Capítulo 7
Anna

Día 5

Abrí los ojos. El sol se colaba entre las rendijas del chamizo. La sensación de presión en la vejiga, que llevaba algún tiempo sin notar, me confundió un momento, pero luego sonreí para mis adentros.

«Tengo que ir al baño», pensé con satisfacción.

Salí fuera sin despertar a T.J. y me adentré en el bosque. Me agaché detrás de un árbol y arrugué la nariz al notar el fuerte olor a amoníaco que desprendía mi orina. Cuando volví a subirme los pantalones, me estremecí de incomodidad por no tener nada con que secarme.

A la vuelta, encontré a T.J. despierto junto al chamizo.

—¿Dónde estabas? —preguntó.

—Haciendo pipí —contesté con una sonrisa de oreja a oreja.

Chocamos los cinco y él dijo:

—Yo también tengo que ir.

Cuando volvió, fuimos hasta el árbol del pan y recogimos tres frutos caídos en el suelo. Nos sentamos a desayunar.

—Deja que te mire la cabeza —pidió T.J.

Me incliné y él hurgó entre mi pelo, peinándolo con los dedos hasta dar con la herida.

—Está mejor, aunque seguramente necesitarías puntos. No veo sangre seca, pero tienes el pelo tan oscuro que me cuesta distinguirla —señaló mi mejilla—. Los moratones se están marchando. Este de aquí se está poniendo amarillo.

El aspecto de T.J. también había mejorado. Ya no tenía el ojo cerrado por la hinchazón, y los cortes estaban cicatrizando bien. Había salido mejor parado que yo gracias al cinturón de seguridad.

En su rostro —muy atractivo, aunque todavía bastante aniñado— no quedarían cicatrices del accidente. No sabía si yo podría decir lo mismo, pero en ese momento tampoco me preocupaba.

Después del desayuno, T.J. encendió otro fuego.

—Me tienes alucinada, joven urbanita —bromeé, poniéndole una mano en el hombro.

T.J. sonrió mientras añadía broza a la hoguera y avivaba el fuego, a todas luces orgulloso de sí mismo.

—¿De veras? —dijo, secándose el sudor de los ojos.

—Déjame ver tus manos.

Las tendió con las palmas hacia arriba. Las ampollas cubrían la piel desollada y encallecida. Hizo una mueca de dolor cuando se las toqué.

—Duele, ¿no?

—Jo si duele —reconoció.

La hoguera llenaba el chamizo de humo, pero al menos no se apagaría cuando lloviera. Si oíamos un avión, podríamos derribar la techumbre de ramas y arrojar hojas verdes al fuego para producir más humareda.

Jamás había pasado tanto tiempo sin ducharme. Olía fatal.

—Voy a intentar asearme —dije—. Tú espérame aquí, ¿de acuerdo?

Asintió y me ofreció una camiseta de manga corta que sacó de su mochila.

—¿Quieres ponerte ésta en lugar de la tuya de manga larga?

—Sí, gracias —me quedaría como un vestido, pero me daba igual.

—Te prestaría unos pantalones cortos, pero te quedarían enormes.

—No pasa nada. La camiseta me vendrá de perlas.

Caminé por la orilla. Me detuve para quitarme la ropa cuando ya no divisaba a T.J. ni el chamizo. Escudriñé el despejado cielo azul.

«Ahora sería un momento perfecto para que pasara un avión. Seguro que alguien repararía en una mujer desnuda en la playa».

Me adentré en el agua, viendo cómo los pececillos se dispersaban a mi alrededor. El tono enrojecido de manos y pies había dado paso a un oscuro bronceado que contrastaba con mis blancos brazos y piernas. El pelo enmarañado me caía sobre los omóplatos.

Me froté el cuerpo con las manos. Luego cogí la ropa sucia que había dejado en la orilla y la enjuagué en el mar. Intenté desenredarme el cabello con los dedos, suspirando por una goma de pelo.

Salí del agua ligeramente más limpia que antes y me puse la ropa interior mojada y la camiseta de T.J. me llegaba hasta los muslos, por lo que no me puse los vaqueros.

—No me he puesto los pantalones —expliqué al volver al chamizo—, pero es que tengo calor y quiero dejar que se sequen.

—No pasa nada.

—Ojalá tuviéramos algo para pescar. Hay toneladas de peces en la ensenada —se me hacía la boca agua sólo de pensarlo, y mi estómago protestó de hambre.

—Podríamos intentar ensartarlos. Voy a lavarme, y luego buscaremos unos palos largos para usarlos como arpones. También habría que recoger más leña.

T.J. regresó al chamizo cinco minutos más tarde, con el pelo mojado y una muda limpia. Entre los brazos traía algo grande y voluminoso.

—Mira lo que he encontrado en el agua.

—¿Qué es?

Posó el objeto en el suelo y lo giró hacia mí para que leyera lo que ponía a un lado.

—¡El bote salvavidas del avión! —exclamé, dejándome caer de rodillas—. Recuerdo haberlo visto mientras buscaba los chalecos.

Abrimos la funda y extrajimos el bote. Rasgué con las manos la bolsa impermeable que venía pegada a éste y saqué de su interior una hoja en la que se enumeraban los elementos de que constaba. Leí en voz alta:

—«Capota para el bote situada en el compartimento de accesorios. Consta de dos puertas enrollables y un recolector de agua de lluvia en la parte superior de la misma. También disponibles por encargo radiobalizas y localizadores de emergencia». —No pude evitar hacerme ilusiones—.T.J., ¿dónde está el compartimento de los accesorios?

Él hurgó en la funda y sacó otra bolsa impermeable. Las manos me temblaban mientras rasgaba el plástico, y en cuanto logré hacer un agujero lo bastante grande, volqué su contenido en la arena. Revolvimos los objetos y nuestras manos se topaban sin querer al rebuscar. No encontramos nada útil para facilitar nuestro rescate. Ningún localizador de emergencia, ninguna radiobaliza, teléfono vía satélite o radiotransmisor.

Mis esperanzas se esfumaron.

—Supongo que encargar los accesorios adicionales les parecería un gasto superfluo.

T.J. negó despacio con la cabeza.

Pensé en lo que podría haber ocurrido si hubiésemos encontrado un localizador de emergencia: «¿Lo enciendes y ya está? ¿Te sientas a esperar que vengan a rescatarte?».

Se me humedecieron los ojos. Parpadeé con fuerza para contener las lágrimas y empecé a repasar el contenido de la bolsa de accesorios: un cuchillo, un botiquín de primeros auxilios, una lona impermeable, dos mantas, una cuerda y dos contenedores de plástico plegables de dos litros de capacidad cada uno.

Abrí el botiquín de primeros auxilios: paracetamol, Benadryl, pomada antibiótica, crema de cortisona, tiritas, toallitas impregnadas en alcohol y un frasco de Imodium.

—A ver esas manos —le dije a T.J.

Las extendió y le puse pomada antibiótica y tiritas en las ampollas.

—Gracias.

—Esto puede salvarte la vida —dije, cogiendo el frasco de Benadryl.

—¿Por qué?

—Sirve para frenar las reacciones alérgicas.

—¿Y esto de aquí? —preguntó, señalando un frasco blanco.

Lo miré de reojo y aparté la vista.

—Es Imodium, un antidiarreico.

T.J. soltó una carcajada.

El bote salvavidas se inflaba automáticamente mediante una lata de dióxido de carbono. Cuando pulsamos el botón, se hinchó tan deprisa que tuvimos que apartarnos de un brinco.

Colocamos la capota y el recolector de agua. El bote salvavidas se parecía a una de esas plataformas inflables en las que tanto les gustaba botar a mis sobrinos, aunque no era tan alto, ni mucho menos.

—Aquí deben de caber unos diez litros de agua —dije, señalando el recolector.

Volvía a estar sedienta, por lo que deseé que el chaparrón de la tarde cayera pronto.

Dos faldones de nailon colgaban a ambos lados del bote y se sujetaban a éste mediante cierres de velero. Dejarlos abiertos durante el día permitiría la entrada de aire y luz. A su vez, las mosquiteras enrollables dejaban una pequeña abertura.

Empujamos la balsa hasta el chamizo y echamos más leña al fuego antes de dirigirnos al cocotero. T.J. abrió un coco ensartándolo con el cuchillo y golpeando el mango con el puño. Recogí el agua del coco en uno de los contenedores de plástico de la balsa.

—Creía que sería más dulce —apuntó T.J. después del primer sorbo.

—Yo también.

Tenía un gusto ligeramente amargo, pero no estaba mal.

T.J. cortó la pulpa del coco con el cuchillo. Yo estaba tan hambrienta que me hubiese comido todos los cocos que había en el suelo. Habíamos compartido cinco cuando por fin me di por satisfecha. T.J. comió uno más, y me pregunté cuánta comida haría falta para saciar el apetito de un chico de dieciséis años.

La lluvia llegó una hora después. Nos dejamos empapar, entre risas y hurras, viendo cómo los diversos recipientes se llenaban hasta el borde. Dando gracias al cielo por tanta abundancia, bebí hasta que no pude más; el agua se agitaba en mi estómago cada vez que me movía.

Al cabo de una hora, fuimos a orinar de nuevo. Lo celebramos comiéndonos otro coco y dos frutas del pan.

—Me gusta más el coco que la fruta del pan —declaré.

—A mí también. Aunque, ahora que tenemos un fuego, podríamos asarla para ver si sabe mejor.

Recogimos más leña y buscamos ramas largas para usarlas como arpones. Extendimos la lona impermeable por encima del chamizo y la sujetamos con la cuerda para protegerlo mejor de la lluvia.

T.J. hizo cinco muescas con el cuchillo en el tronco de un árbol. Ninguno de los dos mencionó la posibilidad de que pasara otro avión.

Antes de acostarnos, avivamos el fuego tanto como pudimos sin que llegara a quemar el chamizo. T.J. se metió en el bote salvavidas y yo lo seguí. Llevaba la camiseta que él me había prestado a modo de camisón. Cerré la mosquitera enrollable a mi espalda. Por lo menos estaríamos más a salvo de los mosquitos.

Desenrollamos los faldones de nailon y los fijamos con los cierres de velero. Extendí las mantas y coloqué los cojines del avión a modo de almohadas. Las mantas eran ásperas, pero nos mantendrían calientes cuando el sol se pusiera y la temperatura descendiera. Los cojines eran delgados y olían a humedad, pero comparados con dormir en el suelo resultaban comodísimos.

—Esto es espectacular —suspiró T.J.

—Ya.

El bote salvavidas era un poco más pequeño que una cama de matrimonio. Compartirla con T.J. significaba que no habría más que unos centímetros entre ambos, pero estaba demasiado cansada para preocuparme por eso.

—Buenas noches, T.J.

—Buenas noches, Anna —respondió con tono soñoliento, y en cuanto me dio la espalda cayó en un profundo sueño.

Segundos después, yo hice lo mismo.

Me desperté a media noche para comprobar si el fuego seguía encendido. Sólo quedaban rescoldos, así que le eché más leña y lo aticé con un palo, llenando el aire de chispas. Cuando las llamas crepitaban de nuevo, volví a la cama.

T.J. se despertó cuando me acosté a su lado.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Nada. He avivado el fuego. Sigue durmiendo.

Cerré los ojos y ambos dormimos hasta que salió el sol.