Era empujado, como por un sueño de lágrimas y de disparos, un sueño de violentas protestas, de desafíos y de rechazos.
Al despertar, Joao percibió una luz amarilla y naranja. Vio una figura inclinada sobre él que le decía:
—¡Examina mi mano, si no lo crees!
«No puede ser mi padre —pensó Joao—. Estoy muerto…, y él también está muerto. Lo han copiado…, es puro mimetismo y nada más».
Una extraña sensación de atontamiento le invadió.
«¿Cómo he llegado aquí?», se preguntó. Su mente rebuscó en el tiempo y en los recuerdos hasta verse a sí mismo matando a Rhin con el revólver de Vierho y luego disparando contra su propia persona.
Algo se movió tras la figura que imitaba a su padre. En aquella dirección, Joao contempló un rostro de unos dos metros de altura. Era un rostro tristemente extraño y funesto en aquella luz irreal. Tenía los ojos brillantes…, unos enormes ojos con pupilas dentro de otras pupilas. El rostro se volvió y Joao comprobó que no tenía más de dos centímetros de espesor. Nuevamente, el rostro se volvió. Aquellos ojos extraños enfocaron hacia los pies de Joao.
Éste hizo un esfuerzo para mirar. Acto seguido fue presa de un violento temblor: donde tenían que estar sus pies había visto un capullo de espuma verde. Levantó la mano izquierda, recordando que la tenía rota, pero el brazo se levantó sin dolor, comprobando que la piel compartía las tonalidades verdes de aquel capullo repelente…
—¡Examina mi mano! —exigió la figura del anciano junto a él—. ¡Te lo ordeno!
—No está despierto del todo.
Era una voz cavernosa, resonante, que hacía temblar el aire a su alrededor, pareciéndole que aquella voz provenía de algún sitio bajo el rostro gigantesco.
«¿Qué pesadilla es ésta? —se preguntó Joao—. ¿Estoy en el infierno?».
Y con un movimiento repentino y violento, Joao alargó la mano para estrechar la que se le ofrecía. Tenía una sensación cálida…, humana. Las lágrimas fluyeron de los ojos de Joao. Sacudió la cabeza para aclararse la visión, y recordó…, en alguna parte…, el haber hecho aquella misma cosa. Pero existían más cuestiones presionantes que recuerdos. La mano parecía real…, y sus lágrimas también.
—¿Cómo puede ser esto? —murmuró.
—Joao, hijo mío —dijo la voz de su padre. Joao observó detenidamente aquel rostro familiar. Era su padre, sin duda alguna, hasta el rasgo más insignificante.
—Pero…, tu corazón…
—Mi bomba —dijo el anciano—. Mira. Retiró la mano, y se giró para mostrar el sitio de su espalda en que fue abierto el traje negro que vestía. Los bordes del hueco parecían mantenerse por medio de alguna sustancia gomosa. Una superficie amarilla y aceitosa pulsaba entre aquellos bordes de tejido.
Joao observó las finas líneas de escamas y sus múltiples formas. Retrocedió sobrecogido.
Así, pues, se trataba de una copia; otro de sus trucos.
El anciano se volvió de nuevo frente a Joao, y éste no pudo soslayar la mirada y el brillo juvenil de aquellos ojos. Observó que no estaban facetados.
—La vieja bomba falló y ellos me instalaron una nueva —dijo su padre—. Bombea mi sangre y me hace vivir. Ello me proporcionará unos años más. ¿Qué piensas que dirían nuestros médicos al respecto?
—Entonces eres tú, realmente —dijo Joao con un gran esfuerzo.
—Todo excepto la bomba —dijo el anciano—. Pero tú, ¡estúpido idiota! Qué desastre hiciste de ti mismo y de esa pobre mujer.
—Rhin —murmuró Joao.
—Os habéis destrozado el corazón y parte de vuestros pulmones —explicó su padre—. Además, tú caíste en medio de aquel veneno corrosivo con que rociasteis el paisaje. Ellos no sólo os proporcionaron sendos corazones nuevos sino todo un nuevo sistema circulatorio.
Joao levantó sus manos y observó la piel verde que las recubría. Se sintió confundido e incapaz de evadirse de aquel extraño sueño que le rodeaba.
—Ellos conocen secretos médicos que nosotros ni siquiera hubiéramos imaginado —continuó su padre—. No estuve tan excitado desde niño. Estoy impaciente por volver y… ¡Joao! ¿Qué te ocurre?
Joao se incorporó y miró fijamente al anciano.
—¡Ya no somos seres humanos! ¡No somos humanos!
—Vamos, tranquilo —le ordenó su padre.
—¡Nos tienen controlados! —protestó Joao. Forzó su mirada hacia donde estaba el rostro gigante, detrás de su padre—. Nos están gobernando.
Se dejó caer nuevamente hacia atrás, jadeando.
—Seremos sus esclavos —murmuró Joao.
—Valiente estupidez —pronunció entonces aquella voz retumbante.
—Mi hijo fue siempre un tanto melodramático —dijo el anciano Martinho—. Fíjese en el revoltijo que ha hecho de las cosas que había en el río. Por supuesto, usted tenía la mano puesta en eso. Si me hubiese escuchado, si hubiese confiado en mí…
—Ahora tenemos un rehén —dijo el Cerebro con voz tonante—. Ahora podemos confiar en usted.
—Usted ha tenido siempre un rehén desde que puso esta bomba dentro de mí —repuso el anciano Martinho.
—Yo no comprendía el precio que usted ponía sobre esa unidad individual —dijo el Cerebro—. Después de todo, emplearemos casi cualquier grupo que sea preciso para salvaguardar la colmena.
—Pero no una reina —dijo el anciano—. Usted no sacrificaría a una reina. ¿Y qué ocurre con usted? ¿Se sacrificaría?
—Impensable —repuso el Cerebro.
Lentamente, Joao volvió la cabeza y miró bajo el rostro gigante, desde donde surgía la voz. Vio una masa blanca de casi cuatro metros de anchura, con un saco amarillento y pulsátil que surgía de la masa. En su superficie se arrastraban incansablemente insectos sin alas, a lo largo de las fisuras superficiales, dentro de ellas y por el suelo rocoso de la caverna. El rostro surgía de aquella masa, sostenida por docenas de troncos. Su superficie escamosa traicionaba su verdadera naturaleza.
La realidad de la situación comenzó a penetrar en el trastornado estado anímico de Joao.
—¿Rhin?
—Su compañera está segura —murmuró el Cerebro—. Cambiada como usted; pero segura.
Joao continuó mirando con fijeza la blanca masa del suelo de la cueva. Observó entonces que la voz surgía del saco amarillo pulsátil.
—Su atención se dirige a nuestra forma de contestar su amenaza hacia nosotros —continuó el Cerebro—. Éste es nuestro cerebro. Es vulnerable y, con todo, potente…, lo mismo que el suyo.
Joao luchó con un estremecimiento de revulsión.
—Dígame cómo define usted a un esclavo —siguió el Cerebro.
—Yo soy ahora un esclavo —murmuró Joao—. Estoy en una situación de esclavitud hacia usted. Tengo que obedecerle o usted me matará.
—Pero usted trató de matarse a usted mismo —arguyó el Cerebro.
El pensamiento volvió a dar vueltas en la consciencia de Joao.
—Un esclavo es aquel que tiene que producir riqueza para otro —dijo el Cerebro—. Sólo existe una auténtica riqueza en todo el universo. Le he dado a usted un poco de esa riqueza. Le he dado a su padre y a su compañera. Y a sus amigos. Esta riqueza es el tiempo para vivir. El tiempo. ¿Somos esclavos porque le hemos prolongado la vida?
Joao recorrió con la vista desde el saco hasta el rostro gigante, con sus ojos resplandecientes. Creyó detectar cierta diversión en aquella faz.
—Hemos salvado y prolongado las vidas de los que estaban con usted —continuó aquella voz tonante—. Eso nos hace sus esclavos, ¿no es cierto?
—¿Qué ha tomado usted a cambio? —demandó Joao.
—¡Ah, ah! —exclamó la voz—. ¡Una cosa por otra! Se trata de esa cosa llamada negocios, que por cierto no he podido comprender muy bien. Su padre se marchará pronto para hablar con los hombres de su Gobierno. Es nuestro mensajero. Comercia su tiempo para nosotros. Es a la vez nuestro esclavo, ¿no es cierto? Estamos vinculados el uno al otro por el lazo de la mutua esclavitud, que no se puede romper nunca.
—Es muy simple, en cuanto se comprende la interdependencia —dijo entonces el padre de Joao.
—¿Comprender, qué?
—En cierto momento, algunos de nuestra especie vivieron en invernaderos —continuó la voz tenante—. Sus células recuerdan la experiencia. Por supuesto, sabrá usted lo que son los invernaderos.
El rostro gigante se volvió para mirar la entrada de la caverna, donde la aurora comenzaba a poner un toque de gris sobre el mundo.
—Eso de ahí es también un invernadero. —Y de nuevo miró fijamente a Joao con sus enormes ojos resplandecientes—. Un invernadero debe mantenerse en un delicado estado de equilibrio para la vida existente en su interior, y debe tener la cantidad suficiente de sustancias químicas con las que aprovisionarse. Lo que es veneno hoy, puede ser el alimento más dulce mañana.
—¿Qué tiene que ver todo esto con la esclavitud? —preguntó Joao, notando la petulancia de su propia voz.
—La vida se ha desarrollado a través de millones de años en ese invernadero que es la Tierra —continuó el Cerebro—. A veces se desarrolló con el excremento venenoso de otra vida… y después ese veneno se convertía en algo necesario para ella. Sin una sustancia producida por series sucesivas de gusanos, esa sabana de hierba que hay ahí fuera moriría transcurrido cierto tiempo.
Joao se quedó mirando fijamente al techo de roca de la caverna, con sus pensamientos alternándose como las tarjetas de un archivo.
—¡La tierra estéril de China! —exclamó.
—Exactamente —dijo el Cerebro—. Sin sustancias producidas por… insectos y otras formas de vida, su especie perecería. A veces sólo se requiere una pequeña cantidad de esa sustancia, como por ejemplo el cobre especial producido por los arácnidos. Otras veces, la sustancia tiene que pasar a través de muchas valencias, sutilmente cambiada cada vez, antes de que pueda utilizarse por una forma de vida que se encuentra al término de la cadena ecológica. Rompa la cadena y todo morirá. Cuantas más diferentes formas de vida existan, más vida puede soportar el invernadero. Para su feliz desarrollo, éste necesita encerrar muchas formas de vida, y cuantas más formas haya, más vigorosas serán todas ellas.
—Chen-Lhu pudo haber ayudado —dijo Joao—. Pudo ir con mi padre y decirles… A propósito, ¿salvó a Chen-Lhu?
—El chino —dijo entonces el Cerebro—. Puede decirse que está vivo, aunque ustedes le maltrataron cruelmente. Las estructuras esenciales de su cerebro están vivas gracias a nuestra acción inmediata.
Joao miró de nuevo a la masa extendida en el suelo de la caverna. Se volvió inmediatamente.
—Ellos me han dado pruebas de estar conmigo —dijo el padre de Joao—. No puede haber duda. Nadie lo dudará. Es preciso que acabemos de matar y de cambiar los insectos.
—Y permitirles que se hagan cargo de todo —murmuró Joao.
—Decimos que tienen que acabar de matarse ustedes mismos —continuó la voz tonante—. El pueblo de Chen-Lhu ya está… reinfestando su país. Creo que así lo llamarían ustedes. Tal vez lleguen a tiempo, o tal vez no. Aquí no es demasiado tarde. En China fueron eficientes en una gran extensión…, y pueden necesitar nuestra ayuda.
—Pero ustedes serán nuestros amos —dijo Joao.
Y pensó: «Rhin…, Rhin, ¿dónde estás?».
—Lograremos un nuevo equilibrio —dijo el Cerebro—. Será muy interesante verlo. Pero más tarde habrá tiempo para discutirlo. Están ustedes en completa libertad para moverse…, y capaces de hacerlo. Pero limítense a no acercarse a mí: mis ayudantes no lo permitirán. Pero por ahora siéntase libre para unirse a su compañera. Esta mañana brilla el sol. Deje que el sol actúe sobre su piel y la clorofila en su sangre. Y cuando vuelva dígame si el sol es su esclavo…