando a su hijo con ojos coléricos.

—El mes pasado, y en el Goiás —dijo Joao—, Antonil Lisboa perdió tres bandeirantes que…

—Aquello fue un accidente.

—Resultaron muertos con ácido fórmico y aceite de copahu.

—No tuvieron cuidado al utilizar sus venenos. Los hombres se van haciendo más descuidados cuando…

—¡No! El ácido fórmico era particularmente fuerte y altamente concentrado, idéntico al insecto de origen. Los hombres fueron literalmente rociados con él.

—Quieres decir que insectos como éste… —Y el prefecto señaló al insecto que se hallaba inmóvil sobre el crucifijo—. Criaturas ciegas como ésa…

—No están ciegas.

—Bueno, no he querido decir que estén ciegas, sino carentes de inteligencia. No me dirás que tales criaturas atacan y matan a seres humanos.

—Todavía hemos de determinar la forma precisa en que fueron muertos esos hombres —dijo Joao—. Tenemos solo los cuerpos y la evidencia física de la escena. Pero hay otras muertes, padre, y hombres perdidos, e informes de extrañas criaturas que atacan a los bandeirantes. Cada día estamos más seguros de que…

Se quedó silencioso al ver que el escarabajo se apartaba del crucifijo y se arrastraba hacia la mesa. Inmediatamente se oscureció hasta confundirse con el color caoba de la madera.

—Por favor, padre, dame un frasco.

El escarabajo alcanzó el borde de la mesa y vaciló. Sus antenas se movieron adelante y atrás.

—Te lo daré si me prometes ser discreto respecto al lugar en que ha sido hallado.

—Padre, yo…

El escarabajo saltó hacia el centro de la habitación, de allí hacia la pared, y después hacia el marco de la ventana.

Joao presionó el botón de la linterna y dirigió el rayo de luz hacia el agujero en que se había refugiado el insecto. Cruzó la habitación para examinarlo.

—¿Desde cuando está aquí este agujero, padre?

—Hace años. Es una grieta de la mampostería. Me parece que se debió al terremoto que hubo años antes de que muriera tu madre.

En cuatro zancadas, Joao alcanzó la puerta, pasó la arcada del umbral, descendió por un tramo de escaleras, atravesó otra puerta y un pequeño salón, y salió al exterior, saltando la verja de entrada al jardín. Con la linterna al máximo de intensidad, apuntó bajo la ventana del estudio de su padre.

—Joao, ¿qué estás haciendo?

—Mi trabajo, padre —repuso Joao, que al volverse vio a su padre en la verja de entrada al jardín.

Joao observó la pared del estudio, iluminando especialmente las piedras que enmarcaban la ventana. Se acurrucó, investigando con todo cuidado y pasando el haz luminoso por el suelo, buscando todas las oquedades y resquicios de la estructura.

La búsqueda del insecto le hizo llevar la luz de la linterna hacia la tierra del jardín, a los arbustos y macizos de flores, y después al césped. Joao oyó a su padre siguiéndole.

—¿Lo viste?

—No.

—Debiste dejar que yo lo aplastara.

Joao se puso en pie y miró hacia los aleros del tejado. Por doquier reinaba la oscuridad de la noche, y para examinar los detalles solo disponía del resplandor de la ventana del estudio y de la luz que le proporcionaba la linterna.

Un chirrido penetrante, doloroso para el oído humano, invadió todo el ambiente circundante. Procedía del exterior del jardín. Antes de desaparecer, el sonido parecía resonar en el entorno. A Joao le recordó el grito de caza de los predadores de la selva. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Se volvió hacia la entrada de la finca donde tenía aparcado el helicar, su vehículo aéreo, dirigiendo allí la luz de la linterna.

—¡Qué sonido más extraño! —exclamó su padre—. Yo… —El anciano se detuvo y miró hacia el césped—. ¿Qué es eso?

El césped daba la impresión de hallarse en movimiento, alcanzándoles como una ola en la playa. Aquella ondulación ya les había cortado el camino de la entrada de la residencia. Se hallaba a cosa de diez pasos de distancia, y se movía con rapidez.

Joao sujetó con fuerza el brazo de su padre y habló con calma fingida, esperando no alarmarle demasiado, por temor al corazón débil y enfermo del anciano Martinho.

—Tenemos que subir inmediatamente a mi vehículo, padre. Debemos pasar por encima de ellos.

—¿De ellos?

—Sí, todo eso es una masa de insectos como el que vimos antes. Padre…, hay millones de ellos… Y están al ataque. Puede que no sean escarabajos, después de todo. Tal vez sea una especie de ejército de hormigas. En mi vehículo tengo equipo para combatirlos. Allí estaremos seguros. Es un vehículo bandeirante, padre. Tienes que correr conmigo, ¿comprendes? Te ayudaré, pero ten cuidado de no tropezar y caer sobre esos bichos.

—Comprendo, hijo.

Comenzaron a correr, Joao sosteniendo el brazo de su padre y alumbrando el camino con la linterna.

Joao rogó para que el corazón del anciano resistiera la prueba. Se dieron prisa entre aquel impresionante amasijo de insectos que abría paso a los dos hombres, para cerrarse después tras los fugitivos.

A unos quince metros de distancia aparecía la blanca estructura del vehículo aéreo.

—Joao…, el corazón —suplicó angustiosamente el anciano.

—Vamos, ya estamos llegando. ¡Más de prisa! —urgió Joao mientras sostenía a su padre, a quien materialmente tuvo que levantar del suelo en los últimos pasos.

Llegaron hasta las amplias puertas traseras del laboratorio del vehículo. Joao las abrió y enfocó la luz de la linterna sobre la pared izquierda; buscó un casco protector y un rifle rociador. Se detuvo y observó el interior, iluminado con luz amarillenta.

Había allí dos hombres sentados, indios sertaos por la apariencia, con sus ojos brillantes y sus negros cabellos bajo el sombrero de paja. Daban la sensación de hermanos gemelos incluso por sus ropas sucias y las sandalias, y los saquitos de piel colgando del hombro. Los insectos, parecidos a escarabajos, pululaban a su alrededor: por las paredes del laboratorio, sobre los instrumentos y los frascos.

—¿Qué diablos hacéis aquí? —rugió Joao.

Uno de los dos indios hizo un gesto levantando una flauta quena. Habló con voz carraspeante y singularmente modulada.

—Entrad. No sufriréis daño si obedecéis.

Joao sintió que su padre se desmayaba y tomó al anciano en sus brazos. ¡Cuán liviano de peso le pareció entonces!

El prefecto respiraba trabajosamente, con dolorosos espasmos. Tenía el rostro amoratado y la frente empapada de sudor frío.

—Joao, hijo… Me duele horriblemente el pecho…

—La medicina. ¿Dónde la guardas?

—En casa. Sobre el despacho…

—Parece que se está muriendo —dijo uno de los indios.

Sosteniendo en brazos a su padre, Joao se volvió hacia la pareja.

—No sé quiénes sois ni por qué habéis soltado aquí esos bichos; pero mi padre se está muriendo y necesita ayuda. ¡Fuera de mi vista!

—Obedece o moriréis los dos —dijo el indio que tenía la flauta en la mano—. ¡Entrad!

—Mi padre necesita su medicina y un médico —suplicó Joao.

No le gustó la forma en que el indio gesticulaba con la flauta. Los movimientos sugerían que la flauta era un arma.

—¿Qué le ocurre a tu padre? —preguntó el otro indio, mirando con curiosidad al anciano Martinho, cuya respiración se le hacía cada vez más fatigosa.

—Es el corazón —explicó Joao—. Ya sé que vosotros los campesinos…

—No somos campesinos —dijo el de la flauta—. ¿El corazón?

—La bomba —repuso el otro.

—La bomba —repitió mecánicamente el indio de la flauta. Se puso en pie junto al banco del laboratorio e hizo un gesto—. Pon a tu padre aquí.

A pesar del temor que Joao sentía por el estado de su padre, quedó extrañamente sorprendido por la apariencia de aquel par de indios en cuya piel se advertían unas finas líneas escamosas, y un brillo desusado en sus ojos. ¿Estarían bajo el efecto de algún narcótico de la selva?

—Pon a tu padre aquí —repitió el de la flauta. Y de nuevo apuntó hacia el banco—. La ayuda puede ser…

—Conseguida —dijo el otro.

—Conseguida —repitió el de la flauta.

Joao enfocó la masa de insectos pegada a las paredes del laboratorio y la quietud expectante de sus formaciones. Eran todos como el del estudio. Idénticos.

La respiración del anciano Martinho se hacía más débil y más rápida. Joao sentía la agonía de su padre. Pensó, con desesperación, que se estaba muriendo.

—La ayuda puede ser conseguida —repitió el indio de la flauta—. Si obedeces, no haremos daño. —Levantó la flauta con un gesto y ordenó—: Obedece.

El gesto no daba lugar a dudas. Aquella cosa era un arma.

Lentamente, Joao entró en el camión, se aproximó al banco y dejó caer a su padre en la acolchada superficie. El indio de la flauta le ordenó que diese unos pasos atrás. Joao obedeció.

El otro indio se inclinó sobre la cabeza del anciano Martinho y le levantó el párpado. Aquel movimiento denotó una destreza profesional que sorprendió a Joao. El indio presionó con suavidad en el diafragma del moribundo, le quitó el cinturón y aflojó el cierre de la camisa. Un dedo rechoncho y moreno presionó la arteria del cuello del anciano.

—Muy débil —carraspeó de forma extraña.

Joao miró más atentamente al indio, preguntándose quién sería aquel curandero brujo de las fragosidades del interior que actuaba como un médico.

—Hospital —convino el indio.

—¿Hospital? —preguntó el de la flauta.

Un chirrido sibilante se escapó de los labios del otro.

—Hospital —repitió el de la flauta.

Aquel silbido chirriante era como una reminiscencia del eco que Joao oyó poco antes en el césped de la finca. El de la flauta hizo un gesto autoritario hacia Joao.

—Tú. Ponte al frente y maniobra con este…

—Vehículo —dijo el que estaba junto al padre de Joao.

—Vehículo —repitió el de la flauta.

—¿Hospital? —suplicó Joao.

—Hospital —convino el de la flauta.

Una vez más, Joao miró hacia su padre. El anciano parecía muerto. El otro indio ya preparaba al señor Martinho para emprender el vuelo. Para ser un indio del interior, se mostraba de lo más eficiente.

—Obedece —ordenó el de la flauta.

Joao abrió la escotilla del compartimiento frontal, se deslizó en su interior y sintió que le seguía el brazo armado del indio. Gotas de lluvia comenzaron a caer sobre la curva superficie del parabrisas. En la más completa oscuridad, Joao miró con atención a los mandos del aparato al cerrar tras él la escotilla. Conectó las luces de posición y advirtió que el indio estaba acurrucado tras él sin dejar de apuntarle con la flauta a guisa de arma.

Joao pensó que debería tratarse de cualquier tipo de arma ofensiva, probablemente con veneno.

Apretó el pulsador de ignición, se ajustó el cinturón y esperó lo preciso para que las turbinas alcanzasen la debida velocidad. El indio continuaba acurrucado tras él, sin ninguna protección y en situación vulnerable si el vehículo efectuase un rápido giro de vuelo.

Joao conectó el panel de mandos con el laboratorio situado en la parte trasera, cuyas puertas cerró por control remoto. Su padre yacía en el banco, sujeto con los cinturones de seguridad. El otro indio se situó a su cabecera.

Las turbinas alcanzaron su punto máximo. Joao encendió las luces y puso en funcionamiento la impulsión hidrostática. El vehículo se levantó del suelo unos diez centímetros, adoptó un ángulo de vuelo ascendente e incrementó la fuerza de desplazamiento. Se volvió hacia el sendero que conducía a la finca, se elevó dos metros más para aumentar velocidad, y se dirigió hacia las luces del bulevar.

—Gira hacia las montañas que hay allí —le susurró el indio al oído, mientras que con la mano le señalaba un punto situado a la derecha.

Joao comprobó que la Clínica Alejandro se hallaba en aquella precisa dirección. Obedeció girando en aquel sentido. Se elevó otro metro y aumentó la velocidad. Conectó el intercomunicador y dispuso el funcionamiento del amplificador de sonido situado bajo el banco donde descansaba su padre.

El fonocaptor, capaz de transformar la caída de un alfiler en un cañonazo, sólo emitía un lejano sonido parecido a un silbido chirriante. Joao aumentó la amplificación. El instrumento debería haber transmitido los latidos cardíacos del anciano, pero en su lugar sólo se apreciaba aquel carraspeante silbido.

Las lágrimas nublaron los ojos de Joao. Sacudió la cabeza para aclararlos. «Mi padre está muerto —pensó—. Muerto por esos locos granjeros del interior».

En la pantalla del tablero de control notó que el indio de atrás tenía una mano puesta bajo la espalda de su padre. Parecía estar dando masajes en la espalda del anciano Martinho. El rítmico carraspeo encajaba con sus movimientos.

Joao se sintió dominado por la ira. Tuvo la repentina idea de estrellar el vehículo, muriendo él mismo si fuera preciso con tal de matar a aquellos dos asesinos.

El vehículo se aproximaba a los suburbios de la ciudad. Hacia la izquierda se divisaban los accesos al bulevar. Allí estaba la zona de pequeños jardines y casitas de campo con marquesinas que los protegían de los vehículos aéreos. Joao elevó el aparato sobre las marquesinas y se dirigió hacia el bulevar. «Sí, hacia la clínica —pensó—. Pero ya es demasiado tarde».

En aquel momento comprobó que no se oía absolutamente nada de los latidos cardíacos procedentes del compartimiento trasero, y sólo aquel silbido estridente, además de un zumbido parecido al de una cigarra, subiendo y bajando las gradaciones de la escala sónica de tales insectos.

—Allí, a las montañas —dijo el indio situado tras Joao. Y nuevamente acompañó sus palabras con un gesto.

Joao, teniendo la mano cerca de sus ojos e iluminada por la luz del tablero de mandos, vio por qué eran tan extraños aquellos dedos. ¡El dedo estaba formado por numerosos escarabajos actuando al unísono!

Joao miró fijamente a los ojos del indio y comprobó la razón de que brillaran de forma tan especial: estaban compuestos por millares de diminutas facetas.

—El hospital, allí —insistió la criatura situada tras él.

Joao se volvió hacia los controles. No eran indios…, ni siquiera eran seres humanos. Eran insectos…, alguna especie de organización viviente formada sobre la base de una colmena-enjambre, imitando el aspecto de un hombre y actuando miméticamente como tales.

Aquella idea le asaltó la mente como algo inconcebible. ¿Cómo podrían sostener semejante estructura? ¿De qué modo podrían alimentarse y respirar?

Y especialmente…, ¿cómo podrían hablar? Cualquier consideración personal tenía que ser subordinada a la urgente necesidad de conseguir tal información y su prueba, llevándola a uno de los grandes laboratorios del Gobierno, donde los hechos pudieran ser debidamente explorados.

Joao sabía que era indispensable capturar a una de aquellas cosas. Alargó la mano y manipuló en el transmisor de mando. Era preciso que sus hermanos bandeirantes captaran sus emisiones.

—Más a la derecha —carraspeó la criatura acurrucada tras él. Joao corrigió nuevamente el curso del vuelo. Aquella voz…, aquel extraño silbido estridente… Joao se preguntó de qué modo podría semejante criatura producir tal simulación del discurso humano. La coordinación para semejante acción tendría profundas implicaciones.

Joao miró hacia la izquierda. La luna ya estaba alta en el horizonte, iluminando una línea de torres de los bandeirantes que constituían la primera barrera.

El vehículo volante estaría pronto fuera de la zona Verde y dentro de la Gris, que constituía el más pobre de los Planes de Restablecimiento de las granjas, y más allá otra barrera y la Gran zona Roja que se extendía como largos tentáculos a través del Goiás y al interior del Mato Grosso y hacia los Andes, de donde llegaban equipos procedentes de Ecuador. Joao comprobó las luces diseminadas del Restablecimiento a lo largo y frente a él, siguiendo luego la más completa oscuridad.

El vehículo avanzaba a mayor velocidad que la deseada, pero Joao no se atrevía a reducirla. Podría resultar sospechoso.

—Tienes que volar más alto —le ordenó la criatura de atrás. Joao incrementó el bombeo de la turbina y el aparato se elevó a unos trescientos metros.

Aparecieron más torres de bandeirantes, espaciadas a cortos intervalos. En el tablero de instrumentos Joao captó las señales de la barrera. Miró hacia el guardia de atrás. Las tremendas vibraciones de la barrera no parecían afectar para nada a aquella criatura.

Al pasar sobre la barrera, Joao miró por la ventanilla. Abajo, nadie le habría desafiado, y Joao lo sabía. Se trataba de un vehículo aéreo bandeirante que se dirigía a la zona Roja, con el transmisor emitiendo una llamada conocida: un jefe de grupo llamando a sus hombres. Si los guardias de la barrera reconocieran su longitud de onda, aquello confirmaría su corazonada.

Joao Martinho había llevado a cabo toda una hazaña en Serra dos Pareéis, y todos los bandeirantes lo sabían. Suspiró. Reconoció la serpiente bañada por la luna del Sao Francisco, girando hacia la izquierda, y los pequeños afluentes que le llegaban desde la falda de las colinas.

«Donde quiera que vayamos, tengo que descubrir el nido», pensó. También decidió sobre la conveniencia de conectar el receptor, mas si sus hombres le informaban… No. Aquello haría sospechar a tan monstruosas criaturas, y podrían reaccionar violentamente.

Si no respondía, sus hombres comprobarían que algo iba mal, y le seguirían. Si algunos pudieran oír su llamada…

—¿Hasta dónde tenemos que ir? —preguntó.

—Muy lejos —repuso el guardia.

Joao se dispuso a un largo viaje. «Tengo que mostrarme paciente —pensó—. Sí, tengo que mostrarme tan paciente como una araña en su tela».

Transcurrieron dos, tres, cuatro horas.

Nada discurría bajo el vehículo aéreo, excepto la selva bañada por la luz de la luna, y ésta ya aparecía baja en el horizonte, presta a desaparecer. Aquello era ya el territorio interior de la zona Roja, donde los venenos pulverizados produjeron tan desastrosos resultados. Allí fue donde se descubrieron las primeras mutaciones.

«Goiás. Allí fue enviada Rhin Kelly —pensó Joao—. ¿Estaría todavía por allá?».

La selva, bañada por la plateada luz de la luna, no podía darle respuesta alguna.

Goiás: allí estaba la región salvada para el asalto final, utilizando barreras móviles cuando el círculo fuera lo bastante estrecho.

—¿Cuánto más lejos?

—Pronto.

Joao cargó el depósito de emergencia para cuando la parte frontal quedase separada de la parte trasera del vehículo. Con los reactores de emergencia frontales podría volver al territorio bandeirante.

Miró a través del dosel transparente y oteó el horizonte hasta donde pudo alcanzar con la mirada. ¿Sería otro vehículo iluminado por la luna lo que se apreciaba lejos y hacia la derecha? Así le parecía, aunque no podía estar seguro.

—¿Pronto? —preguntó Joao.

—Adelante —carraspeó la criatura.

El chirrido modulado que surgió de la garganta del indio provocó un escalofrío en la médula de Joao.

—Mi padre…

—Hospital… por padre…, adelante —dijo el indio.

Amanecería pronto, imaginó Joao. Casi se podía apreciar la tenue luminosidad que anunciaba la aurora en el horizonte que se extendía a sus pies. La noche había transcurrido rápidamente. Joao se sentía despierto y alerta, manteniéndose en todo momento consciente de sus actos. No había lugar para la fatiga y el aburrimiento cuando necesitaba registrar cualquier señal visible en la noche y apreciar cuanto le fuera posible respecto a aquellas criaturas que le acompañaban.

¿Cómo podrían coordinarse todas aquellas unidades formadas por insectos separados? Daban la impresión de ser conscientes. ¿Sería cuestión de un mimetismo especial? ¿Qué utilizarían como cerebro?

La aurora puso de relieve la gran planicie del Mato Grosso; una monstruosa caldera hirviente de verde líquido en el borde del mundo. Joao miró por la ventanilla lateral a tiempo de ver la larga sombra del vehículo aéreo pasando sobre un claro de la selva: techos de metal galvanizado, con el verdor de fondo; un sitial abandonado en el Restablecimiento, o tal vez el barracón de una hacienda en la frontera de los cafetales. Aquello probablemente fue un almacén, erigido junto a una corriente de agua, con el terreno circundante mostrando signos de una agricultura de ribera.

Joao conocía aquella región; podía superponer fácilmente sobre ella, con la imaginación, el cuadriculado del mapa de los bandeirantes. Cubría una extensión de cinco grados de latitud por seis de longitud. En otro tiempo fue un lugar de haciendas aisladas, cultivadas por indígenas y negros independientes y también por hacendados blancos encadenados al sistema encomendero de las plantaciones. Los padres de Benito Álvarez procedían de allí. Existían tupidas selvas, estrechos ríos con las orillas cubiertas por lujuriante vegetación, y sabanas enmarañadas de vida por doquier.

Salpicando la parte alta de los ríos, aquí y allá, yacían los restos de presas hidroeléctricas, tiempo ha abandonadas, como la de las cataratas de Pablo Alfonso; todas remplazadas por centrales de energía solar y energía nuclear.

Aquello era el sertao de Goiás: incluso en aquella época permanecía aún primitivo, realidad culpada a los insectos y a las enfermedades. Estaba allí, como última fortaleza de la vida prolífica de los insectos, esperando una tecnología que la situara en el siglo XXI.

Los suministros para el asalto bandeirante llegarían por vía aérea procedentes de Sao Paulo; después, y en antiguos trenes, hasta Itapira y Bahus, y por helicares hasta Registo y Leopoldina, junto al Araguaya.

Cuando se hiciera el trabajo, la gente regresaría de los lugares del Plan de Restablecimiento y de los poblados de cabañas provisionales de las zonas metropolitanas.

El paso por una corriente turbulenta de aire sacudió fuertemente el vehículo aéreo, sacando a Joao de sus pensamientos y forzándole a la aguda consciencia de la situación presente.

Un vistazo al guardián acurrucado a su espalda, le hizo ver que continuaba expectante y sin abandonar la guardia, con la paciencia propia del indio a quien pretendía imitar con tanta perfección. La presencia de aquella cosa tras él hizo que Joao tuviera que combatir una creciente sensación de revulsión y repugnancia.

La realidad pragmática de la brillante estructura mecánica que le envolvía le hizo sentirse en guerra con aquella criatura-insecto. No tenía nada que hacer allí en aquella cabina, volando suavemente sobre una zona donde su especie gobernaba como autoridad suprema.

Joao miró hacia abajo, sobre aquella verde alfombra de los bosques, la zona da mata. Sabía que estaba hirviendo de insectos: gusanos en las raíces, larvas y gorgojos escarbando en la húmeda y negra tierra, escarabajos, avispas de terribles aguijones, moscas sagradas de los todavía florecientes boscajes del culto xango, garrapatas, esfécidas, bracónidas, termitas blancas, serpientes hemípteras, cucarachas, gusanos de la vid, hormigas, pulgones, ácaros, polillas, mosquitos, mariposas exóticas, mántidos e incontables mutaciones antinaturales de todos ellos. Aquello era algo seguro. Sería una lucha costosa, a menos que ya la hubiera perdido.

«No debería razonar de este modo —reflexionó Joao—. Por respeto a mi padre. No, no debo pensar así…, todavía no».

En los mapas de la OEI se mostraba aquella región matizada con variadas intensidades de rojo. Alrededor del rojo existía una franja color de rosa donde una o dos formas de insectos vivientes resistían los venenos utilizados por el hombre, tales como las gelatinas ardientes, astringentes, sonitóxicos —la combinación de couroq llameante y supersónicos que impulsaba a los insectos a salir de sus lugares de confinamiento para dirigirse a una muerte segura— y todas las trampas mecánicas y señuelos con cebo del arsenal bandeirante. Sobre aquella zona se trazaría un mapa cuadriculado, y por cada mil hectáreas se ofrecería una licitación a las bandas independientes para que desinfestasen las respectivas áreas.

«Nosotros los bandeirantes somos una especie de predadores de última instancia —pensó Joao—. No hay que maravillarse de que esas criaturas traten de parecerse a nosotros».

Pero ¿cuán bueno, realmente, resultaba aquel mimetismo? Y… ¿cuán fatal para los predadores? ¿Hasta qué punto se había llegado?

—Ahí —dijo la criatura situada tras él.

La mano multiparte apuntó hacia un declive visible al frente, a la luz grisácea del amanecer. Una espesa neblina junto al declive hablaba a las claras de un río oculto en las proximidades.

«Eso es todo lo que necesito —caviló Joao—. Este sitio podré encontrarlo de nuevo fácilmente».

Pisó con fuerza el disparador para dejar escapar una gran nube de color naranja bajo el helicar y marcar así el sitio en la zona boscosa en un radio superior a un kilómetro en el entorno. Al pisar el disparador de la nube naranja, Joao comenzó la cuenta atrás de los cinco segundos para el encendido de la carga de separación.

La separación automática se produjo con un tremendo estampido, mediante el cual y por reacción acelerada, Joao sabía que aquella criatura quedaría aplastada contra el mamparo. Extendió las alas laterales del cuerpo delantero del helicar, aceleró los reactores y viró fuertemente hacia la izquierda. Entonces comprobó que la parte trasera del vehículo en vuelo, ya separada, descendía suavemente hacia tierra por encima de la nube anaranjada, compensándose la caída por las bombas de impulsión hidrostática.

«Volveré, padre —murmuró Joao—. Serás enterrado entre la familia y los amigos».

Dispuso los controles de la parte delantera y se volvió hacia su guardián.

Un grito ahogado se escapó de sus labios. El mamparo trasero hervía literalmente de insectos arracimados alrededor de algo blanco-amarillento y pulsátil. La camisa manchada de barro y los pantalones estaban destrozados, pero los insectos ya estaban reparándolos, produciendo fibras que se entretejían y pegaban por contacto. Aparecía una especie de bulto que tomaba rápidamente la forma de un esqueleto humano, pero de color oscuro y quitinoso.

Ante sus propios ojos, aquella cosa estaba reestructurándose: millares de insectos actuando entre sí con sus antenas horadando hacia adentro y entretejiéndose un insecto en otro mediante el enlace de sus pequeñas garras.

La flauta que utilizaba como arma no estaba visible, y el bolso de cuero había sido arrojado a un rincón por impulso de los reactores. Pero los ojos de la cosa estaban en su lugar, mirando fijamente a Joao. La boca comenzó rápidamente a conformarse.

Aquel bulto se contrajo y una voz surgió de la boca a medio formar todavía.

—Tienes que escuchar —carraspeó.

Joao pareció atragantarse, se volvió hacia los controles, los dejó libres y situó el helicar en un giro continuo y salvaje.

Un zumbido agudo y repiqueteante sonó tras él. Aquel extraño ruido parecía estremecerle todo su cuerpo. Algo reptaba por su cuello. Lo aplastó con la mano, sintiendo el crujido.

Todo lo que Joao sintió en aquel instante fue la idea de escapar, de huir. Miró frenéticamente al suelo bajo el aparato en vuelo, descubriendo hacia su derecha un claro de la sabana, y en el acto descubrió a otro helicar virando junto al suyo, con la insignia de su propia Irmandade en el costado.

La mancha blanca de la sabana se resolvió en un grupo de tiendas de campaña, con el estandarte de la OEI, naranja y verde, señalizándolas. Más en la distancia la llanura verde se extendía hasta la cercana presencia de un río. Joao se dirigió hacia las tiendas.

Algo le picó en la mejilla. Cosas reptantes le bullían por los cabellos, mordiéndole, aguijoneándole. Pisó los cohetes de frenado y se dirigió hacia un terreno abierto junto a las tiendas. Los insectos habían invadido el cristal del parabrisas. Joao pronunció una plegaria silenciosa, se echó hacia atrás en el asiento y sintió cómo el helicar se arrastraba por el suelo, al tocar tierra, patinando y casi dando tumbos. De un golpe aflojó la cubierta superior, se deshizo de los cinturones de seguridad y se arrojó literalmente fuera del vehículo aéreo dando trompicones por el suelo.

Dio vueltas y más vueltas, con los ojos firmemente cerrados, sintiendo las mordeduras de los insectos sobre todas las partes de su cuerpo expuestas al aire. Unas manos le agarraron y sobre el rostro sintió una rociada gelatinosa que alguien le disparó para protegerle. Inmediatamente, desde varios ángulos, unos rociadores le recubrieron de espuma.

En alguna parte, y a una distancia imprecisa, oyó una voz que sonaba parecida a un grito de Vierho:

—¡Corre! ¡Por aquí! ¡Corre…!

Nuevamente sintióse rociado por un rifle rociador. Una y otra vez. Le rociaron la espalda, y por el olor creyó que le recubrían de un líquido neutralizador.

Una voz gritó excitada junto a él:

—¡Madre de Dios! ¡Fijaos en eso!