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Tenía un gran parecido con el retoño de un indio guaraní y la hija de cualquier granjero de las fragosidades, una sertanista[1] que intentara olvidar su esclavitud en el sistema encomendero, «comiendo el hierro», expresión con la que se denominaba el hecho de hacer el amor a través de la rejilla de un portalón divisorio.

Su parecido con el tipo que quería representar era casi perfecto, excepto cuando se olvidaba de lo que era, al pasar por los claros de la espesa selva.

El color de su piel propendía a oscurecerse hacia el verde, adaptándose al entorno ambiental de hojas y enredaderas que le envolvían, dando un fantasmal aspecto con su camisa gris embarrada, los andrajosos pantalones y el inevitable sombrero de paja deshilachado, y las sandalias con suela de neumático.

Tales descuidos eran cada vez menos frecuentes cuanto más lejos se hallaba del hontanar del Paraná, el sertao[2] hinterland de Goiás, donde abundaban los hombres con el pelo de un negro intenso, con flequillo, y los ojos chispeantes.

Para cuando llegó al territorio de los bandeirantes[3] había conseguido un completo control sobre el efecto camaleónico que ponía en práctica.

Entonces se encontraba fuera de la selva y frente a los caminos embarrados que le separaban de las tierras parceladas del Plan de Restablecimiento. A su modo, se daba cuenta de que se aproximaba a un punto de control de los bandeirantes, y casi con un gesto humano indicó con el dedo el certificado (cuidadosamente guardado bajo la camisa) de que poseía sangre de blancos. De vez en cuando, y allí donde los humanos no pudieran escucharle, ensayaba en voz alta el nombre que habían elegido para él: «Antonio Raposo Tavares».

El sonido de su voz emergía un tanto estridente, áspero y desproporcionado. A pesar de todo, sabía que podría pasar el control. Los indios de Goiás eran notorios por las extrañas inflexiones de su conversación. Los granjeros que le habían proporcionado techo y alimento la noche anterior le hicieron notar esa peculiaridad.

Cuando las preguntas que le dirigieron fueron haciéndose más peligrosas, se sentó en el porche, con las piernas cruzadas, y comenzó a tocar su flauta, la quena de los indios andinos, que llevaba enfundada en una bolsa de piel colgada del hombro. En aquella región, el gesto de ponerse a tocar la flauta era todo un símbolo. Cuando un guaraní tomaba la flauta, las palabras sobraban.

Los granjeros se encogieron de hombros y le dejaron solo. Avanzando a pie y consiguiendo dominar la difícil y sofisticada articulación de las piernas, llegó a una zona habitada por humanos. Algo más adelante pudo ver los tejados de los rojizos edificios y la blancura cristalina y suavemente resplandeciente de una torre bandeirante, con sus aerobuses posándose y partiendo. La escena ofrecía un singular aspecto de colmena.

Momentáneamente se encontró sobrecogido por la llamada de los instintos, los cuales temió que le hicieran fallar en la prueba. Se apartó del camino embarrado y continuó mediante el régimen que unía su identidad mental. El pensamiento resultante penetró hasta las más pequeñas y recónditas unidades constitutivas de su persona: Somos los esclavos verdes subordinados al gran todo.

Reanudó la marcha hacia el punto del control bandeirante. El esfuerzo de su pensamiento unificado le dotó de un aire servil que resultó ser un magnífico escudo contra las inquisitivas miradas de los humanos que pasaban junto a él. Su especie conocía muchos hábitos humanos y había aprendido que el servilismo era una magnífica forma de camuflaje.

Al poco rato, el camino que seguía desembocó en otro con andenes pavimentados a ambos lados. Éstos, a su vez, se curvaban a lo largo de una autopista de transporte comercial con cuatro carriles. Se observaba allí gran número de aerobuses y vehículos terrestres, incrementándose también el tránsito de peatones.

Hasta llegar allí apenas había atraído peligrosamente la atención. La ocasional mirada burlona que pudiera dirigirle de soslayo algún nativo de la región había pasado por alto sin más complicación. Le aguardaba la prueba de las miradas fijas e insistentes. Y esto representaba un gran peligro. Pero hasta el momento había sorteado tal peligro.

Decididamente, le protegía su evidente aire servil.

El sol se hallaba ya bastante alto a media mañana, y el calor plomizo caía sobre la tierra, produciendo como un ligero vapor maloliente de invernadero, y se mezclaba con los sudores y el olor humano del entorno. A su olfato llegaba un fuerte aroma de agrio ambiental, haciendo que cada uno de sus componentes anhelase los olores familiares del interior. Los demás olores de las tierras bajas aportaban otro elemento armónico que le llenaba por completo con un inaudible zumbido de incomodidad. Allí existían fuertes concentraciones de insecticidas.

Los humanos le rodeaban entonces por doquier, aproximándose y presionándole, al acercarse más y más al cuello de botella que constituía el punto de control. Se detuvo en su avance.

Sin poder evitarla, allí estaba la prueba crítica. Esperó, emulando la estoica paciencia de los indios. La respiración se le volvía agitada. Procuró adaptarla al ritmo de los humanos de su entorno más inmediato, notando el aumento de temperatura. Los indios andinos no respiraban profundamente aquí, en las tierras bajas.

Avanzaba arrastrando los pies y deteniéndose a menudo.

Finalmente estuvo cerca del punto de control.

En el interior de un corredor de ladrillo protegido por la sombra, aparecieron en doble hilera los molestos bandeirantes con sus capas blancas cerradas, cascos de plástico, guantes y betas. Pudo apreciar la cálida luz del sol que daba en la calle, más allá del corredor, donde la gente se apresuraba, tras haber pasado necesariamente por el punto de control, en dirección a la ciudad.

La visión de aquella zona libre situada al otro lado del corredor pareció insuflarle un doloroso anhelo a través de todos sus componentes. Pero un aviso de supresión inmediata le alcanzó al instante, desvaneciendo la instintiva emoción que comenzaba a experimentar. No podía permitirse la menor distracción en aquel lugar. Todos sus elementos deberían estar alerta para soportar el dolor.

Volvió a arrastrar los pies… y ya estuvo en manos del primer bandeirante, un mozarrón rubio, de piel rosada y ojos azules.

—¡Un paso adelante! ¡De prisa! —le ordenó aquel individuo. Una mano enguantada le empujó hacia otros dos bandeirantes de guardia en el lado derecho del corredor—. ¿Nombre?

—Antonio Raposo Tavares —repuso con voz estridente.

—¿Distrito?

—Goiás.

—Bien, dadle un tratamiento especial —ordenó el gigante rubio—. Seguro que viene de las tierras altas.

Los dos bandeirantes le colocaron una máscara respiratoria y le envolvieron después con un saco de plástico del que sobresalía un tubo conducente a una ruidosa maquinaria situada en alguna parte de la calle, más allá del corredor.

—¡Una carga doble! —ordenó uno de los bandeirantes. En el interior del saco fluyó un gas azulado fumante, del que inhaló una bocanada a través de la máscara. Le produjo una sensación espantosa, sintiéndose urgentemente necesitado de aire no tóxico.

Aquello era una horrible agonía…

Como unas dolorosas agujas, el gas atravesó todo su ser. «No podemos debilitarnos —pensó—. Hay que afirmarse». Pero era un dolor espantoso, agónico, inmisericorde.

—Ya es suficiente —dijo el que sostenía el saco. Le despojaron del saco de plástico y le quitaron la máscara. Unas manos inquietas le empujaron por el corredor, hacia la luz.

—¡Vamos, de prisa! ¡Y sin apartarte de la línea!

La hediondez del gas venenoso se desparramaba a su alrededor. Era un gas desconocido. No le habían preparado para aquel veneno. Estaba dispuesto para las radiaciones sónicas y los antiguos productos químicos…, pero no para aquel gas.

Al abandonar el corredor y salir a la calle, la luz del sol cayó implacable sobre él. Viró hacia la izquierda por un paraje repleto de pequeños tenderetes de fruta, donde los vendedores disputaban con los clientes o permanecían tras sus productos expuestos al público.

La fruta pareció llamarle la atención, como si fuese una creciente necesidad de alguna de sus partes constituyentes, pero la integrante totalidad de su ser conocía la vacuidad de semejante pensamiento. Luchó contra el hechizo y siguió arrastrándose tan rápidamente como pudo, hasta situarse lejos de la gente, entre los zánganos que pululaban por el mercado.

—¿Te gustaría comprar naranjas frescas?

Una mano aceitosa y oscura le puso dos naranjas frente al rostro.

—Naranjas frescas de la zona Verde. Nunca han conocido un bicho.

Evitó la mano, mas el olor de las naranjas llegó a sobrecogerle.

Para entonces se encontraba ya lejos de los puestos de fruta y cerca de un rincón en una estrecha callejuela. Otro rincón más. Se supo lejos, teniendo a la izquierda la tentación del verdor del campo abierto, el territorio neutral situado más allá de la ciudad.

Se volvió en dirección a la zona Verde y se apresuró, midiendo cuidadosamente el poco tiempo que le quedaba disponible. Aún tenía las ropas empapadas de veneno. El pensamiento de una posible victoria fue como un antídoto.

«¡Todavía podemos conseguirlo!».

El verdor estaba más próximo. Allí estaban los árboles y los helechos junto a la ribera de un río. Oyó el murmullo del agua y el olor de la tierra mojada. Cruzó un puente atestado por el tránsito terrestre proveniente de las calles convergentes.

Se unió a la masa y procuró evitar el contacto. Las articulaciones de la pierna y la espalda comenzaron a aflojarse. Supo que un golpe o una colisión fortuita podrían dislocar la totalidad de los segmentos de que estaba compuesto.

La terrible prueba del puente terminó al fin. Observó un sendero de barro y piedras que conducía hacia la derecha y hacia abajo, en dirección al río. Se encaminó hacia allí y chocó con un par de individuos que transportaban un cerdo en una red tendida entre ambos, y se desgarró parte de su propia piel de estimulación de la pierna, en su parte superior derecha. Pudo apreciar cómo se deslizaba dentro de los pantalones.

El individuo con quien había chocado dio dos pasos hacia atrás y a punto estuvo de soltar el cerdo.

—¡Más cuidado! —le gritó malhumorado.

—Condenados borrachos —añadió su compañero.

El cerdo emitió una serie de agudos chillidos que sirvieron para distraer la atención.

En aquel momento adelantó a los dos individuos y se introdujo en el sendero, arrastrándose en dirección al río. Observó el agua, que hervía debido a la aireación procedente de la barrera de los filtros, y en la superficie pudo apreciar la espuma resultante del tratamiento sónico.

Tras él, uno de los portadores del cerdo le dijo al otro:

—No creo que esté borracho, Carlos… Tiene la piel seca y ardiente. Puede que esté enfermo…

Él comprendió inmediatamente, intentando incrementar su velocidad. El segmento perdido de la piel de estimulación se había deslizado pierna abajo. El aflojamiento de músculos del hombro y la espalda amenazaban su equilibrio.

La vereda bordeaba un terraplén de basura y suciedad, sumergido en un túnel que se abría a través de helechos y matorrales.

Se deslizó a toda prisa por el verde túnel. Donde éste acababa, vio la primera abeja mutada. Estaba muerta por haber entrado en aquella barrera de vibraciones sónicas sin protección contra semejante trampa letal. La abeja pertenecía a uno de los tipos de mariposa con alas iridiscentes, de color amarillo y naranja. Yacía en el hueco de una hoja verdegueante y en el centro de un círculo iluminado por la luz solar.

Continuó arrastrando los pies. Registró cuidadosamente la forma de la abeja y su colorido. Su propia especie había considerado a la abeja como una forma posible, pero existían serios problemas. Una abeja no podría razonar con los humanos. Y los humanos tenían que escuchar pronto la razón; en caso contrario, toda la vida acabaría.

Le llegó el ruido de alguien que corría tras él por el mismo sendero. Pasos rudos golpeaban el suelo.

¿Una persecución?

¿Por qué tendrían que perseguirle? ¿Le habrían descubierto?

Una sensación análoga al pánico le invadió, insuflándole aparentemente una dosis de energía. Mas se hallaba reducido a un lento arrastrar de pies y pronto sólo sería un avance insignificante. Buscó un lugar donde esconderse entre el verdor que le rodeaba.

Divisó una valla de helechos a su izquierda, a la que conducían pequeñas pisadas humanas. Probablemente de niños. Encontró un pasaje bajo y estrecho que discurría a lo largo del terraplén. En el sendero yacían abandonados dos aerobuses de juguete, uno rojo y otro azul. Sus pies tambaleantes se afirmaron en el suelo.

El sendero continuaba junto a una pared festoneada con enredaderas. Formaba un brusco recodo que emergía sobre la boca de una cueva vacía. En la oscuridad de la entrada de la gruta había pequeños aerobuses junto con otros juguetes.

Se arrodilló, se arrastró sobre los juguetes en aquella bendita oscuridad y permaneció a la espera.

Al poco rato los pasos precipitados pasaron a pocos metros debajo de él. Las voces le llegaron claramente al oído:

—Se encaminó hacia el río. ¿Crees que se echó en él?

—¡Quién sabe! Me parece que estaba enfermo.

—¡Por aquí! ¡Alguien ha bajado por aquí!

Los hombres descendieron por el sendero. Habían pasado por alto el escondite. Pero ¿por qué le perseguían? Él no había molestado seriamente ni herido a aquel individuo.

Olvidó las especulaciones.

Poco a poco se insensibilizó por cuanto pudiera haber hecho; puso en juego sus partes especializadas y comenzó a horadar en la tierra de la cueva. Horadó más profundamente, echando hacia atrás la tierra removida para dar la sensación de que la cueva se había hundido.

Cavó unos diez metros bajo tierra. Su provisión de energía era aún suficiente para la próxima etapa. Se desprendió de las partes muertas de las piernas y el dorso, liberando a la reina y su enjambre de guardia en la tierra removida bajo su espina quitinosa. Se abrieron los orificios de los muslos, exudando la espuma del capullo para formar la verde cobertura que lo protegería como una vaina endurecida.

Aquello era una victoria; las partes esenciales habían sobrevivido.

Ahora todo era cuestión de tiempo; cosa de veinte días para reunir nueva energía, seguir con la metamorfosis y dispersarse. Pronto habría millares de él, todos con la misma ropa mimetizada, cada uno con sus documentos de identificación y cada uno, igualmente, con la misma apariencia de humanidad.

Todos idénticos, todos y cada uno.

Habría otros puntos de comprobación y control, pero menos severos.

Aquella copia humana había demostrado ser buena. La suprema integración de su especie había elegido bien. Aprendieron mucho del estudio de los cautivos diseminados por el sertao. Pero resultaba muy difícil comprender bien a las criaturas humanas. Era casi imposible razonar con ellas, incluso cuando se les permitía una libertad restringida. Su suprema integración eludía todo intento de contacto.

Pero quedaba siempre en pie la cuestión primordial: ¿Cómo podría permitir cualquier suprema integración el desastre que abarcaba la totalidad del planeta?

Difíciles seres humanos…, su esclavitud en el planeta tendrían que revelarla ellos, tal vez dramáticamente.

La reina se estremeció en la proximidad del barro fresco, aguijoneada por sus guardianes para entrar en acción. La comunicación unificada alcanzó todas las partes del cuerpo, buscando todos los supervivientes, reuniendo fuerzas y agrupándolas. Esta vez aprendieron cosas nuevas sobre noticias que se escapaban de los humanos. Todos los enjambres subsiguientes compartirían tal conocimiento. Uno de ellos, cuando menos, tendría que alcanzar la ciudad junto al Amazonas, al «río mar» donde parecía haberse originado la muerte-para-todos.

Uno de los enjambres tenía que llegar allá.