Capítulo 8
T.J.

Me desperté empalmado.

Solía pasarme, y desde luego no era algo que pudiera controlar. Ahora que ya no estábamos a un paso de la muerte, mi cuerpo debió de decidir que era hora de poner toda la maquinaria en marcha. Dormir con una chica, sobre todo con una tan guapa como Anna, era casi una garantía de despertar con una erección tremenda.

Estaba acostada de lado, vuelta hacia mí, todavía dormida. Las heridas de su cara se estaban curando y, por suerte, ninguna parecía lo bastante profunda como para dejar cicatriz. Durante la noche se había sacudido la manta de encima, así que no pude evitar contemplar sus piernas, pese a que no era lo más sensato, visto lo que estaba ocurriendo en mi entrepierna. Si abría los ojos me pillaría in fraganti, por lo que salí a rastras del bote y me dediqué a pensar en geometría hasta que la erección remitió.

Anna se despertó diez minutos más tarde. Desayunamos coco y fruta del pan, y después me cepillé los dientes y me enjuagué la boca con agua de lluvia.

—Ten —le dije, tendiéndole el cepillo y la pasta de dientes.

—Gracias.

Puso un poco de dentífrico en el cepillo y se lavó los dientes.

—Puede que hoy pase otro avión —aventuré.

—Puede —repuso Anna. Pero no me miró al decirlo.

—Me gustaría echar un vistazo por los alrededores. Ver qué más hay en la isla.

—Habrá que ir con cuidado —observó Anna—. No tenemos zapatos.

Le presté un par de calcetines para que no anduviera del todo descalza y me puse los vaqueros para protegerme las piernas de los mosquitos. Luego nos adentramos en el bosque.

El aire húmedo formó una película pegajosa sobre mi piel. Crucé un enjambre de mosquitos con la boca cerrada, apartándolos a manotazos. El olor a descomposición vegetal se hizo más intenso a medida que nos internamos en la isla. Por encima de nuestras cabezas, el follaje impedía casi por completo el paso de la luz, y no se oía más sonido que el crujir de las ramas y nuestra respiración en aquel aire cargado. Tenía la ropa empapada de sudor. Avanzábamos en silencio, sin saber cuánto tiempo tardaríamos en cruzar el bosque y salir por el otro lado.

Ocurrió quince minutos después. Anna avanzaba ligeramente rezagada detrás de mí, así que yo la vi primero. Frené en seco, di media vuelta y le indiqué por señas que apretara el paso.

—¿Qué es eso? —preguntó a media voz en cuanto me dio alcance.

—No lo sé.

Una cabaña de madera, más o menos del tamaño de un bungalow, se alzaba a unos quince metros de distancia. Tal vez había otro habitante en la isla, alguien que no se había molestado en presentarse. Nos acercamos con cautela. La puerta estaba abierta y las bisagras oxidadas. Nos asomamos al interior.

—¿Hola? —llamó Anna.

No hubo respuesta, así que entramos en la cabaña con suelo de madera. Había otra puerta en el extremo opuesto de la estancia sin ventanas, pero estaba cerrada. No había muebles. Toqué con el pie unas mantas apiladas en un rincón, y ambos retrocedimos cuando empezaron a salir escarabajos de su interior, correteando en todas direcciones.

Cuando mis ojos se adaptaron a la penumbra, me llamó la atención una gran caja de herramientas metálica que había en el suelo. Me agaché y la abrí. Contenía un martillo, varios paquetes de clavos y tornillos, un metro, unos alicates y un serrucho. Anna encontró algunas prendas de ropa. Al coger una camisa, se le desgajó la manga.

—Está claro que no podremos usarla —dijo con una mueca.

Abrí la puerta que daba a una segunda estancia y entramos con cautela. Bolsas vacías de patatas fritas y envoltorios de chocolatinas se apilaban en el suelo, cerca de un recipiente de plástico de boca ancha. Lo recogí y eché un vistazo a su interior. Vacío. Quienquiera que viviese allí seguramente lo usaba para recoger agua. Puede que si hubiésemos explorado la isla antes, si hubiéramos encontrado la cabaña días atrás, no habríamos tenido que beber el agua de la laguna. Y quizá habríamos estado en la playa cuando aquel avión sobrevoló la isla.

Anna observó el recipiente que yo sostenía. Debió de hacer la misma asociación mental, porque dijo:

—Lo hecho, hecho está, T.J. no te hagas mala sangre.

Un saco de dormir cubierto de moho yacía arrugado en el suelo. En un rincón, apoyada contra la pared, había una gran funda rígida de color negro. Descorrí los cierres y miré. Guardaba una guitarra acústica en buen estado.

—¿Cómo habrá llegado hasta aquí? —se preguntó Anna.

—¿Crees que alguien vivía en esta cabaña?

—Eso parece.

—¿Y qué haría aquí?

—¿Aparte de hacerse pasar por Jimmy Buffett? —Anna negó con la cabeza—. No tengo ni idea. Pero, fuera quien fuese, lleva bastante tiempo sin pisar su casa.

—Esto no es madera de desecho —dije—. Ha sido cortada en una serrería. A saber cómo la trajo hasta aquí, supongo que en barco o avión, pero se ve que iba en serio. ¿Dónde se habrá metido?

—T.J. —dijo Anna, abriendo mucho los ojos—. Quizá vuelva.

—Eso espero.

Dejé la guitarra en su funda y se la pasé a ella. Cogí la caja de herramientas y volvimos sobre nuestros pasos hasta la playa.

Para almorzar, Anna tostó fruta del pan sobre una roca plana que acercó a las llamas, mientras yo abría cocos. Nos lo comimos todo, por más que la fruta del pan siguiera sin saberme a pan, regado con agua de coco. El calor del fuego y la temperatura ambiente, sin duda más de treinta grados, hacían imposible pasar mucho tiempo en el chamizo. Las gotas de sudor se deslizaban por el rostro enrojecido de Anna y el pelo se le pegaba al cuello.

—¿Nos damos un chapuzón? —en cuanto lo sugerí, temí que pensara que sólo quería ver cómo se quitaba la ropa otra vez.

Ella vaciló, pero al cabo dijo:

—Sí, estoy achicharrada.

Caminamos hasta la orilla. No había vuelto a ponerme los pantalones cortos, así que me quité los calcetines, la camiseta y los vaqueros. Llevaba unos bóxers grises.

—Imaginaremos que esto es un bañador —le dije.

Ella miró mis calzoncillos de reojo y sonrió.

—De acuerdo.

La esperé en el agua, intentando que no se me fueran los ojos mientras se desvestía. Si ella tenía el valor de quitarse la ropa delante de mí, no sería tan capullo de quedarme mirándola.

Volví a empalmarme, eso sí, y recé para que no se diera cuenta.

Nadamos un rato. Al salir del agua nos vestimos y nos sentamos en la arena. Anna escudriñó el cielo.

—Estaba segura de que el avión volvería —dijo.

Una vez en el chamizo, eché más leña al fuego. Anna cogió una de las mantas del bote, la extendió en el suelo y se sentó encima. Cogí la guitarra y me acomodé a su lado.

—¿Sabes tocar? —preguntó.

—No. Bueno, uno de mis amigos me enseñó los primeros acordes de una canción —tensé las cuerdas y toqué las notas iniciales de Wish You Were Here.

Anna sonrió.

—Pink Floyd.

—¿Te gustan?

Asintió.

—Me encanta esa canción.

—¿De verdad? Qué pasada. Nunca lo hubiese dicho.

—¿Y qué clase de música crees que me gusta?

—No lo sé… ¿Mariah Carey, quizá?

—No, me van cosas más antiguas —se encogió de hombros—. Es lo que tiene haber nacido en el setenta y uno.

Calculé su edad.

—¿Tienes treinta años?

—Sí.

—Te había echado veinticuatro o veinticinco.

—Pues los tengo.

—No te comportas como si tuvieras treinta años.

Rio por lo bajo, negando con la cabeza.

—No sé cómo tomármelo.

—Quiero decir que no me cuesta hablar contigo.

Me sonrió. Rasgueé la guitarra un poco más, tocando las mismas notas de la canción de Pink Floyd, pero tuve que parar porque tenía las manos doloridas de haber hecho fuego.

—Si tuviéramos algo que sirviera de anzuelo, podría convertir esto en una caña —dije—. Las cuerdas de la guitarra serían un buen hilo de pesca.

Sopesé usar un clavo de la caja de herramientas, pero los peces de la ensenada no eran grandes, por lo que necesitaba algo más pequeño y ligero.

Más tarde, cuando nos acostamos, Anna me dijo:

—Espero que esa fiesta por la que te quedaste atrás valiera la pena.

—No había ninguna fiesta. Fue la excusa que les di a mis padres.

—¿Y qué había?

—Los padres de Ben se habían marchado. Su primo acababa de volver de la facultad para pasar las vacaciones de verano, y se suponía que iba a venir a casa con su novia y dos amigas. Ben quería ligarse a una de ellas y yo aposté veinte pavos a que no lo lograría.

No añadí que yo también tenía intención de intentarlo.

—¿Lo logró o no?

—Las chicas no aparecieron. Nos pasamos toda la noche bebiendo cerveza y jugando a videojuegos. Dos días después me subí al avión contigo.

—Vaya, lo siento, T.J.

—Ya —esperé unos instantes y luego pregunté—: ¿Quién era ese tío que te acompañó al aeropuerto?

—Mi novio, John.

Recordé cómo la había besado, como queriendo meterle la lengua hasta el esófago.

—Lo echarás de menos.

Anna no contestó enseguida.

—No tanto como debería, seguramente.

—¿Qué quieres decir?

—Nada. Es complicado.

Me di la vuelta y apoyé la cabeza en el cojín.

—¿Por qué crees que no ha vuelto ese avión, Anna?

—No lo sé —contestó, pero me dio la impresión de que sí lo sabía.

—Nos dan por muertos, ¿verdad?

—Espero que no. Porque eso querría decir que abandonarán la búsqueda.