Cuatro años después
La nuestra es una casa de campo de estilo Craftsman, verde salvia con molduras color crema, rodeada de árboles. El garaje, con capacidad para tres coches, alberga el Tahoe de T.J., su camioneta y mi Nissan Pathfinder blanco, casi imposible de mantener limpio cuando uno vive en pleno bosque.
Hay un despacho con puertas acristaladas cerca de la cocina, que es muy espaciosa, y una pared está repleta de estantes abarrotados de libros desde el suelo hasta el techo. Paso bastante tiempo allí, acurrucada en un mullido sillón, con los pies apoyados en un taburete.
Tenemos dos porches, uno delante y otro detrás. El de atrás está protegido con mosquiteras, y lo frecuentamos bastante porque no tenemos que preocuparnos por las picaduras de los insectos. Bo puede correr a sus anchas por el bosque, y cuando no anda persiguiendo conejos, se echa una siesta enroscado a nuestros pies.
La casa dispone de cuatro dormitorios y todas las comodidades de la vida moderna. Sin embargo, no hay chimenea ni barbacoa.
Esta noche tenemos la casa llena. Todo el mundo ha venido para celebrar que cumplo treinta y ocho años. Siempre tenemos las puertas abiertas para los amigos y la familia.
Mi suegra y mi hermana están en la cocina, intercambiando recetas y tomando una copa de vino. No me está permitido cocinar el día de mi cumpleaños, así que Tom va a traer la cena de la ciudad. No tardará en llegar, por lo que no puedo hacer mucho más que relajarme.
Las hermanas de T.J., Alexis y Grace, de diecisiete y dieciocho años, se han sentado en el porche delantero con Joe y Chloe. A sus trece años, Joe quisiera tener por lo menos otro chico de su edad en la familia, pero bebe los vientos por Alexis, así que en el fondo no le importa demasiado estar entre chicas.
Saco dos cervezas de la nevera y voy al salón. T.J. está repantigado en el sofá, viendo la tele. Me inclino para besarlo, abro la cerveza y se la dejo en una mesita cercana.
—¿Qué tal lo estás pasando? —pregunta en susurros, porque nuestra hija duerme sobre su pecho con el pulgar metido en la boca.
Ambos sabemos que si Josephine Jane Callahan, más conocida como Josie, se despierta antes de haber dormido lo suficiente, lo lamentaremos todos.
—Puedo dejarla en la cuna —sugiero a media voz, pero T.J. niega con la cabeza.
—Está muy bien aquí.
Es la niña de sus ojos.
Le ofrezco la otra cerveza a Ben, que está sentado en un sillón al lado del sofá y parece bastante cómodo con Thomas James Callahan hijo dormido en su regazo, lo que no deja de ser curioso, ya que, cuando vino al hospital a conocer a los gemelos, dijo que nunca había cogido a un bebé en brazos.
—¿Qué nombre le vais a poner? —preguntó después de que T.J. lo acomodara en una silla y lo dejara sostener a nuestro hijo—. Como haya dos T.J., me haré un lío.
—Le pondremos Mick —respondió T.J.
—¿Por Mick Jagger? ¡Qué guay!
T.J. y yo nos echamos a reír.
—No, por otro Mick —repuso T.J.
No intentamos tener hijos enseguida. Yo estaba empeñada en no forzar las cosas, y si al final resultaba que habíamos esperado demasiado, había otros modos de formar una familia. Finalmente, tras seis meses de intentos y con la ayuda de un tratamiento para la infertilidad, nuestros hijos se concibieron en una consulta médica, como siempre supimos que ocurriría, usando el semen que T.J. había congelado a los quince años.
Me gusta pensar que las cosas ocurren por algún motivo, y creo que los gemelos llegaron exactamente cuando estábamos listos para recibirlos. «Lo pasaréis mal con dos bebés de golpe», nos decía todo el mundo, pero T.J. y yo sabemos lo que es pasarlo mal, y desde luego tener la suerte de disfrutar de dos bebés sanos no lo es. No digo que sea fácil, por supuesto. Hay días mejores y días peores.
Los gemelos ya tienen once meses, y es cierto eso de que el tiempo pasa volando cuando tienes hijos. Parece que fue ayer cuando iba por la casa caminando como un pato, con la mano en los riñones y preguntándome cuánto tiempo más los llevaría en mi vientre, y ahora aquí están, gateando por todas partes y a punto de dar sus primeros pasos.
Dejo a T.J. con Ben y vuelvo a la cocina. David se ha unido a Jane y Sarah, y me saluda con un beso en la mejilla.
—Feliz cumpleaños —dice, y me ofrece un ramillete de flores.
Corto los tallos bajo el grifo y luego los pongo en un jarrón que dejo en la encimera, junto a las rosas que T.J. me ha regalado esta mañana.
—¿Una copa de vino? —le pregunto.
—Ya me la sirvo yo. Tú siéntate y relájate.
Me uno a Sarah y Jane. Stefani también está aquí. Rob y los niños tienen gastroenteritis, así que ha venido sola, pues no quería contagiar a nadie. En momentos como éste, en los que todas las personas a las que quiero se hallan bajo un mismo techo, me siento colmada. Sólo me gustaría que mis padres también estuvieran aquí. Para que conocieran a mi marido. Para que cogieran a sus nietos en brazos.
Hasta hace poco seguía yendo al centro de acogida familiar tres veces por semana, pero los trayectos diarios de ida y vuelta acabaron pasándome factura. Jane se quedaba con los gemelos los días que me dedicaba al voluntariado, pero había llegado el momento de cambiar de tercio. He fundado una organización benéfica de apoyo a familias sin hogar y la dirijo desde el despacho de mi casa mientras los niños juegan a mis pies. Es algo con lo que disfruto mucho. El centro de acogida de Henry recibe todos los años una generosa donación, y siempre lo hará.
En un instituto cercano puse un anuncio como profesora de refuerzo, y tengo unos pocos alumnos. Vienen a casa por la tarde, nos sentamos a la mesa de la cocina y los ayudo con los deberes. A veces echo de menos estar delante de toda una clase, pero por ahora me conformo con lo que tengo.
T.J. dirige una pequeña empresa de construcción. Hace una o dos casas al año y levanta la estructura de madera codo con codo con sus hombres. No volvió a clase después del primer semestre en la escuela de estudios superiores, pero eso me da igual. Es su decisión, no la mía. T.J. es feliz en espacios abiertos.
Además, dedica parte de su tiempo y dinero a la organización solidaria Habitat for Humanity. Dean Lewis también trabaja como voluntario en dicha organización, y la sexta casa que ayudó a construir fue la suya. Se casó con Julie, una chica a la que conoció en el restaurante, y Leo está encantado de ser el hermano mayor de una niña a la que sus padres han bautizado como Annie.
Hace unos meses se me ocurrió llevarle el almuerzo a T.J. mientras estaba trabajando. Verlo haciendo algo que le encanta también me hace feliz. Ese día había un nuevo fontanero trabajando en la obra, y como no me conocía de nada, silbó al verme y me saludó al grito de «¡Ey, preciosura!». T.J. no tardó en ponerlo en su sitio. Se supone que debería sentirme ofendida y rechazar los piropos como una afrenta a la dignidad femenina, pero lo cierto es que no me molestó en absoluto.
Hace un par de años descubrimos algo interesante. Un policía de Malé nos llamó para hacernos unas preguntas referentes a un caso pendiente. La familia de un hombre que había sido dado por desaparecido en mayo de 1999 había descubierto recientemente un diario entre sus pertenencias. En él, Owen Sparks, el millonario fundador de una empresa punto com de California, había descrito con pelos y señales cómo pensaba cambiar su estresante estilo de vida por la paz y soledad de una isla desierta en las Maldivas. Le habían seguido la pista hasta Malé, pero no más allá. El policía quería saber más cosas sobre el esqueleto que nosotros habíamos encontrado. No hay manera de confirmar a ciencia cierta si era él, pero parece probable. Me pregunto si Owen hubiese salido adelante de haber tenido a alguien a su lado, como nos teníamos T.J. y yo. Supongo que nunca lo sabremos.
Llevo una jarra de limonada al porche del frente y lleno los vasos. Fuera huele a césped recién cortado y flores. Tom acaba de aparcar en el sendero de grava. Hemos decidido que una selección de manjares de la charcutería Perry’s Deli es perfecta para una cálida noche de mayo, y David sale para ayudar a Tom a llevarlo todo dentro. Stefani y yo lo colocamos en la encimera de la cocina y estoy a punto de llamar para que se sirvan, cuando Ben se me acerca sosteniendo a Mick con los brazos extendidos. Percibo el inconfundible olor a pañal sucio.
—Creo que Mick ha hecho un regalito —dice.
—Hay pañales y toallitas junto al cambiador de la habitación de los niños. Ah, y no te olvides de ponerle bastante crema. Tiene el culito un poco irritado.
Ben me mira boquiabierto, preguntándose cómo salir de ésta, cuando T.J., que ha presenciado la escena desde el primer momento, rompe a reír a carcajadas.
—Tío, que se está burlando de ti.
Ben me mira y me encojo de hombros.
—Me lo has puesto en bandeja.
Su expresión de alivio resulta casi cómica.
T.J. tiende los brazos hacia Mick.
—Josie también lleva el pañal cargadito. Ya que estoy, será mejor que los cambie a los dos.
—Eres un buen hombre —le digo. Y es cierto.
Ben le pasa el bebé.
—Cobarde —le espeta risueño T.J., mientras sale de la habitación con un niño en cada brazo.
Yo sonrío para mis adentros. Sé lo mucho que le gusta que su mejor amigo esté presente en nuestra vida. A sus veinticuatro años, Ben podría estar perfectamente en algún bar y no aquí, con un bebé en brazos. Se ha echado una novia formal que se llama Stacy, y T.J. dice que ella es la responsable de que su amigo se haya convertido en un adulto maduro. Pero aún le falta un hervor.
Todo el mundo se sirve comida y busca un rincón donde sentarse. Algunos se decantan por los escalones de la entrada, otros por el porche con mosquiteras, y unos pocos, entre ellos T.J. y yo, nos quedamos en la cocina.
Sentamos a los gemelos en sus tronas para darles trocitos de pan y embutido. Les ofrezco alguna cucharada de ensalada de patata mientras mordisqueo mi sándwich y bebo un té helado a sorbitos. T.J. está sentado a mi lado, y se agacha para recoger el vaso con asas y tetina que Josie insiste en arrojar al suelo sólo para comprobar si él se lo recogerá una vez más. Huelga decir que lo hace.
Cuando todos terminan de comer, me cantan cumpleaños feliz. Soplo las treinta y ocho velas que Chloe se ha empeñado en ponerle a la tarta. Me parece una crueldad, pero lo único que puedo hacer es reírme. Desde hoy y hasta el 20 de septiembre, cuando T.J. cumpla veinticinco, soy catorce años mayor que él en lugar de trece, pero tampoco puedo hacer nada al respecto.
Todos levantan su copa para brindar por mí. Me siento tan feliz que tengo ganas de llorar.
Más tarde, cuando todos se han ido y los gemelos duermen ya, T.J. viene a sentarse conmigo en el porche. Trae dos vasos de agua con hielo y me ofrece uno.
El hecho de beber agua fría de un vaso de cristal sigue siendo una grata novedad para nosotros. Le doy un buen trago y la dejo en la mesa que hay junto a mí.
T.J. se acomoda en el confidente de ratán y tira de mí para que me siente en su regazo.
—No creo que puedas seguir haciendo eso durante mucho tiempo —le digo, besándolo en el cuello, algo que hago por dos motivos: a T.J. le gusta, y es mi manera de comprobar que no le han salido bultos. Gracias a Dios, nunca he encontrado ninguno.
—Claro que podré —replica, sonriendo y acariciándome la barriga.
Decidimos intentar tener otro hijo y me quedé embarazada a la primera, lo que nos pilló a ambos por sorpresa. Esta vez sólo llevo un bebé en el vientre y no sabemos si es niño o niña. Nos da igual, mientras esté bien. Salgo de cuentas dentro de cuatro meses, así que los gemelos sólo tendrán quince meses cuando eso ocurra, lo que viene a confirmar que hay que tener cuidado con lo que se desea.
Pienso en la isla a menudo. Cuando los niños sean mayores, tendremos una buena aventura que contarles.
Nos saltaremos algunas partes, claro está.
También les contaremos que esta casa y el terreno que la rodea es nuestra isla.
Y que, por fin, T.J. y yo estamos en casa.