Capítulo 68
T.J.

Tres meses después, un cálido día de junio cogimos el coche. Anna se había puesto unas gafas de sol y mi gorra de béisbol de los Chicago Cubs. Bo iba en el asiento trasero, sacando la cabeza por la ventanilla. En la radio, los Eagles cantaban Take it Easy y Anna se descalzó, subió el volumen y se puso a corearlos mientras dejábamos atrás la ciudad.

Hacía poco que habían puesto los cimientos de nuestra nueva casa. Ambos habíamos impreso las huellas de las manos en el hormigón fresco, que Anna había rubricado garabateando nuestros nombres y la fecha con el dedo. Yo había contratado a una cuadrilla de operarios y habíamos empezado a levantar la estructura de madera, así que la casa ya iba tomando forma. Si todo iba según lo previsto, esperábamos instalarnos en Halloween.

Cuando llegamos, aparqué y cogí la pistola de clavos del maletero. Anna se echó a reír y me caló un sombrero de vaquero en la cabeza. Aunque debería llevar gafas de seguridad, me puse unas de aviador. Nos acercamos a una pila de tablones de madera y cogí un par de cinco por quince.

—Menuda herramienta llevas ahí —bromeó Anna—. Creía que te apetecería hacerlo a la antigua usanza. Con un martillo, vaya.

—¡Ni hablar! —exclamé entre risas, empuñando la pistola de clavos—. Me encanta este chisme.

Lo que estábamos a punto de hacer había sido idea de Anna. Quería ayudarme a clavar algunos tablones, tal como hacía cuando construí la casa en la isla. «Concédeme ese capricho, anda —había dicho—, por los viejos tiempos». Como si yo pudiera negarle algo.

—¿Lista? —pregunté, colocando el tablón en su sitio.

Anna lo sujetó.

—Dale fuerte, T.J.

Apunté y apreté el gatillo.

¡Pam!