3

La noche se transformó en un resplandor blanco-azulado, debido a las luces potentes transportadas por el gran camión de los bandeirantes. Un enorme gentío vestido con atuendos de muchas naciones y variadas regiones del Brasil se dirigía desde el «Achigua» hacia la plaza.

Martinho se dio prisa, llevando a sus hombres hacia el lugar del suceso. Al llegar les abrieron paso, oyéndose frases de reconocimiento.

—Es Joao Martinho y los hombres de sus Irmandades.

—… la Piratininga con Benito Álvarez.

—Joao Martinho…

Una vez en la plaza, un camión blanco de los bandeirantes de Hermosillo dirigió los faros hacia la fuente del centro. Ya se hallaban allí otros camiones y vehículos oficiales. El camión blanco de los Hermosillo era un gran ingenio mecánico debidamente equipado para su labor en las tierras del interior, y recién llegado de su faena, a juzgar por su aspecto. Los brazos mecánicos, laterales y frontales estaban manchados de barro. Se distinguía fácilmente de los otros por esa peculiaridad.

Martinho observó el resplandor de los faros del camión y se adelantó hacia el cordón policial que mantenía a raya a la muchedumbre. Tras él iban sus hombres.

—¿Dónde está Ramón? —preguntó.

Vierho se le acercó para responderle:

—Ramón ha ido con Thomé y con Lon. No veo a ese bicho.

—Mira —indicó Martinho.

La multitud era contenida alrededor de la plaza, a unos cincuenta metros de la fuente central, que arrojaba al aire sus arcos de agua resplandeciente. Frente a la multitud estaba un círculo enlosado, con sus mosaicos decorados con representaciones gráficas de pájaros del Brasil. Dentro del círculo enlosado se elevaba un borde de unos diez centímetros que daba la vuelta completa a otro círculo de veinte metros de diámetro de verde césped, con la fuente en el centro. Entre los mosaicos y la fuente, el césped mostraba unos parches amarillos de hierba chamuscada. Martinho señaló con el dedo aquellos parches, uno por uno.

—Sí, es ácido —murmuró Vierho.

Los proyectores luminosos se centraron repentinamente sobre algo movedizo situado en medio de la fina lluvia del borde de la fuente. Un murmullo sibilante recorrió la multitud como una ráfaga de viento.

—Bien, ahí está —indicó Martinho—. ¿Y ahora querrán creerlo los oficiales de la OEI, tan reacios a todo?

Mientras hablaba, un chorro de líquido burbujeante se arqueó desde aquel pequeño monstruo hacia la fuente y más allá, sobre el césped.

La multitud emitió un susurro de sorpresa.

Martinho se dio cuenta de un rumor creciente a su izquierda, y se volvió para ver a un médico que salía de entre la multitud que circundaba la fuente del centro de la plaza. El médico se volvió hacia la multitud, al otro lado del camión de Hermosillo, elevando sobre su cabeza la cartera de mano.

—¿Quién es el herido? —preguntó Martinho.

—Es Álvarez —repuso un policía a su espalda—. Ha intentado hacerse con esa… cosa, pero lo ha hecho sólo con un rifle rociador y un sencillo escudo. Ese escudo no sirve contra la rapidez del ciervo volador. Le ha dado a Álvarez en el brazo.

Vierho advirtió que Martinho señalaba a la multitud tras el policía. Rhin Kelly y Chen-Lhu cruzaron la fila de los mirones, quienes les cedieron el paso al reconocer la insignia de la OEI.

—Señor Martinho —dijo Rhin haciendo una seña con la mano—, ¡esa cosa es imposible! Tiene por lo menos setenta y cinco centímetros de largo. Debe de pesar tres o cuatro kilos.

—¿No lo cree viéndolo con sus propios ojos? —preguntó Vierho.

—Déjenos pasar, por favor —rogó Chen-Lhu al policía que había descrito el daño sufrido por Álvarez.

—¿Eh? ¡Ah, oh, sí!

Y se abrió el cinturón policial.

Chen-Lhu se detuvo junto al jefe bandeirante, miró a Rhin y después a Martinho.

—Yo tampoco lo creo. Daría cualquier cosa por echarle las manos encima a esa cosa.

—¿No lo cree? —preguntó Martinho.

—Creo que se trata de una especie de autómata. ¿No le parece, Rhin?

—Tiene que ser algo así.

—¿Cuánto apostaría usted? —preguntó Martinho.

—Diez mil cruceiros.

—Por favor, mantenga a buen recaudo a la encantadora doctora Kelly —indicó Martinho—. ¿Dónde paran Ramón y el camión de las Irmandades? —preguntó a Vierho—. Vamos, encuéntralos. Quiero nuestro escudo de magnaglass y un rifle rociador modificado.

—En seguida, jefe.

—Vamos, de prisa. Ah, sí…, y trae también una botella grande para muestras.

Vierho suspiró y se dispuso a obedecer.

—¿Qué dice usted que es esa cosa? —preguntó Chen-Lhu.

—No tengo que decirlo.

—¿Quiere dar a entender que es una de esas cosas que nadie, excepto los bandeirantes, parece ver en las tierras del interior?

—No niego lo que veo con mis propios ojos.

—¿Por qué será que nosotros no vemos nunca tales especímenes? Eso es algo que me pregunto con frecuencia…

Martinho tragó saliva en un esfuerzo para no estallar de cólera. ¡Valiente tipo estúpido, allí en la seguridad que le daba la zona Verde! Ponía en duda lo que los bandeirantes conocían como hechos reales.

—¿No le parece una pregunta interesante? —insistió Chen-Lhu.

—Ya hemos tenido bastante suerte con escapar con vida —masculló irritado Martinho.

—Cualquier entomólogo le diría que tal estructura viviente es una imposibilidad física —dijo Rhin.

—El material no soportaría semejante estructura a través de tal suerte de actividad —opinó Chen-Lhu.

—Sí, ya veo que los entomólogos necesitan mostrarse correctos —apostilló Martinho.

Rhin le miró fijamente. Aquel colérico cinismo la sorprendió. Martinho atacaba sin quedarse a la defensiva. Actuaba como un hombre que creía en aquella imposibilidad de la fuente y que realmente era un insecto gigante. Pero en el cabaret había argumentado de forma opuesta.

—Ha visto muchas cosas en la selva, ¿eh? —dijo Chen-Lhu.

—¿No se ha fijado en la cicatriz que Vierho tiene en la mejilla?

—¿Y qué prueba una cicatriz?

—Hemos visto… lo que hemos visto.

—¡Pero un insecto no puede tener ese tamaño! —protestó Rhin.

Y la joven volvió su atención a la oscura criatura, que se movía en una fantástica danza por el borde de la fuente, detrás de la cortina de agua.

—Así se me ha informado —repuso Martinho. Imaginó entonces los informes llegados de Serra dos Pareéis. Mántidos de tres metros de altura… Ya conocían la opinión existente en contra. Rhin y todos los entomólogos querían defender su postura. Los insectos no podían producir estructuras vivientes de semejante tamaño. ¿Era posible que aquellas cosas fueran unos autómatas? ¿Quién construiría tales cosas? ¿Y por qué?

—Debe de tratarse de una simulación mecánica de alguna especie —opinó Rhin.

—Pero el ácido que arrojan es auténtico —dijo Chen-Lhu—. Mira los parches amarillos de la hierba.

Martinho recordó entonces que su propio entrenamiento básico estaba de acuerdo con las opiniones de Rhin y de Chen-Lhu. Incluso había negado frente a Vierho la existencia de los mántidos gigantes. Sabía en qué forma los rumores habían formado ya una montaña. En aquellos días en las zonas Rojas quedaba muy poca gente, aparte de los bandeirantes. El plan de Restablecimiento fue de lo más eficiente. Tampoco podía negarse que muchos bandeirantes eran analfabetos, hombres supersticiosos atraídos sólo por la aventura y el dinero. Martinho meneó la cabeza. Se hallaba presente, allá en el Goiás, el día en que Vierho sufrió la quemadura del ácido. Había visto…, lo que había visto. Y ahora, la criatura de la fuente.

El rugido sibilante de los motores le despertó de sus especulaciones mentales. El sonido crecía cada vez con mayor intensidad. Ramón colocó el camión de las Irmandades en posición, detrás del vehículo de los Hermosillo. Se abrieron las puertas traseras y Vierho saltó.

—Jefe, ¿por qué no usamos el camión? Ramón podría colocarlo casi encima y…

Martinho le indicó que callase, y se dirigió a Chen-Lhu.

—El camión no tiene suficiente capacidad de maniobra. Ya vio la rapidez que tiene esa cosa.

—Todavía no nos ha dicho lo que es.

—Lo diré cuando lo tenga encerrado en una botella de muestras —repuso Martinho.

Vierho se le aproximó, comentando:

—Pero el camión podría darnos…

—¡No! El doctor Chen-Lhu desea un ejemplar completo y vivo. Traed varias bombas de espuma. Lo atraparemos con nuestras propias manos.

Vierho suspiró, se encogió de hombros y volvió a la parte trasera del camión, hablando brevemente con alguien del interior. Un bandeirante empezó a entregar el equipo solicitado.

Martinho se dirigió a un policía de los que acordonaban a la multitud.

—¿Podría usted difundir un mensaje a todos los vehículos que tenemos enfrente?

—Por supuesto, señor.

—Quiero que apaguen las luces. No quiero quedar deslumbrado por sus faros. ¿Comprende?

—Lo harán inmediatamente, señor.

Se volvió y comunicó la orden a los oficiales de policía.

Martinho se dirigió a la parte trasera del vehículo, tomó un rifle rociador, examinó el cilindro de la carga, lo extrajo y tomó otro. Cargó el arma y comprobó su puesta a punto.

—Vamos, tened a mano la botella de muestras hasta que inmovilicemos… esa cosa. Ya la pediré.

Vierho sacó un escudo dotado de una pantalla de dos centímetros de espesor y resistente al ácido, fabricada con magnaglass y montada sobre un aparato móvil manual de dos ruedas. Una abertura frontal permitía el uso del rifle.

Un bandeirante entregó dos trajes protectores de fibra de vidrio, igualmente resistentes al ácido. Martinho se enfundó uno de ellos y comprobó los cierres. Vierho se colocó el otro.

—Podría utilizar a Thomé —dijo Martinho.

—No tiene mucha experiencia, jefe.

Martinho aprobó con un gesto y comenzó a examinar las bombas de espuma y el equipo auxiliar. Colocó varias cargas de repuesto en fila sobre el escudo.

Todo se produjo en silencio y con rapidez, producto de la experiencia. La multitud expectante que les rodeaba, tras el camión, adoptó el mismo silencio. Sólo se escuchaba el suave murmullo de las conversaciones.

—Está todavía ahí en la fuente, jefe —informó Vierho.

Tomó el control del escudo y se dirigió al enlosado de mosaicos. La rueda derecha se detuvo en el dibujo del cuello de un cóndor del mosaico dibujado en las losas. Martinho puso el rifle en la abertura.

—Sería mucho más fácil si sólo hubiera que matarlo.

—Esos bichos son más rápidos que el diablo —dijo Vierho—. Esto no me gusta, jefe. Si ese bicho rodea el escudo… —Y señaló a la manga del traje protector—. Esto es como intentar detener la corriente con una tela metálica.

—Procura que no se escurra tras el escudo.

—Lo haré lo mejor que pueda, jefe.

Martinho estudió a aquella fantástica criatura tras la cortina de agua de la fuente.

—Alcánzame una linterna potente. Puede que se deslumbre. Vierho dejó el escudo y volvió al camión. Regresó en seguida con una linterna colgando de su cinturón.

—Vamos —ordenó Martinho.

Vierho activó los motores del escudo rodante, surgiendo del aparato un zumbido sordo. Lo dirigió hacia delante y pasó por encima del borde circular y hacia el césped.

Un chorro de ácido salió disparado de aquella criatura, formando un arco sobre la fuente, y quedó aplastado sobre la hierba a diez metros frente a ellos. Un humo aceitoso y blanquecino surgió del césped achicharrado y pronto quedó desvanecido por la brisa nocturna. Martinho se fijó en la dirección de la brisa, y dispuso el escudo teniendo en cuenta aquel factor. Al momento surgió otro chorro de ácido, que cayó más o menos a la misma distancia.

—Nos quiere decir algo, jefe —bromeó Vierho. Se fueron aproximando lentamente al pequeño monstruo, cruzando uno de los parches amarillentos de la hierba.

De nuevo volvió a surgir el chorro de ácido desde el borde de la fuente. El ácido quedó aplastado sobre la hierba y esta vez un olor picante y terrible les invadió.

Un murmullo sordo y prolongado surgió de la muchedumbre que rodeaba la plaza.

—Esa gente está loca manteniéndose tan cerca —observó Vierho—. Si ese bicho acometiera…

—Alguien lo mataría de un buen balazo —dijo Martinho—. Y adiós al ciervo volante.

—Y adiós la muestra del doctor Chen-Lhu. Adiós también a los diez mil cruceiros… —concluyó Vierho.

—Sí —dijo Martinho—. No olvidemos el porqué corremos este riesgo.

—Espero que no creas que hago todo esto por amor al arte —observó Vierho.

Y mientras, adelantó el escudo otro metro.

En los lugares donde había caído el ácido se formó una zona humeante.

—¡Ataca el magnaglass! —exclamó Vierho con asombro.

—Huele como a ácido oxálico —explicó Martinho—. Sin embargo, quizá sea más fuerte. Ahora despacio. Quiero asegurarme un buen disparo.

—¿Por qué no lo intentas con la bomba de espuma?

—Pero ¿cómo se te ocurre…?

—Ah, sí, claro, el agua.

La criatura comenzó a deslizarse hacia la derecha a lo largo de la fuente. Vierho cubrió con el escudo aquel nuevo ángulo de ataque. El bicho se detuvo y volvió sobre sus pasos.

—Espera un momento —ordenó Martinho.

Y a través del cristal estudió la cosa.

Visible en el borde de la fuente, aquella fantástica criatura se mecía de delante atrás. Se parecía al ciervo volador de igual forma que una caricatura del mismo. Su cuerpo seccionado se apoyaba en unas patas con nervaduras hacia el exterior, para terminar en unos fuertes pelos adhesivos. Las hirsutas antenas de la cabeza brillaban mojadas en los extremos.

De repente hizo surgir una trompa tubular que disparó un chorro de ácido directamente al escudo.

Martinho se encogió involuntariamente.

—Tenemos que acercarnos más. No debemos darle tiempo a que se recobre cuando le dispare.

—¿Con qué cargaste el rifle, jefe?

—Con nuestra mezcla especial de azufre diluido y sublimado corrosivo, en un cargador airecoagulante. Quiero inmovilizarle las patas.

—Algo para taparle la trompa es lo que nos haría falta —indicó Vierho.

—Vamos, viejo canoso…

Vierho se dio prisa para avanzar el escudo, cruzando el humo producido por el ácido.

Aquel ciervo volante gigantesco se movió de un lado a otro; luego se lanzó hacia la derecha siguiendo el borde de la fuente. De repente lanzó hacia ellos otro arco de ácido. Aquel líquido brilló bajo la luz de los focos. Vierho apenas si tuvo tiempo de situar el escudo en posición de ataque.

—Por la sangre de diez mil santos… —murmuró Vierho—. No me gusta acercarme tanto a ese bicho, jefe. No somos toreros.

—No es un toro, hermano, no tiene cuernos.

—Creo que preferiría que los tuviera.

—No perdamos tiempo, Vierho. Acerquémonos más, ¿eh?

Vierho aproximó el escudo protector hasta unos dos metros de la criatura.

—¡Dispara, jefe!

—Le dispararé una sola vez —explicó Martinho—. No debo estropear ese ejemplar. El doctor desea uno completo.

Y en su interior se dijo que también él lo deseaba. Apuntó el rifle contra el pequeño monstruo, pero éste brincó hacia el césped, de espaldas a la fuente. Un grito se escapó de la multitud. Martinho y Vierho se acurrucaron, observando cómo su presa danzaba hacia delante y hacia atrás.

—¿Por qué no se quedará quieto por un momento? —dijo Martinho apretando los dientes.

—Jefe, si eso pasa bajo el escudo, estamos fritos. ¿Por qué esperas? Vamos, cárgatelo.

—Tengo que estar seguro.

Fue siguiendo con el rifle los movimientos laterales y de atrás hacia delante del bicho, convertido ahora en un monstruoso insecto danzante. Procuraba desplazarse hacia la derecha. De repente se volvió y comenzó a correr alrededor del borde de la fuente, pero hacia la izquierda, parapetado tras la cortina de agua, pero los focos seguían su desplazamiento, pudiéndosele ver todavía allí.

Martinho comenzó a imaginar que aquella cosa maniobraba con el claro propósito de inducirles a que se situaran en alguna posición especial. Levantó el casco del traje protector y se limpió la frente sudorosa. La noche era cálida, y en la proximidad de la fuente existía una húmeda neblina mezclada con el fuerte olor químico del ácido.

—Vamos a tener problemas —dijo Vierho—. Si sigue tras la fuente, ¿cómo diablos vamos a echarle mano?

—Ordenaré que venga otro equipo. No resistirá al ataque de dos equipos a la vez.

Con el escudo de costado, Vierho comenzó a maniobrar alrededor de la fuente.

—Sigo opinando que deberíamos utilizar el camión —sugirió Vierho.

—Es demasiado grande y pesado. Además, el camión asustaría al bicho y éste podría lanzarse entre la multitud. De esta forma creerá que sólo nos tiene a nosotros como enemigos.

El gigantesco insecto aprovechó aquel momento para lanzarse hacia ellos, detenerse y arrastrarse de nuevo hacia atrás. La trompa apuntaba al escudo, que ofrecía un buen blanco. La cortina de agua se interponía entre los atacantes y el bicho, impidiendo que Martinho efectuase un disparo eficaz.

—La brisa sopla a nuestras espaldas, jefe —informó Vierho.

—Sí, ya lo sé. Esperemos que esa cosa no dispare sobre nuestras cabezas. El viento haría que el ácido nos cayera en la espalda.

El pequeño monstruo se retiró a una zona en que la estructura superior de la fuente le cubría de los focos.

—Jefe, presiento que eso no va a quedarse ahí mucho tiempo.

—Sujeta firme el escudo —ordenó Martinho—. Deberíamos dejar la plaza. Si se le ocurre lanzarse hacia la muchedumbre, puede herir a más de uno. Utiliza la linterna y deslúmbrale. Si consigues que se desplace hacia la derecha, intentaré dispararle. ¿Tienes alguna idea mejor?

—Al menos intentemos atraerle hasta aquí. No estarías tan cerca y…

Todavía en la sombra, el insecto se apartó de la fuente y se dirigió hacia el césped. Vierho le apuntó con la linterna, bañando a aquella criatura con un resplandor blanco azulado.

—¡Oh, Dios! Jefe, ¡dispara!

Martinho dispuso el rifle para disparar eficazmente, pero la ranura del escudo se lo impidió. Soltó una maldición y echó mano de los controles, pero antes de que pudiera cambiar de posición el escudo, una sección del césped se levantó tras el insecto, a pleno resplandor de la linterna y los proyectores.

Una forma negruzca, que parecía tener tres cuernos en la cabeza, surgió parcialmente del agujero, emitiendo un extraño rugido.

El insecto se lanzó rápidamente al agujero y desapareció en él.

Los gritos de la multitud, mezcla de rabia, temor y excitación, llenaban la gran plaza. En medio de aquellos ruidos Martinho pudo escuchar a Vierho rezando en voz baja:

—Santa María, Madre de Dios…

Martinho intentó empujar el escudo hacia el agujero por donde había desaparecido el monstruoso insecto, pero se lo impidió la maniobra contraria e instintiva de Vierho que le retenía. El escudo se retorció sobre sus ruedas, exponiéndoles a la forma negra aparecida en el sumidero y que todavía sobresalía casi medio metro sobre el césped. Martinho pudo ver claramente, a la luz de los focos, que aquella cosa gigantesca se parecía a un ciervo volante más grande que un hombre y con tres cuernos en la cabeza.

Desesperadamente, Martinho sacó el rifle de la ranura del escudo y lo apuntó hacia el monstruo cornudo. Descargó toda la carga sobre la monstruosa criatura allí presente. La mistura venenosa del butilo cayó sobre ella, envolviéndola por completo.

Distorsionada su estructura por la mezcla recibida, el monstruo cornudo vaciló. Después se alzó del agujero y emitió un rugido áspero que se oyó claramente por toda la plaza. La muchedumbre guardó un completo silencio al sobresalir en toda su altura el extraño monstruo, de torso queratinoso como un enorme escarabajo, brillando y mostrando unos colores verdes y negros, y que cuando menos resultaba tan alto como un hombre.

Martinho escuchó un ruido succionante y extraño, semejante al sonido de los surtidores de la fuente con los que parecía competir.

Cuidadosamente, apuntó con el rifle a aquella cabeza cornuda y le vació otra descarga completa. Aquella criatura pareció disolverse hacia atrás, en el agujero, con sus fantásticas extremidades luchando contra el veneno recibido.

—Jefe, larguémonos de aquí cuanto antes —suplicó Vierho—. Por favor, jefe. —Y con el escudo comenzó a forzar a Martinho a que retrocediera.

Martinho introdujo otra carga en el rifle rociador y se hizo con una bomba de espuma. Se sintió vacío de toda emoción, excepto de la idea de matar a aquel monstruo. Pero antes de que pudiera mover la mano para lanzar la bomba de espuma, notó que algo se cernía sobre el escudo, y miró hacia arriba. Procedente de aquella negra criatura enterrada en el agujero, salía un compacto chorro de líquido que caía sobre el escudo.

—¡Corre! —urgió Vierho.

Arrastrando el escudo, recularon hasta quedar fuera de su alcance. Martinho miró hacia atrás. Sintió a Vierho temblando tras él. Aquella cosa negra del agujero iba hundiéndose lentamente. Era lo más amenazador con que Martinho se enfrentara en toda su vida. Los feroces movimientos del bicho cornudo indicaban el deseo de volver al ataque, aunque al final desapareció de la vista, y la sección del césped que se había levantado se cerró tras él.

Como si aquello fuese una señal, la multitud se desató en un griterío, y Martinho, aun sin poder oír bien las palabras, advirtió que un sentimiento general de miedo llenaba el ambiente.

Se echó hacia atrás el casco protector y escuchó palabras sueltas y alguna frase entera: «¡Es como un escarabajo monstruoso!». «¿Has oído lo que dicen en el puerto?». «¡Podría quedar infectada toda la región!», «… en el convento de Monte Ochoa… el orfanato…».

Pero la pregunta dominante en toda la plaza era la de: «¿Qué era? ¿Qué era eso? Dime, por favor, ¿qué era?».

Martinho sintió a alguien a su derecha. Salió del escudo y vio a Chen-Lhu mirando fijamente el lugar donde había desaparecido aquella cosa en forma de escarabajo. Ni el menor signo de Rhin Kelly.

—Bien, Johnny. ¿Qué era eso?

—Tenía el aspecto de un gigantesco ciervo volante —repuso Martinho, sorprendiéndose él mismo del tono calmoso de su voz.

—Era casi tan alto como un hombre —murmuraba Vierho—. Jefe…, esas historias de Serra dos Pareéis…

—He oído a la gente hablar de Monte Ochoa, de la zona marítima y algo de un orfanato —dijo entonces Martinho—. ¿Qué sabe usted de todo eso?

—Rhin fue a investigar —repuso Chen-Lhu—. Hay informes preocupantes. He ordenado que la gente se marche a sus hogares.

—¿Cuáles son esos informes preocupantes?

—Parece ser que se ha producido una especie de tragedia en la zona marítima, y nuevamente en el convento de Monte Ochoa y en el orfanato.

—¿Qué clase de tragedia?

—Eso es lo que Rhin Kelly está investigando.

—Ya lo vio usted ahí en el césped —dijo Martinho—. ¿Creerá ahora los informes que le hemos estado mandando durante meses?

—He visto un autómata lanzador de ácido y a un hombre vestido de ciervo volante —repuso Chen-Lhu—. Tengo curiosidad por saber si usted formaba parte de ese fraude.

Vierho masculló una sorda maldición.

Martinho tuvo que contenerse para no estallar en cólera.

—Pues a mí no me parecía ningún hombre disfrazado.

Y meneó la cabeza. No quería que la agitación le obnubilase la mente. «Los insectos no podían tener semejante tamaño. Las fuerzas de la gravedad…». Nuevamente meneó la cabeza. «Entonces, ¿qué era aquello?».

—Cuando menos deberíamos conseguir muestras del ácido arrojado sobre el césped —sugirió Martinho—. Y que se investigue ese agujero.

—He mandado a por nuestra Sección de Seguridad —dijo Chen-Lhu.

Se volvió, pensando en cómo redactaría el informe que debería enviar a sus superiores de la OEI, y también el informe para su propio Gobierno.

—¿Vio usted cómo pareció disolverse hacia el agujero cuando le alcancé con el rociador? —preguntó Martinho—. Ese veneno es sumamente doloroso, doctor. Sin duda un hombre habría gritado.

—Un hombre enfundado en ropas protectoras —repuso Chen-Lhu, sin volverse. Pero comenzó a pensar en Martinho. Parecía genuinamente perplejo. No importaba. Todo aquel incidente iba a resultar muy útil, según vio Chen-Lhu entonces.

—Pero regresó al agujero —opinó Vierho—. Usted pudo verlo. Volvió.

A sus oídos llegó un violento rumor procedente de las personas obligadas a despejar la gran plaza. Pasó junto a ellos como algo que lleva el viento. Martinho se volvió, fijándose en la multitud.

—Vierho —ordenó.

—Sí, jefe…

—Tráete las carabinas de proyectil explosivo del camión.

—En seguida, jefe.

Vierho se dirigió de prisa hacia el camión de los bandeirantes, rodeado por algunos de ellos y ahora situado en una zona abierta de la plaza. Martinho reconoció a algunos de los hombres; los de Álvarez estaban en mayor número, pero también se veían bandeirantes de Hermosillo y Junitza.

—¿Qué pretende hacer con esos proyectiles explosivos? —preguntó Chen-Lhu.

—Voy a echar un vistazo dentro de ese agujero.

—Mis hombres de la Seguridad pronto estarán aquí. Esperaremos a que vengan.

—Voy a entrar ahora.

—Martinho, le estoy diciendo que…

—Usted no pertenece al Gobierno de Brasil, doctor. Tengo autoridad de mi Gobierno para una tarea específica. Y esa tarea tengo que llevarla a cabo allí donde…

—Martinho, si destroza usted esa evidencia…

—Doctor, usted no estaba aquí encarándose con esa cosa. Estaba bien seguro allá lejos mientras yo me ganaba el derecho a mirar en ese agujero.

El rostro de Chen-Lhu se puso lívido de cólera, pero hizo un esfuerzo para controlar su voz. Lo pensó bien y dijo:

—Bien, entonces iré ahora con usted.

—Como guste.

Martinho miró por toda la plaza. Estaban sacando las carabinas por la parte trasera del camión. Vierho las comprobaba y luego las depositaba sobre el césped. Un negro alto y barbudo, con un brazo en cabestrillo, estaba junto a Vierho. El negro vestía el uniforme de simple bandeirante con el emblema dorado del rociador en el hombro izquierdo. Sus facciones estaban alteradas por el dolor.

—Allí está Álvarez —dijo Chen-Lhu.

—Sí, ya le he visto.

Chen-Lhu miró a Martinho, adoptó una sonrisa sibilina y adaptó el tono de su voz a su expresión.

—Johnny…, no luchemos entre nosotros. Usted sabe por qué la OEI me ha enviado al Brasil.

—Lo sé. China ya ha llevado a término la operación de sus insectos. Y ello gracias a usted.

—Ya no nos queda ninguno, excepto las abejas mutadas. Johnny, ya no queda ni una simple criatura que pueda extender las enfermedades, ni que se coma el alimento destinado a los seres humanos.

—Ya lo sé, doctor. Y usted se encuentra aquí para facilitar nuestro trabajo.

Chen-Lhu frunció el ceño ante la paciente incredulidad de Martinho.

—Exactamente, Johnny.

—Entonces, ¿por qué no deja a nuestros observadores o a los de las Naciones Unidas que vayan y lo vean por sí mismos?

—¡Johnny! Debe usted saber cuánto tiempo ha sufrido mi país bajo los imperialistas. Algunas de sus gentes creen que el peligro aún sigue allí. Y envían espías por todas partes.

—Pero usted es un hombre de mundo, más comprensivo, ¿no es cierto, doctor?

—¡Por supuesto! Mi bisabuela era inglesa, una de los Travis-Hungtinton. En la familia tenemos una tradición de amplia mentalidad comprensiva.

—Pues es una maravilla que su país confíe en usted. Usted en parte es un imperialista blanco. —Saludó a Álvarez cuando el negro se encontró frente a él—. Hola, Benito. Lamento lo de tu brazo.

—Hola, Johnny. —La voz de Álvarez resultaba grave y vacilante—. Dios me protegió. Me recobraré de ésta. —Miró de reojo las carabinas en manos de Vierho y se dirigió a Martinho—: He oído al padre pidiendo las carabinas de proyectil explosivo. Sólo las pedirías por una razón…

—Voy a echar un vistazo a ese agujero, Benito.

Álvarez se volvió hacia el chino, saludándole con una ligera inclinación.

—¿No tiene usted objeciones que hacer, doctor?

—Sí las tengo, pero carezco de autoridad —repuso Chen-Lhu—. ¿Es grave lo de su brazo? Pueden asistirle mis médicos.

—El brazo se recobrará. Gracias.

—Lo que quiere saber es si tu brazo está realmente herido de cuidado —le dijo Martinho.

Chen-Lhu dirigió una mirada de sorpresa a Martinho, que enmascaró rápidamente. Vierho alargó a su jefe una de las carabinas.

—Jefe, ¿tenemos que hacer esto?

—¿Por qué el buen doctor pone en duda que mi brazo estuviera herido? —preguntó Álvarez.

—Bueno, ha oído ciertas historias —repuso Martinho.

—¿Qué historias?

—Pues de que nosotros, los bandeirantes, no queremos ver culminada la obra; que estamos reinfestando la zona Verde y de que estamos engendrando y produciendo nuevos insectos en laboratorios secretos.

—¡Valiente porquería! —masculló Álvarez.

—¿Y qué bandeirantes se supone que lo están haciendo? —preguntó Vierho. Irritado, miró de reojo a Chen-Lhu, echando mano a la carabina como dispuesto a usarla contra el oficial directivo de la OEI.

—Tranquilo, padre —dijo Álvarez—. Esas historias no significan nada. Hablan en anónimo…, nunca dan nombres.

Martinho miró hacia el césped de la plaza, por donde había desaparecido el monstruo. Notó una sensación extraña en el ambiente, como si estuviese cargado de amenazas y de histeria. Lo más singular que percibía en su entorno era la renuencia a emprender la acción. Como la calma que sigue a una furiosa batalla en la guerra.

«Bien, esto es una especie de guerra», pensó Martinho.

Ya llevaban ocho años inmersos en aquella guerra en el Brasil. A los chinos les había costado veintidós, pero decían haberla resuelto en diez. La idea de que aún tuvieran que estar combatiendo catorce años más amenazó momentáneamente a Martinho, sobrecogiéndole el ánimo. Sentía una espantosa fatiga.

—Debe admitir que suceden cosas muy extrañas —le dijo Chen-Lhu.

—De eso no hay duda —repuso Álvarez.

—¿Por qué nadie sospecha de los carsonitas? —preguntó Vierho.

—Es una buena pregunta, padre —dijo Álvarez—. Esos carsonitas cuentan con el apoyo de las grandes naciones, como Estados Unidos, Canadá y la Europa Comunitaria.

—Sí, naciones que nunca han tenido problemas con los insectos —comentó Vierho.

Sorprendentemente, fue Chen-Lhu quien protestó.

—No —dijo—, a esas naciones les importa un bledo. Solo que se sienten felices viéndonos ocupados en esta lucha.

Martinho aprobó con un gesto. Sí, aquello era lo que habían opinado también sus compañeros en los días de estudiante en Norteamérica. No les preocupaba en absoluto.

—Bien, voy a ese agujero a mirar lo que pasa por ahí —dijo Martinho decididamente.

—Voy contigo, Johnny —dijo Álvarez tomando una carabina y colgándosela del hombro bueno.

Martinho miró a Vierho, observó la expresión de alivio en el rostro del veterano padre y se dirigió a Álvarez:

—¿Y tu brazo?

—Todavía me queda otro en buen estado. ¿Qué más necesito?

—Doctor, quédese cerca, detrás de nosotros —ordenó Martinho.

—Los hombres de mi Servicio de Seguridad acaban de llegar —dijo Chen-Lhu—. Esperen un momento y cercaremos la plaza. Les diré que utilicen los escudos protectores.

—Es prudente hacerlo, Johnny —sugirió Álvarez.

—Iremos despacio —dijo Martinho—. Padre, vuelve al camión y dile a Ramón que lo acerque al agujero. Y que el camión de los Hermosillo ayude con sus faros.

—En seguida, jefe.

Vierho se dirigió a cumplimentar la orden de Martinho.

—¿No molestará a nadie? —preguntó Chen-Lhu.

—Estamos tan ansiosos como usted por descubrir de que se trata —dijo Álvarez.

—Vamos —dispuso Martinho.

Chen-Lhu se dirigió adonde estaba el camión de la OEI, abriéndose paso por una calle lateral. Daba la impresión de que el gentío se resistía a despejar la plaza.

Álvarez hizo funcionar los controles del escudo protector y se dirigió hacia el lugar por donde había desaparecido el monstruo.

—Johnny —susurró Álvarez a Martinho—. ¿Por qué el doctor no sospecha de los carsonitas?

—Tiene un sistema de espionaje tan bueno como puede haberlo en cualquier parte del mundo. Tiene que estar bien informado —repuso Martinho. Y mantuvo la vista pendiente del misterioso cuadrado de césped junto a la fuente.

—Pero…, ¿qué mejor forma de sabotearnos que desacreditar a los bandeirantes?

—Cierto, pero no creo que Travis-Hungtinton Chen-Lhu cometa tal error.

Y a renglón seguido, pensó: «Es extraña la forma en que ese trozo de césped atrae y repele al mismo tiempo».

—Tú y yo fuimos rivales muchas veces en grandes problemas, Johnny, pero tal vez estamos olvidando que tenemos un enemigo común.

—¿Quieres citar el nombre de ese enemigo?

—Es el enemigo que hay en la selva, en la hierba de las sabanas y bajo el suelo. A los chinos les llevó veintidós años…

—¿Sospechas de ellos? —dijo Martinho, mirando a su compañero y notando la expresión atenta en el rostro de Álvarez—. No nos dejarán examinar sus resultados.

—Los chinos están locos. Prefirieron eso antes que enfrentarse con el mundo occidental, y éste les confirmó su enfermedad. No creo que puedas sospechar de los chinos.

—Yo sospecho de todo el mundo —afirmó Martinho. Martinho se sorprendió del tono de su voz al pronunciar tales palabras. Era cierto: sospechaba de todos, incluso de Benito, allí presente, de Chen-Lhu… y de la misma encantadora Rhin Kelly.

—Pienso con frecuencia en los antiguos insecticidas y de cómo los insectos crecen con más fuerza, a despecho del veneno para los insectos, o puede que precisamente por esa misma causa.

Un ruido a sus espaldas atrajo la atención de Martinho. Puso una mano sobre el brazo de Álvarez, detuvo el escudo y se volvió. Era Vierho seguido por una carretilla con abundante y diverso material. Se apreciaba una gran barra para servirse de ella como palanca, otros útiles y cajas de explosivos.

—Pensé que necesitarías todo esto, jefe —le dijo Vierho.

—Quédate cerca, pero detrás, y fuera de su alcance, ¿está claro? —repuso Martinho, sintiendo un cálido afecto por el padre.

—Por supuesto, jefe. ¿No lo hago siempre? —Entregó el capuchón protector a Álvarez—. Te lo he traído, jefe Álvarez, para que no vuelvas a herirte.

—Gracias, padre, pero prefiero la libertad de movimientos. Además, este viejo cuerpo mío tiene tantas cicatrices, que otra más tendría poca importancia.

Martinho miró a su alrededor y comprobó que varios escudos se movían avanzando sobre la hierba.

—Pronto. Tenemos que ser los primeros.

Álvarez maniobró el escudo y de nuevo se dirigieron hacia la fuente. Vierho se aproximó a su jefe y le dijo en voz baja:

—Jefe, corren ciertas noticias entre los del camión. Se dice que unos bichos se comen los pilones bajo un almacén del puerto. El almacén se ha hundido. Dicen que ha habido muertos. La gente está alarmada…

—Chen-Lhu dijo algo de eso.

—¿No es aquí? —preguntó Álvarez al hallarse en las cercanías de donde el monstruo había surgido y escondido nuevamente.

—Sí, detén el escudo —dijo Martinho. Se fijó cuidadosamente en el césped, buscando el lugar en su relación con la fuente y la hierba marcada por la pasada anterior del escudo—. Aquí es —confirmó. Entregó la carabina a Vierho y le pidió—: Dame esa barra y una carga explosiva.

Vierho le entregó una pequeña caja de plástico explosivo con detonador, la clase de carga que se utilizaba en las zonas Rojas para destruir los nidos de insectos.

—Vierho, cúbreme desde ahí. Benito, ¿puedes manejar una linterna?

—Por supuesto, Johnny.

—Jefe, ¿no vas a utilizar el escudo?

—No hay tiempo para eso.

Y salió fuera del dispositivo protector antes de que Vierho tuviera ocasión de responder. El haz luminoso exploró el terreno frente a Martinho. Se inclinó y colocó la punta de la barra en la sección que se había levantado anteriormente, y empujó con fuerza, escarbando. Entonces, algo como una fuerte descarga eléctrica atacó a Martinho.

—Padre, aquí… —Vierho se acercó con la carabina—. Ahí…, en el suelo…, en la punta de la barra.

Vierho apuntó y disparó dos veces.

Un ruido violento surgió bajo la tierra, delante de ellos. Algo se había aplastado allí. Vierho disparó de nuevo. Las balas explosivas parecían estallar bajo sus pies.

Se hizo patente un furioso ruido como si debajo existiera un vivero de peces que se alimentaran de la superficie.

Después se hizo el silencio.

Una serie de proyectores iluminaban el terreno ante él. Martinho vio una fila de escudos a su alrededor. Eran los de la OEI y de los bandeirantes en uniforme.

Nuevamente enfocó su atención sobre el trozo de césped.

—Padre, voy a levantar esa tapa.

—De acuerdo, jefe.

Martinho puso un pie bajo la barra, haciendo cuña, y se adelantó hacia el otro extremo. La tapa de aquella trampa se elevó lentamente. Parecía estar sellada con una mezcla gomosa que se distendía en filamentos. Una bocanada de azufre y sublimado corrosivo sugirió a Martinho lo que debía de ser aquella mezcla: el butilo disparado con el rifle rociador. De pronto, la trampa cedió y quedó abierta la embocadura del agujero. Las linternas se acercaron a Martinho, apuntando hacia abajo para mostrar un líquido negruzco y aceitoso. Tenía el olor típico del río.

—Han venido desde el río —comentó Álvarez.

—Esos farsantes parecen haber escapado. Muy apropiado —dijo Chen-Lhu, que se había acercado a Martinho. En aquel momento pensó que había acertado al darle a Rhin las órdenes precisas. Tenía que adentrarse en la organización de los bandeirantes. Allí estaba el enemigo: aquel líder bandeirante, educado entre los yanquis imperialistas. Martinho era uno de los que intentaban destrozar a los chinos; era la única explicación.

Martinho ignoró la indirecta de Chen-Lhu; estaba demasiado preocupado incluso para irritarse contra aquel lunático. Se puso en pie y miró a su alrededor por toda la plaza. El aire parecía impregnado de una calma chicha, como si todo el firmamento esperara una calamidad. Algunos mirones permanecían más allá de la línea de seguridad establecida por la policía, seguramente ciertos oficiales privilegiados; pero la multitud se había dispersado por las calles adyacentes.

Procedente de la gran avenida de la izquierda, un pequeño vehículo de color rojo apareció en dirección a la plaza. Las ventanillas resplandecían bajo el efecto de las luces. Los tres faros delanteros centelleaban intermitentemente para sortear a las personas y a los vehículos. Los guardias abrieron paso. Al aproximarse, Martinho reconoció el emblema de la OEI en el costado. El vehículo frenó bruscamente al llegar junto a ellos, y Rhin Kelly se apeó del mismo.

La joven doctora llevaba el uniforme verde de trabajo de la OEI. Se aproximó rápidamente hacia Martinho, mirándole fijamente y pensando que, en efecto, tenía que ser utilizado y apartado. Sí, era evidente que él era el único enemigo.

Martinho observó a Rhin mientras se aproximaba, admirando la gracia y la femineidad que el uniforme añadía a su belleza personal. Rhin se detuvo frente a él y dijo con voz nerviosa:

—Señor Martinho, he venido a salvarle la vida.

Martinho sacudió la cabeza, como si no comprendiera correctamente las palabras de la doctora irlandesa.

—¿Qué…?

—El infierno entero está a punto de desencadenarse —dijo ella.

En aquel momento Martinho se dio cuenta de un clamor de gritos en la distancia.

—Es una algarada popular. La gente viene armada.

—¿Qué diablos ocurre?

—Esta noche se han producido varias muertes —explicó Rhin—. Entre las víctimas hay mujeres y niños. Detrás de Monte Ochoa se ha hundido una parte de la colina. En esa colina había cuevas y…

—El orfanato —murmuró Vierho.

—Sí —confirmó Rhin—. El orfanato y el convento de Monte Ochoa han quedado enterrados. Se echa la culpa a los bandeirantes.

—Ya sabe usted lo que se dice sobre…

—Hablaré a la gente —dijo Martinho, quedándose consternado ante semejante ultraje y ante la idea de ser amenazados por aquellos a quienes estaban sirviendo—. ¡Esto es un absurdo! Nosotros no hicimos tal cosa…

—Jefe —advirtió Vierho—. No puedes razonar contra una multitud…

—Dos hombres de la banda de Lifcado ya han sido linchados —dijo Rhin—. Tiene una oportunidad si huye ahora. Ahí tienen suficientes camiones para todos.

—Jefe, tenemos que hacer lo que ella dice —dijo Vierho tomando a Martinho por un brazo.

Martinho se quedó silencioso, atento a la información que corría de boca en boca entre los bandeirantes que le circundaban.

«Una multitud furiosa… Nos echan la culpa a nosotros… El orfanato…».

—¿Dónde iríamos? —preguntó.

—La violencia parece ser local —dijo Chen-Lhu. Hizo una pausa para escuchar. La multitud parecía cada vez más próxima—. Váyase con su padre a Cuiabá. Llévese con usted a su grupo. Los otros pueden volver a sus bases en la zona Roja.

—¿Y por qué tendría que…?

—Enviaré a Rhin con usted en cuanto se haya decidido el plan a seguir.

—Tengo que saber dónde encontrarle —dijo Rhin, buscando la pista. En aquel momento pensó que, en efecto, tenía que ser donde vivía el padre de Martinho. Sí, aquel tendría que ser el cuartel general…, allí o en el Goiás, como sospechaba Chen-Lhu.

—Pero nosotros no hemos hecho tal cosa —insistió Martinho.

—Por favor —repitió ella.

Martinho suspiró profundamente.

—Padre, vete con los hombres. Estaré más seguro allá en la zona Roja. Tomaré el camión pequeño y me iré a Cuiabá. Tengo que discutir esta cuestión con mi padre, el prefecto. Alguien tiene que ir a la sede del Gobierno y hacer que el pueblo escuche.

—¿Qué escuchen a quién? —preguntó Álvarez.

—El trabajo tiene que detenerse temporalmente —dijo Martinho—. Se hará una investigación.

—¡Valiente tontería! —exclamó irritado Álvarez—. ¿Quién escuchará ese discurso a estas alturas?

Martinho intentó tragar saliva en su reseca garganta. La noche le envolvía húmeda, fría, opresiva…, y la multitud se aproximaba rugiendo. La policía y las fuerzas militares no conseguirían detener a esa multitud irritada, individuos convertidos en pequeños monstruos de otro mayor.

—No pueden permitirse el lujo de escuchar —murmuró Álvarez—, aunque tengas razón.

El rumor de la multitud enfurecida pareció dar un contrapunto a las palabras de Álvarez. Los hombres que estaban en el poder no admitirían ningún fallo. Estaban en el poder por las promesas ofrecidas al pueblo. Si tales promesas no se mantenían, alguien tendría que cargar con la culpabilidad de lo sucedido.

«Tal vez ya alguien cargó con ella», pensó.

Entonces siguió a Vierho, quien le condujo hasta los camiones.