Capítulo 65
Anna

Bo y yo paseábamos por la ciudad durante horas. Un cálido día de septiembre se le soltó la correa y pasé diez minutos tratando de darle alcance, mientras él corría por la acera como alma que lleva el diablo, esquivando a los transeúntes. Finalmente logré cogerlo por el collar y volví a engancharle la correa con un suspiro de alivio. A tan sólo unos pasos de allí, un niño nos miraba desde un portal. Por encima de su cabeza había un letrero con la inscripción «Centro de acogida familiar».

—¿Es tuyo el perro? —preguntó el niño.

Llevaba una camiseta raída y necesitaba un corte de pelo.

Tenía la nariz y las mejillas salpicadas de pecas.

Me incorporé y me acerqué con Bo.

—Sí. Se llama Bo. ¿Te gustan los perros?

—Sí. Sobre todo los amarillos.

—Es un golden retriever. Tiene cinco años.

—¡Anda, igual que yo! —exclamó el niño, y se le iluminó el semblante.

—¿Cómo te llamas?

—Leo.

—Bien, Leo, puedes acariciar a Bo si quieres. Pero a los animales hay que tocarlos con suavidad, ¿vale?

—Vale —Leo le acarició el pelaje con cuidado, mirándome con el rabillo del ojo para comprobar si me fijaba en lo bien que lo hacía—. Ahora debo irme —dijo de pronto—. Henry me ha dicho que no salga de casa. Gracias por dejarme acariciar tu perro.

Abrazó a Bo y, antes de que pudiera despedirme, entró corriendo en la casa. El perro tiró de la correa en su dirección.

—Vamos, Bo —dije, tirando con firmeza en la dirección opuesta, y volvimos a casa.

Al día siguiente regresé sola. Había dos mujeres apostadas cerca de la entrada, una de ellas con un bebé apoyado en la cadera.

—Oye, monada, ¿no te habrás equivocado de dirección? —me espetó una, y la otra se rio.

Hice caso omiso y crucé la puerta, que estaba abierta. Una vez dentro, recorrí la estancia con los ojos en busca de Leo. Era lunes y no había ningún niño a la vista. Según las leyes federales, todos los niños tienen derecho a la escolarización, incluidos los que no disponen de residencia fija. Por suerte, las familias del centro de acogida parecían disfrutar de ese derecho.

Un hombre se me acercó, secándose las manos con un paño de cocina. Le eché cincuenta y tantos. Llevaba vaqueros, un polo desteñido y zapatillas deportivas.

—¿En qué puedo ayudarla? —preguntó.

—Me llamo Anna Emerson.

—Henry Elings —se presentó, y me estrechó la mano.

—Ayer conocí a un niño que estaba ahí fuera, asomado a la puerta. Le gustó mi perro —Henry sonrió—. Me preguntaba si necesitan voluntarios.

—Necesitamos muchas cosas, entre ellas voluntarios, sin duda.

Su mirada era cálida y el tono afable, pero seguramente no era la primera vez que oía ofrecimientos similares. Muchas amas de casa y damas con inquietudes filantrópicas de los barrios residenciales se dejaban caer por allí para luego presumir ante sus compañeras del club de lectura de su compromiso con los más desfavorecidos.

—Las necesidades de nuestros huéspedes son muy básicas —prosiguió—. Comida y abrigo. No siempre huelen demasiado bien. La higiene deja de ser una prioridad cuando no tienes comida caliente ni un techo que te cobije.

Me pregunté si habría reconocido mi nombre o mi rostro de las fotos de los diarios. Si lo hizo, se abstuvo de hacer ningún comentario.

—He pasado muchos días sin bañarme, y no me importa que alguien huela mal. Sé lo que es pasar hambre y sed, y vivir a la intemperie. Tengo tiempo de sobra y me gustaría venir a colaborar.

Henry sonrió.

—Gracias. Eres bienvenida.

Empecé a llegar al centro de acogida hacia las diez de la mañana todos los días. A esa hora me reunía con los demás voluntarios para preparar y servir el almuerzo. Henry me animaba a llevarme a Bo conmigo.

—A la mayoría de estos niños les encantan los animales. Pocos de ellos han tenido una mascota.

Los pequeños que todavía no iban a la escuela se pasaban horas jugando con Bo, que nunca gruñía cuando lo acariciaban de un modo más brusco o intentaban montarlo como si fuera un poni. Después de almorzar, leía cuentos a los niños, cuyas madres, exhaustas y estresadas, empezaron a verme con buenos ojos, pues cogía en brazos a sus pequeños y sentaba a los bebés en mi regazo. Hacia el final de la tarde, cuando los niños en edad escolar salían de clase, los ayudaba con los deberes e insistía para que los terminaran antes de sacar los juegos de mesa que les había comprado.

Leo solía buscarme en cuanto llegaba, ansioso por compartir conmigo cuanto había aprendido en clase. Su entusiasmo por la escuela no me sorprendía nada. La mayoría de los niños se beneficiaba del ambiente estable del entorno escolar, y más aún aquellos que carecían de un hogar propiamente dicho. Muchos nunca habían tenido libros ni material con el que dibujar y pintar, y les encantaba aprender canciones o corretear por el patio durante el recreo.

—¡Estoy aprendiendo a leer, señorita Anna!

—Cuánto me alegro, Leo —lo abracé—. Aprender a leer es algo maravilloso.

Me miró con una sonrisa exultante, pero de pronto se puso muy serio.

—Voy a aprender muy bien, señorita Anna. Y luego enseñaré a mi papá.

Dean Lewis, el padre de Leo, tenía veintiocho años, llevaba casi un año en el paro y era uno de los dos únicos padres solteros que vivían en el centro de acogida. Me senté junto a él después de comer. Me miró con recelo.

—Hola, Dean.

—Señorita Anna —contestó, asintiendo.

—¿Qué tal va la búsqueda de trabajo?

—De momento, nada.

—¿Qué clase de trabajo hacías antes?

—Ayudante de cocina. Trabajé en el mismo restaurante durante siete años. Empecé fregando platos.

—¿Qué ocurrió?

—El propietario tuvo una mala racha. Se vio obligado a vender. El nuevo jefe nos echó a todos.

Mientras hablábamos, Leo jugaba al pilla pilla con otros dos niños.

—Oye, Dean…

—¿Sí?

—A lo mejor puedo ayudarte.

Resultó que algo sí sabía leer. Había memorizado las palabras más habituales —y toda la carta del restaurante—, pero se las veía y deseaba para rellenar los formularios cada vez que quería presentarse como candidato para un puesto de trabajo, y no se había apuntado al paro tras perder su empleo por no saber descifrar los impresos. Un amigo lo había ayudado a rellenar el formulario de un restaurante italiano, pero lo despidieron a los tres días por no saber leer los pedidos.

—¿Eres disléxico? —le pregunté.

—¿Qué es eso?

—Es lo que ocurre cuando tienes la sensación de que las letras no están bien ordenadas.

—No, las letras están perfectas. Soy yo el que no sabe leerlas.

—¿Acabaste los estudios secundarios?

Negó con la cabeza.

—Lo dejé en tercero.

—¿Dónde está la madre de Leo?

—Ni idea. Tenía veinte años cuando él nació, y al cabo de un año dijo que no estaba hecha para ser madre, y eso que nunca se comportó como tal. No podíamos permitirnos pagar la televisión por cable, pero teníamos un viejo aparato de vídeo y se pasaba el día viendo películas. Yo volvía a casa después de trabajar y encontraba a Leo gritando y llorando, con el pañal empapado o algo peor. Ella se marchó un día y nunca volvió. Tuve que buscarle canguro, y para entonces ya pasábamos con lo justo. Poco después de quedarme sin trabajo, dejé de pagar el alquiler —clavó los ojos en el suelo—. Leo se merece algo mejor.

—Yo creo que es bastante afortunado —repuse.

—¿Cómo puede decir eso?

—Porque al menos uno de sus padres se preocupa por él. Es más de lo que tienen otros niños.

A lo largo de los siguientes dos meses, trabajé con Dean día tras día. Empezábamos después de almorzar y seguíamos hasta que Leo y los demás niños volvían de la escuela. Usando libros de ejercicios basados en la fonética, le enseñé las distintas combinaciones de letras, y no tardó en empezar a leerles cuentos sencillos a los niños. A menudo se sentía frustrado, pero yo no dejaba que se desanimara y le infundía confianza, elogiándolo cada vez que dominaba una lección difícil.

Cuando volvía a casa después de haber servido la cena en el centro de acogida, salía a correr un buen rato. Septiembre dio paso a octubre. Me puse prendas más abrigadas y seguí adelante. Un día de noviembre, Bo y yo nos detuvimos a abrir el buzón del correo. Saqué unas pocas facturas y una revista, y allí estaba. Un sobre de dimensiones normales con el nombre de T.J. y una dirección escrita a mano en el ángulo superior izquierdo.

Subí la escalera a toda prisa, abrí la puerta del piso y le quité la correa a Bo. Cuando abrí el sobre y leí la carta, rompí a llorar.

***

—Abre la puerta de una puñetera vez, Anna. ¡Sé que estás ahí! —gritó Sarah.

Yo estaba tumbada en el sofá, con la mirada fija en el techo. No había contestado a ninguno de los mensajes que me había enviado en las últimas veinticuatro horas, y sólo era cuestión de tiempo que se presentara en mi piso.

Fui a abrir. Sarah entró agitadamente, pero la esquivé y regresé al sofá.

—Bueno, por lo menos sé que estás viva —dijo, plantándose ante mí. Entonces se fijó en la maraña de mi pelo, en el pijama arrugado—. Menuda pinta tienes. ¿Te has duchado hoy, o ayer?

—Te aseguro que puedo pasar mucho más tiempo sin ducharme.

Me cubrí las piernas con una manta de forro polar y Bo apoyó la cabeza en mi regazo.

—¿Cuándo fue la última vez que fuiste al centro de acogida?

—Hace unos días —farfullé—. Le dije a Henry que estaba enferma.

Se sentó en el sofá.

—Anna, cuéntamelo. ¿Qué ha pasado?

Fui a la cocina y volví con el sobre.

—El otro día me llegó esto por correo —dije—. Es de T.J.

Sarah lo abrió y sacó la tarjeta de visita de un banco de semen. Debajo del número de teléfono, ponía: «He hecho todas las gestiones necesarias».

—No lo entiendo —repuso Sarah.

—Mira en el dorso.

Mi hermana dio la vuelta a la tarjeta. Detrás, T.J. había garabateado «Por si nunca lo encuentras».

—Oh, Anna… —Sarah me rodeó con los brazos y me sostuvo mientras yo sollozaba.

Me convenció de que me duchara mientras ella se encargaba de la cena. Volví a la sala descalza, con el pelo mojado y peinado hacia atrás. Me había puesto un pantalón de pijama limpio y una sudadera.

—¿A que te sientes mejor? —preguntó.

—Sí.

Me senté en el sofá y me puse un par de calcetines gruesos. Sarah me sirvió una copa de vino tinto.

—He pedido comida china —dijo—. Estará a punto de llegar.

—Muy bien, gracias.

Bebí un sorbo y dejé la copa en la mesa. Mi hermana vino a sentarse a mi lado.

—Ha sido todo un detalle por su parte.

—Sí —las lágrimas volvieron a anegarme los ojos y a rodar por mis mejillas. Me las enjugué con el dorso de la mano—. Pero nunca podría acunar en mis brazos a un bebé que tuviera sus ojos, o su sonrisa, si no pudiera tenerlo a él también —cogí la copa y tomé otro sorbo—. John jamás habría hecho algo tan altruista.

Sarah me secó una lágrima que se me había escapado.

—Eso es porque John era un poco imbécil.

—Mañana volveré al centro de acogida. Ha sido un pequeño bajón, nada más.

—No pasa nada. Podría ocurrirle a cualquiera.

—Nunca quise a John del modo que quiero a T.J.

—Lo sé.

***

Arrastré un abeto escaleras arriba y lo metí por la puerta a trompicones. Cuando acabé de decorarlo, mi primer árbol de Navidad en los últimos cinco años resplandecía bajo las lucecitas titilantes y los adornos relucientes. Bo y yo pasamos horas tumbados a los pies del árbol, escuchando música navideña.

También ayudé a Henry a adornar el árbol del centro de acogida. Los niños quisieron arrimar el hombro y se encargaron de ponerle copos de nieve que hicimos con cartulina y purpurina.

Dean recibió un regalo de Navidad anticipado. Se había ofrecido para trabajar en un restaurante cercano y lo habían contratado hacía dos semanas. Leer los pedidos que las camareras le iban pasando ya no era un impedimento, y se movía presto entre las mesas, por lo que no tardó en ganarse el aprecio de todos. Con su primer sueldo pagó la fianza de un piso amueblado. Yo lo avalé y pagué el primer año de alquiler por adelantado. Dean no quería aceptarlo, pero lo convencí por el bien de Leo.

—Ya me lo devolverás algún día.

—Lo haré —prometió, abrazándome—. Gracias, Anna.

Pasé la Nochebuena con David, Sarah y los niños. Miramos cómo Joe y Chloe abrían sus regalos y el papel de envolver revoloteaba hecho jirones, y estuvimos una hora montando juguetes y poniéndoles pilas. David se encaprichó tanto con la Playstation que yo le había comprado a Joe que Sarah amenazó con desenchufarla.

—¿Qué tendrán los videojuegos que convierten a los hombres en niños?

—No lo sé, pero a todos los vuelven locos.

Chloe rasgueaba las cuerdas de su guitarra de Barbie sin piedad, y tras pasarme una hora oyéndola, me prometí no volver a regalarle un instrumento musical en la vida. Me escabullí a la cocina, donde reinaba el silencio, y descorché una botella de Cabernet Sauvignon.

Sarah se reunió conmigo poco después. Abrió el horno para comprobar el punto de cocción del pavo. Le serví un poco de vino y alzamos las copas.

—Brindo por tenerte en casa esta Navidad —dijo mi hermana—. Recuerdo la del año pasado, lo duro que fue pasarla sin ti, ni mamá, ni papá. Aun teniendo a David y los niños, me sentía un poco sola. Dos días después, llamaste por teléfono. A veces todavía me cuesta trabajo creerlo, Anna.

Dejó la copa en la mesa y me abrazó.

—Feliz Navidad, Sarah —le dije, devolviéndole el abrazo.

—Feliz Navidad.

Al día siguiente, me acerqué al centro de acogida a eso de las doce para llevar unos regalos: consolas portátiles para los niños, brillo de labios y bisutería de juguete para las niñas, animales de peluche y libros para los más pequeños. Los bebés recibieron suaves mantas de forro polar, pañales y leche. Henry se disfrazó de Papá Noel para repartir los regalos. Le encasqueté unas astas de reno a Bo y le até unos cascabeles al collar. No se puede decir que le chiflaran.

Estaba leyendo Frosty, el muñeco de nieve a un grupo de niños, cuando Henry se acercó con un sobre en la mano.

En cuanto terminé de leer el cuento, les dije a los niños que se fueran a jugar.

—Alguien hizo una donación anónima anteayer —dijo. Abrió el sobre y me enseñó un talón por una cantidad importante—. Me pregunto por qué alguien querría hacer algo así sin darme la oportunidad de agradecérselo —observó.

Me encogí de hombros y le devolví el talón.

—No lo sé. A lo mejor porque no quería que se le diera publicidad —y pensé: «Precisamente por eso lo he hecho así».

Ayudé a servir la cena de Navidad y luego Bo y yo volvimos a casa andando. Caía una suave nevada y las calles estaban desiertas.

De pronto, Bo salió disparado y la correa se me escapó de entre los dedos. Eché a correr tras él, pero a los pocos segundos frené en seco.

T.J. estaba en la acera delante de mi casa. Cuando Bo le dio alcance, se inclinó y le rascó detrás de las orejas al tiempo que asía la correa por el extremo. Me acerqué conteniendo la respiración, impulsada por el ansia de volver a verlo.

T.J. se incorporó y vino a mi encuentro.

—Llevo todo el día pensando en ti —dijo—. En la isla te prometí que, si aguantabas un poco más, celebraríamos esta Navidad juntos en Chicago. Siempre mantendré las promesas que te haga, Anna.

Lo miré a los ojos y rompí a llorar. Él abrió los brazos y yo me cobijé en ellos, llorando con tanto desconsuelo que no podía articular palabra.

—Chis… tranquila —susurró.

Hundí la cara en su pecho, inhalando el olor de la nieve y la lana y el suyo propio, mientras me estrechaba con fuerza. Unos minutos más tarde, me puso una mano debajo de la barbilla y me hizo mirarlo a los ojos. Me secó las lágrimas, como había hecho tantas otras veces.

—Tenías razón. Necesitaba estar solo. Pero algunas de las experiencias que querías que viviera me han pasado de largo, y ahora no puedo volver atrás. Sé lo que quiero: te quiero a ti, Anna. Te quiero y te echo de menos. No sabes cuánto.

—No encajo en tu mundo.

—Yo tampoco encajo en mi mundo —dijo, y en su expresión había una mezcla de ternura y firmeza—. Así que inventémonos nuestro propio mundo. No será la primera vez que lo hagamos.

En mi mente resonaron las palabras de mi madre, casi como si la tuviera a mi lado, susurrándome al oído: «¿Es tu vida mejor con él, Anna, o sin él?». Y en aquel preciso instante, en aquella acera, decidí no volver a preocuparme por cosas que tal vez nunca se torcieran.

—Te quiero, T.J. Y quiero que vuelvas.

Él me estrechó con fuerza y lloré hasta dejar su jersey empapado.

—Soy muy llorona, ya lo sabes —comenté luego, separando el rostro de su pecho.

Me apartó el pelo de la cara y sonrió.

—También vomitas bastante.

Reí entre lágrimas. Sus labios rozaron los míos y nos quedamos en la acera, besándonos bajo la nieve, mientras Bo esperaba pacientemente a nuestros pies.

Entramos en el piso y estuvimos horas hablando, tendidos sobre una manta delante del árbol de Navidad.

—Nunca he querido a nadie más, T.J. Sólo buscaba lo mejor para ti.

—Tú eres lo mejor para mí —repuso, acunando mi cabeza entre sus brazos y enlazando sus piernas con las mías—. No pienso irme a ninguna parte, Anna. Quiero estar donde estés tú.