Un conjunto de suaves humos de diversos colores llenaba el ambiente del cabaret. Cada uno era como el indicativo de la mesa correspondiente, de cuyo centro surgía el humo mediante un secreto ventilador. Aquí un malva pálido, algo más allá un humo rosa tan delicado como la piel de un bebé, y a continuación un verde, que traía a la mente la visión de la hierba de las pampas. Acababan de dar las nueve de la noche, y en el «Achigua», el más lujoso cabaret de Bahía, comenzaba la función nocturna. Una música enervante y sensual envolvía la atmósfera del establecimiento, mientras un conjunto de bailarines trenzaban sus ritmos y sus danzas, fantásticamente vestidos con atuendo de hormigas, cuyas falsas antenas y mandíbulas se movían entre los humos cromáticos del ambiente.
La clientela del «Achigua» ocupaba unos bajos divanes. Las mujeres eran como una explosión de color tropical, con la riqueza de las flores de la jungla, junto a los hombres vestidos con blancas ropas. Y aquí y allá, como contrapunto, las resplandecientes blusas de los bandeirantes. Aquella era la zona Verde, lugar donde los bandeirantes podían relajarse tras el servicio en la selva Roja o en los límites fronterizos de las zonas acotadas.
El murmullo de las conversaciones en una docena de idiomas llenaba el ambiente del «Achigua».
—… Esta noche voy a tomar una mesa de color rosa a ver si me da suerte. Es el color del pecho de las mujeres, ¿no?
Y en otra mesa:
—He rociado con espuma el nido de hormigas mutantes, como las de Piratininga. Por allá deben de haber tal vez veinte mil millones…
La doctora Rhin Kelly estuvo escuchando, atenta a la tensión creciente que reinaba en aquel lugar.
—Sí, ese nuevo veneno funciona.
Aquello lo decía un bandeirante de la mesa de atrás como en respuesta a su pregunta respecto a los supervivientes, a las especies resistentes. Continuó:
—La limpieza de enemigos va a convertirse en un trabajo brutal de artesanía, como ha sucedido en China. Tuvieron que matar a mano los últimos bichos.
Rhin notó estremecerse a su acompañante, y pensó que lo habría oído. Le miró desde el humo ámbar de su mesa y se encontró con sus ojos almendrados. El hombre sonrió, y la doctora Rhin Kelly pensó de nuevo en lo distinguido que era aquel personaje, el doctor Travis-Hungtinton Chen-Lhu. Era un tipo alto, con el rostro cuadrado propio de los habitantes del norte de China, enmarcado por los cabellos que a sus sesenta años todavía tenían un color negro azabache. Se inclinó hacia ella y le susurró:
—En ninguna parte se pueden evitar los rumores, ¿verdad?
La doctora Rhin hizo un gesto adecuado con la cabeza, imaginándose quizá por décima vez por qué el distinguido doctor Chen-Lhu, director de distrito de la Organización Ecológica Internacional, había insistido en que ella acudiera allí aquella noche, la primera en Bahía. No se hacía ilusiones respecto al motivo de que hubiese ordenado que viniese desde Dublín; evidentemente tenía un problema que afectaba a la sección de espionaje de la OEI. Como de costumbre, el problema se resolvería implicando a un hombre que debería ser manipulado. Chen-Lhu había charlado bastante sobre el particular, en el «resumen general» del día, pero todavía no había dicho el nombre de la persona sobre quien ella tendría que emplear sus artes de seducción.
—Dicen que ciertas plantas están muriendo por falta de polinización —decía una mujer sentada a la mesa de atrás.
Rhin se sintió alertada. Peligrosa conversación aquella…
—Vamos, muñeca —dijo el bandeirante que tenía a sus espaldas—. Hablas como la señora que detuvieron en Itabuna.
—¿Qué señora?
—Estaba distribuyendo literatura carsonita precisamente allí mismo, en el pueblo que hay detrás de la barrera. Cuando había repartido veinte folletos, la policía se hizo con ella. Recogieron la mayor parte, pero ya sabes las consecuencias, especialmente en las cercanías de la zona Roja…
Un repentino alboroto se produjo a la entrada del «Achigua». Alguien gritó:
—¡Johnny! ¡Eh, Johnny! ¡Eh, Joao, tío afortunado! Rhin se unió al resto de la clientela del «Achigua» y dirigió su mirada hacia el origen del festivo alboroto, advirtiendo la indiferencia que pretendía manifestar el doctor Chen-Lhu. Comprobó que siete bandeirantes se habían detenido a la entrada del salón, como bloqueados por una barrera de palabras.
A la cabeza se hallaba de pie un bandeirante con un grupo que como insignia llevaban una mariposa dorada en la solapa. Rhin le observó detenidamente con una repentina sospecha. Era un hombre de mediana talla, piel morena y abundantes cabellos negros, fuerte y enérgico, con cierta gracia al moverse. En contraste, su rostro era estrecho y patricio, dominado por una esbelta y aguileña nariz. Sin duda, entre sus antepasados habría muchos senhores de engenho. [4]
Rhin le clasificó como «brutalmente guapo». De nuevo comprobó la aparente actitud de desinterés de Chen-Lhu, y pensó que allí estaba el hombre por cuya causa había venido desde Irlanda. La idea le proporcionó singular consciencia de su propio físico. Sintió un momentáneo desprecio revulsivo hacia el papel que tenía que desempeñar. Había hecho muchas cosas y vendido un tanto de ella misma para encontrarse en Bahía en aquel momento. ¿Qué le quedaría para sí? Nadie deseaba los servicios de la doctora Rhin Kelly como entomóloga. Pero la Rhin Kelly, belleza irlandesa, que sentía placer en otros deberes…, aquella Rhin Kelly estaba muy solicitada. «Si no encontrase placer y alegría en el trabajo, tal vez no lo odiaría», pensó. Se dio cuenta de que necesitaba destacar en aquel lujoso local de bellas y atrayentes mujeres de piel morena. Pelirroja, de ojos verdes, tez suave y delicadas facciones, con ropas que hacían juego con sus ojos y una placa dorada de la OEI en el pecho, Rhin sobresalía por su exotismo.
—¿Quién es el hombre que hay en la entrada? —preguntó.
Una suave sonrisa se dibujó en los labios del chino. Miró de soslayo en la dirección requerida por la doctora Rhin.
—¿A qué hombre se refiere? Parece que allí hay siete hombres.
—No se haga el inocente, Travis.
Los ojos almendrados de Chen-Lhu miraron a ella y luego al grupo de la entrada del cabaret.
—Es Joao Martinho, jefe de las Irmandades, hijo de Gabriel Martinho.
—Joao Martinho —repitió Rhin—. El que limpió la Piratininga…
—Y cobró su dinero. Para Johnny Martinho fue un buen pellizco.
—¿Cuánto?
—Ah, la mujer práctica —dijo Chen-Lhu—. Se llevó quinientos mil cruceiros.
Chen-Lhu se recostó sobre el diván. Cerró los ojos, aspirando sensualmente el incienso mezclado con el humo que surgía del centro de su mesa. «Quinientos mil», pensó. Aquello era suficiente para destruir a Johnny Martinho. Y con la colaboración de Rhin no podría fallar. Aquel blanco de Bahía se sentiría de lo más feliz aceptando a una belleza como ella. Tendrían a su alcance la cabeza de turco, el chivo expiatorio: Johnny Martinho, el capitalista, el gran señor entrenado por los yanquis.
—En Dublín se mencionaba a Martinho en la cuestión de las viñas —dijo Rhin.
—Ah, sí, las viñas… ¿Qué se dijo?
—El problema de la Piratininga. Se mencionó su nombre y el de su padre.
—Comprendo.
—Y además corren extraños rumores…
—… que encuentra siniestros.
—No…, simplemente extraños.
«Extraños», se dijo Chen-Lhu. Aquella palabra le sorprendió con una momentánea sensación de desastre, porque era como un eco del mensaje recibido desde China, el cual le había movido a requerir a Rhin. «Su extraña lentitud en resolver nuestro problema da lugar a que surjan preguntas y cuestiones muy embarazosas». La frase y la palabra empleada por Rhin parecían desgajarse del mensaje. Chen-Lhu comprendió la impaciencia contenida en aquellas palabras: el descubrimiento de la catástrofe que se abatía sobre China y que llegaría en cualquier momento. Chen-Lhu sabía quiénes desconfiarían de él a causa de los malditos hombres blancos de su linaje. Dijo a la doctora:
—«Extraños» no es la palabra idónea para describir a los bandeirantes que han vuelto a infestar las zonas Verdes.
—He oído algunas historias más bien fantásticas —repuso la joven doctora—. Laboratorios secretos de los bandeirantes, experimentos con mutaciones ilegales…
—Habrá notado que la mayor parte de los informes hablan de gigantescos insectos que proceden de los bandeirantes. Ésa es la única extrañeza a que usted se refería hace un momento.
—Es lógico —dijo ella—. Los bandeirantes se hallan frente a la línea donde podrían ocurrir tales cosas.
—Como entomóloga, seguro que no cree en tales fantásticas historias.
Rhin se encogió de hombros, sintiéndose singularmente perversa. El doctor chino tenía razón, por supuesto. Tenía que ser así.
—Lógico —dijo Chen-Lhu—. Utilizar rumores fantásticos para fomentar la superstición y los temores entre los ignorantes campesinos. Ésta es la única lógica que yo veo.
—Entonces desea que trabaje con ese jefe bandeirante… —dijo Rhin—. ¿Qué se supone que debo encontrar?
En aquel momento Chen-Lhu pensó que la joven debería encontrar lo que él le ordenase. Sin embargo, dijo en voz alta:
—¿Por qué está tan segura de que ese Martinho es su objetivo? ¿Es eso lo que se dijo al respecto de las viñas?
—Oh…, vamos —repuso ella, al tiempo que en su interior hervía un fuerte sentimiento de cólera mal disimulada—. Seguro que no tenía ningún propósito especial al enviar a buscarme. ¡Mi propio encanto personal es razón más que suficiente!
—Ni yo mismo lo habría expresado mejor —dijo Chen-Lhu. Luego se volvió e hizo una señal a un camarero. Éste se aproximó y se inclinó para escuchar. Inmediatamente el empleado del cabaret se abrió paso hacia el grupo de la entrada y dijo algo a Joao Martinho.
El bandeirante estudió a Rhin de un rápido vistazo y miró después a Chen-Lhu. El doctor chino aprobó con un ligero movimiento de cabeza.
Como resplandecientes mariposas, varias mujeres se habían unido al grupo de Joao Martinho. Éste se apartó del corro y se dirigió a la mesa del humo ámbar. Se detuvo frente a Rhin y se inclinó educadamente para saludar a Chen-Lhu.
—El doctor Chen-Lhu, supongo —dijo—. Es un placer. ¿Cómo puede la Organización Ecológica Internacional retener a su director de distrito con semejantes pasatiempos amorosos? —Y con un amplio movimiento señaló con el brazo todo su entorno.
—He sido un tanto indulgente conmigo —repuso Chen-Lhu—. Un poco de relajación para dar la bienvenida a un recién llegado a nuestra plana mayor. —Se levantó del diván y miró a Rhin—: Rhin, quiero presentarte al señor Joao Martinho. Johnny, la doctora Rhin Kelly, de Dublín, una nueva entomóloga en nuestra oficina.
En aquel instante los pensamientos de Chen-Lhu se redujeron a repetir mentalmente: «Éste es el enemigo. No cometas errores. Éste es el enemigo, éste es el enemigo».
Martinho se inclinó gentilmente.
—Encantado.
—Es un honor conocerle, señor Martinho —dijo Rhin—. He oído hablar de sus hazañas…, incluso en Dublín.
—Incluso en Dublín —repitió Martinho—. Me he sentido halagado a veces, pero nunca tanto como en este instante.
Le miró con desconcertante intensidad, tratando de imaginar qué deberes especiales tendría asignados aquella mujer. ¿Sería la amante de Chen-Lhu?
Una voz de mujer, procedente de la mesa situada detrás de Rhin, rompió el repentino silencio:
—Las serpientes y los roedores están aplastando la civilización. Se dice en…
Alguien le susurró que callase.
—No comprendo cómo se puede llamar doctora a tan encantadora mujer —dijo Martinho.
—Cuidado, Johnny —dijo Chen-Lhu con una risita entre dientes—. La doctora Kelly es mi nueva directora de campaña.
—Espero que sea una directora ambulante.
Rhin miró a Martinho fríamente, pero era una frialdad aparente. Encontró excitante y a la vez preocupante la franqueza del brasileño.
—Me han advertido de los halagos propios de ustedes los latinos. Todos tienen, según se dice, una parte de zalamería escondida en el árbol genealógico de sus familias.
La voz de la doctora, que se expresó con ricas tonalidades emotivas, hizo que Chen-Lhu pensara nuevamente que allí estaba el enemigo.
—¿Quiere unirse a nosotros, Johnny? —invitó Chen-Lhu.
—Creo haberlo hecho ya por mi cuenta —repuso Martinho—. Pero ya sabe que llevo conmigo a mis Irmandades.
—Pues parece que están ocupados —comentó Chen-Lhu, indicando con un gesto la entrada del «Achigua», donde un grupo de alegres mujeres rodeaba a los compañeros de Martinho. Las chicas y los bandeirantes buscaban asiento en una gran mesa de humo azul, en un rincón del cabaret.
Rhin estudió a un bandeirante próximo a Johnny Martinho: cabello gris ceniza, un rostro extrañamente joven y viejo al mismo tiempo, y una ostensible cicatriz del ácido en la mejilla izquierda. A Rhin le recordaba el sacristán de su iglesia de Wexford.
—Ah, es Vierho —dijo Martinho—. Le llamamos el «Padre». Por el momento no se ha decidido a quién va a proteger, si a nuestros bandeirantes o a mí. Personalmente, creo que soy yo quien más lo necesita.
Hizo una seña a Vierho, se volvió y tomó asiento junto a Rhin.
Apareció en seguida un camarero que dejó frente a él un recipiente traslúcido que contenía una bebida dorada. Un tubo de cristal sobresalía del recipiente. Ignoró la bebida y se dedicó a Rhin.
—¿Están dispuestos a unirse a nosotros los irlandeses? —preguntó Joao.
—¿Unirse a ustedes?
—Sí, para volver a alinear los insectos del mundo.
Ella miró a Chen-Lhu, cuyo rostro no traicionaba la reacción a las palabras expresadas. Volvió su atención hacia Martinho.
—Los irlandeses comparten la aversión con los canadienses y los americanos de Estados Unidos. Los irlandeses esperarán todavía un poco más.
La respuesta pareció molestar un tanto a Martinho.
—Pero…, quiero decir que Irlanda seguramente se da cuenta de las ventajas. Ustedes no tienen serpientes en su país. Eso precisa…
—Eso es algo que Dios hizo de la mano de san Patricio —repuso ella—. No imagino a los bandeirantes fundidos en el mismo molde.
Dijo aquello con un cierto tono de irritación, que lamentó inmediatamente.
—Debí advertírselo, Johnny —intervino entonces Chen-Lhu—. La doctora tiene un marcado temperamento irlandés.
—Comprendo —dijo Martinho—. Si Dios ha destinado que no estemos libres de estos insectos, tal vez estemos equivocados al intentar liberarnos de ellos.
Rhin le miró desmayadamente. Por su parte, el chino tuvo que suprimir un acceso de rabia. Aquel escurridizo latino maquinaba para que Rhin se pusiera de su lado. Y deliberadamente.
—Mi Gobierno no reconoce la existencia de Dios —dijo Chen-Lhu—. Tal vez si Dios tuviera que iniciar un cambio de embajadas… —Y tocó el brazo de Rhin, dándose cuenta de que ella estaba temblando—. No obstante, la OEI cree que dentro de diez años tendremos que extender la lucha al norte de Rio Grande.
—¿Eso cree la OEI? ¿O se trata de lo que cree China?
—Ambas cosas —repuso Chen-Lhu.
—¿Incluso si los norteamericanos tienen algo que objetar?
—Se espera que vean la luz de la razón.
—¿Y los irlandeses?
Rhin se las arregló para mostrar una encantadora sonrisa.
—Los irlandeses han sido siempre notoriamente irrazonables.
Alargó la mano hacia su bebida, vaciló y su atención quedó prendida por un bandeirante vestido de blanco, a quien antes examinara visualmente: Vierho.
Martinho se puso en pie y se inclinó una vez más frente a Rhin, mientras hacía una seña a Vierho para que se acercara.
—Doctora Kelly, permítame presentarle al padre Vierho. —Y volviéndose hacia Vierho indicó—: Esta encantadora mujer, estimado padre, es una directora de campaña de la Organización Ecológica Internacional.
Vierho dedicó a Rhin una gentil inclinación y tomó asiento, un tanto rígidamente, al extremo del diván, al otro lado de Chen-Lhu.
—Encantado —murmuró Vierho.
—Mis Irmandades se sienten un tanto tímidos —dijo Martinho—. Estarían mejor destruyendo nidos de hormigas.
—Johnny, ¿cómo está su padre? —preguntó Chen-Lhu.
—Los asuntos del Mato Grosso le tienen muy ocupado —repuso Martinho, sin apartar la mirada de Rhin. Y entonces se dirigió a la joven—: Tiene usted unos ojos maravillosos.
Rhin se encontró nuevamente desconcertada por la franqueza de Martinho. Tomó el vaso con la bebida y dijo:
—¿Qué es este brebaje?
—Ah, eso es el aguamiel del Brasil. Tómelo, le gustará. En sus ojos hay unos puntitos de luz que encajan de maravilla con los de la bebida.
Rhin reprimió la irritada respuesta que por un instante quiso pronunciar, y levantó el vaso para tomar un trago, verdaderamente curiosa. Se detuvo con la bebida en los labios al captar la mirada de Vierho fija en sus cabellos.
—Perdone, doctora, ¿es natural ese color de sus cabellos?
Fue Martinho el que sonrió, sorprendido y con afabilidad al mismo tiempo.
—¡Qué cosas tienes, padre!
Rhin tomó un sorbo de la bebida para enmascarar su momentánea confusión. Encontró el líquido suavemente dulce, que parecía traerle a la memoria el recuerdo de muchas flores, y un tanto amargo tras el azúcar con que estaba edulcorado.
—¿De verdad es ése su verdadero color? —insistió Vierho.
Chen-Lhu se inclinó ligeramente hacia delante.
—Muchas chicas irlandesas tienen ese color rojizo en los cabellos, Vierho. Se supone que significa tener un temperamento fuerte.
Rhin devolvió la bebida a la mesa, tratando de pensar en el curso de sus propias emociones. Sentía la profunda camaradería existente entre Vierho y su jefe, y se resentía de no poder compartirla.
—Bien, Johnny, ¿cuál es el próximo paso? —preguntó el chino.
Martinho miró a Vierho, y luego a Chen-Lhu. ¿Por qué aquel oficial de la OEI tenía que plantear tal cuestión allí y en aquel momento? Chen-Lhu tendría que saber necesariamente cuándo y dónde se daría el próximo paso.
—Me sorprende que no lo haya oído —dijo Martinho—. Esta tarde me dedicaré a Serra dos Pareéis.
—Por el gran bicho de la Mambuca —exclamó Vierho.
—¡Vierho! —restalló Martinho, súbitamente irritado. Rhin observó a uno y otro. Un extraño silencio se abatía sobre la mesa. Sintió un estremecimiento en los brazos y en los hombros. Había en aquello una rara sensación de temor, y como algo sexual…, profundamente perturbador. Reconoció la reacción de su propio cuerpo, sin poder localizar el origen de sus sensaciones. Todo lo que pudo pensar era que seguramente allí estaba el motivo del porqué Chen-Lhu la había mandado buscar, para atraer a Joao Martinho y manipularle. Rhin lo haría, y lo que más detestaba del asunto es que gozaría con ello.
—Pero, jefe —murmuró Vierho—. Ya sabes lo que se ha dicho, y…
—¡Sí, ya lo sé!
Vierho hizo un gesto aprobatorio, aunque dolorido, de fiel apoyo a su jefe.
—Dicen que…
—Que hay mutantes, ya lo sabemos —aclaró Martinho.
Martinho pensó por qué habría provocado Chen-Lhu aquella situación, forzando a desvelar la cuestión. ¿Sería para verle discutiendo con sus hombres?
—¿Mutantes? —preguntó Chen-Lhu.
—Bueno…, hemos visto lo que hemos visto —explicó atropelladamente Vierho.
—Pero la descripción de esa cosa es una imposibilidad física —dijo Martinho—. Tiene que ser el producto de la superstición de alguien.
—¿De veras, jefe?
—Podemos enfrentarnos con cualquier cosa que allá exista —repuso Martinho.
—¿De qué están hablando? —preguntó Rhin.
—Es una historia larga de contar, Rhin —repuso Chen-Lhu, carraspeando.
Entonces el chino decidió que lo mejor sería que Rhin viese la perfidia de los bandeirantes, para que luego la doctora irlandesa cumpliera las órdenes con la mejor voluntad.
—¡Una historia! —repitió Martinho, molesto.
—Bien, digamos rumores —dijo Chen-Lhu—. Algunos de los bandeirantes de Álvarez dicen haber visto una mantis de tres metros de alto en la Serra dos Pareéis.
Con rostro tenso, Vierho se inclinó hacia Chen-Lhu. La pálida cicatriz resaltaba en la mejilla del bandeirante.
—Álvarez perdió seis hombres antes de retirarse de la Serra. ¿Lo sabía usted, señor? ¡Seis hombres! Y tuvo que…
Vierho se detuvo ante la llegada de un individuo rechoncho, de piel oscura, vestido con una manchada blusa de bandeirante. Aquel individuo tenía el rostro redondo y ojos decididamente indios. Se detuvo ante Martinho, esperando.
El recién llegado, de nombre Ramón, se inclinó hacia Martinho y le murmuró algo al oído.
Rhin escuchó con atención y pudo captar alguna que otra palabra, pronunciadas en un bárbaro dialecto del interior. Hablaban sobre una plaza, la plaza central de la ciudad, y de una muchedumbre.
—¿Cuándo? —preguntó Martinho, con los labios apretados.
Hablando algo más alto, Ramón se irguió en posición de firmes.
—Ahora, jefe; en la plaza, a menos de un bloque de distancia.
—¿Qué ocurre? —preguntó Chen-Lhu.
—Parece que hay un ciervo volante —contestó Martinho.
—Pero estamos en la zona Verde —dijo Rhin, con una extraña sensación de pánico interior.
Martinho se levantó del diván. El rostro de Chen-Lhu miró atentamente al jefe bandeirante.
—Ruego que me excuse, doctora Kelly —suplicó Martinho a la doctora irlandesa.
—¿Adónde va?
—Hay un trabajo que debo hacer.
—¿Un ciervo volante? —preguntó Chen-Lhu—. ¿Está seguro de que no se trata de un error?
—No hay equivocación, señor —dijo Ramón.
—¿Es que no hay medios para prevenirse de tales accidentes? —preguntó Rhin—. Será un polizón que se ha colado en la zona Verde en algún transporte, o…
—Tal vez no —dijo Martinho. Hizo una señal a Vierho—: Reúne a los hombres. Necesitaré especialmente a Thomé con el camión y a Lon para los focos.
—Al momento, jefe.
Vierho se dirigió a la entrada del local para reunirse con los bandeirantes.
—¿Qué significa eso de «tal vez no»? —preguntó Chen-Lhu.
—Se trata de uno de los nuevos bichos en los que usted rehúsa creer —repuso Martinho. Volviéndose hacia Ramón le ordenó—: Por favor, vete con Vierho.
Con precisión militar, Ramón se movió para unirse a Vierho.
—¿Quiere usted explicarse? —insistió Chen-Lhu a Martinho.
—Este pequeño monstruo es un lanzador de ácido y tiene casi medio metro de largo —repuso el interpelado.
—¡Esto es imposible! —restalló el chino.
—Ningún ciervo volante podría tener ese tamaño… —murmuró Rhin, meneando la cabeza con aire perplejo.
—Supongo que es una broma bandeirante —insinuó Chen-Lhu.
—Si así lo prefiere… —concedió Martinho—. ¿Se fijó usted en la cicatriz que Vierho tiene en la mejilla? Pues se la produjo una de esas bromas. —Se volvió hacia Rhin y le dijo—: Con su permiso, señorita.
Rhin se puso en pie.
Los singulares rumores que había oído por medio mundo, en aquel momento le tocaban de cerca, invadiéndola con una sensación de irrealidad. Existían límites físicos. No podía existir un ciervo volante de medio metro de largo. ¿O sí podía? Rhin era toda entomóloga en aquel momento. La lógica y la experiencia entraron en escena. Era una cuestión que podía aprobar o desaprobar. «A menos de un bloque de distancia», había dicho Ramón. Chen-Lhu no desearía apartarla tan pronto de Joao Martinho.
—Iremos con usted, no faltaba más —dijo Rhin.
—Desde luego —confirmó Chen-Lhu.
Rhin tomó el brazo de Martinho.
—Muéstreme ese fantástico insecto, señor Martinho.
Martinho puso una de sus manos sobre la de Rhin y notó una sensación electrizante de afecto. «Una mujer realmente turbadora», pensó.
—Es usted una mujer tan encantadora que el solo pensamiento de que ese ácido pudiera…
—Pronto saldremos de toda duda —dijo Chen-Lhu—. ¿Nos quiere indicar el camino, señor Martinho?
Éste dejó escapar un suspiro de resignación. ¡Eran tan testarudos los no creyentes! Pero aquélla era la oportunidad para encumbrar con ineluctable evidencia lo que casi todos los bandeirantes sabían ya. Sí, Chen-Lhu, director de distrito de la OEI, llegaría a Brasil. Ya estaba allí y ahora iría con él a verlo con sus propios ojos. De mala gana, Martinho transfirió el brazo de Rhin a Chen-Lhu.
—Procure mantener a la encantadora señorita Kelly en la retaguardia. A veces los rumores tienen terribles aguijones.
—Se tomarán las necesarias precauciones —afirmó Chen-Lhu.
Los hombres de Martinho ya se habían dirigido hacia la salida del cabaret. Joao les siguió, ignorando el rumor entrecortado de la clientela del «Achigua» al verles salir.
Acompañando a Chen-Lhu hacia la calle, Rhin observó minuciosamente el aspecto de los bandeirantes. No daban la impresión de hombres que se doblegaran fácilmente; más bien se les veía dispuestos a luchar contra cualquier enemigo. Así debería ser.