Me arrastré escaleras arriba a las nueve y media de la noche de un sábado y, en cuanto abrí la puerta, deduje que la fiesta había empezado sin mí. Había por lo menos quince personas tomando cerveza y chupitos en la cocina y el salón.
Los chicos de la constructora y yo estábamos intentando terminar un encargo urgente en Schaumburg y llevábamos un mes trabajando catorce horas diarias, seis días a la semana, hasta que se hacía de noche. Deseé que toda aquella gente se esfumara.
Ben salió de su habitación, seguido por una chica.
—Hola, tío. Date una ducha y únete a la fiesta.
—Estoy hecho polvo.
—Anda, no te hagas de rogar. No tardaremos en bajar al bar. Tómate algo mientras, y si aún estás cansado cuando nos larguemos, puedes quedarte sobando.
—Vale.
Me di una ducha y me puse unos vaqueros y una camiseta, pero me quedé descalzo. Abriéndome paso entre la gente que seguía de fiesta en mi cocina, saludé a los que conocía y me pregunté de dónde demonios habrían salido todos los demás. Cogí una coca-cola y una caja de pizza de la nevera y me apoyé en la encimera para dar cuenta de varias porciones sin siquiera calentarla.
—Hola, T.J. —me saludó una chica, acodándose en la encimera junto a mí.
—Hola.
Su rostro me resultaba familiar, pero no recordaba su nombre.
—Alex —se adelantó ella.
—Eso es. Ya me acuerdo.
Era la chica que se había sentado a mi lado en el sofá de casa de Coop, en la fiesta a la que había ido nada más volver de la isla. La rubia maquillada a tope. Seguí comiendo mi pizza.
Alex me rodeó con un brazo para alcanzar la nevera y la abrió. Cuando se inclinó para coger una cerveza, casi se le salieron las tetas de la camiseta de tirantes.
—¿Quieres una? —preguntó, sosteniendo una lata.
Cuando terminé de comer la abrí, le di un buen trago y volví a dejarla en la encimera.
Ben entró y me pasó un porro. Le di una calada y retuve el humo.
—¿Quieres? —le pregunté a Alex después de exhalar.
Ella asintió, le dio una buena calada y me lo devolvió. Nos lo fuimos pasando hasta dejarlo reducido a una colilla. Si me colocaba lo bastante, quizá lograra dormir toda la noche de un tirón en lugar de despertarme cada hora.
Alex me pasó otra cerveza. Cuando fui al salón para sentarme en el sofá, me siguió. A partir de ese momento ya no se apartó de mi lado.
Tomamos cervezas y fumamos porros hasta que empecé a verlo todo borroso. La gente se largó al bar con Ben, y Alex y yo nos quedamos solos. Estaba a punto de decirle que se fuera con los demás porque quería meterme en el sobre, pero entonces se levantó y me arrastró a trompicones hasta mi dormitorio. Cuando me puso una mano entre las piernas, dejé de pensar con el cerebro y permití que el centro de mando se trasladara a otra zona de mi cuerpo.
A la mañana siguiente me despertó el dolor de cabeza. Alex estaba dormida a mi lado, desnuda, con el maquillaje corrido.
Aparté las sábanas y me dirigí a la puerta, cogiendo algo de ropa por el camino. Pisé algo con la planta del pie, y al inclinarme vi que era el envoltorio de un preservativo.
«Gracias a Dios», suspiré.
Lo tiré al cubo de la basura y fui al cuarto de baño. El agua caliente llenó la estancia de vapor y me froté en la ducha para eliminar todo rastro de Alex. Me vestí, me lavé los dientes y fui a la cocina, donde tomé tres vasos de agua helada.
Estaba viendo la tele cuando ella entró en el salón, media hora después. Recogió su cartera y la chaqueta, y la acompañé hasta la puerta.
—Coge un taxi —le dije, poniéndole en la mano un billete de diez dólares arrugado.
—Llámame —dijo ella—. Ben tiene mi número.
—Lo siento. No voy a hacerlo.
Alex asintió, evitando mirarme a los ojos.
—Bueno, por lo menos eres sincero.
A mediodía, Ben salió de su habitación con paso tambaleante.
—Joder, Callahan. Menudo resacón tengo —se rascó y se desplomó en el sofá junto a mí—. Hay una tía en mi cama, pero no puede ser la misma que me traje a casa anoche, porque estaba mucho más buena.
—Seguro que es la misma, Ben.
—Ya. ¿Qué tal te fue con… como se llame? ¿Te la tiraste?
—Ajá.
—¡Callahan ha vuelto! —exclamó, levantando la mano para chocar los cinco.
—No quiero volver.
Ben bajó la mano con expresión confusa.
—¿Qué pasa, no te ha gustado? Creía que estaba buenísima.
—Sí, y anoche se la podía haber tirado cualquiera.
—Tío, no sé qué decirte. Sé que te jode que las cosas con Anna no salieran bien, pero no entiendo qué buscas.
«Yo sí».
***
En julio empecé el curso puente para sacarme el título de secundaria. Todas las noches, después de haberme pasado el día trabajando en la construcción, volvía a mi piso, me daba una ducha rápida y me reunía con los demás repetidores en una academia durante dos horas. A finales de agosto había conseguido convalidar el título de secundaria y me había matriculado en una escuela de estudios superiores. En otoño empezaron las clases y tuve que renunciar a mi trabajo en la construcción. No sabía qué quería estudiar, y no me veía perdiendo dos años encerrado en un aula, pero tampoco sabía qué otra cosa hacer.
Al empezar el curso, Ben se trasladó otra vez al campus de Iowa y yo me instalé en casa de mis padres, algo de lo que se alegraron mucho, sobre todo mi madre. Estaba tan acostumbrado a trabajar todo el día y luego empalmar con las clases nocturnas que de pronto no sabía qué hacer con mis tardes. La mayoría de mis amigos iban a alguna universidad de otro estado, o lo bastante lejos de Chicago para que no resultara fácil verse durante la semana.
Un día de octubre, al volver a casa, el tiempo había refrescado y la hojarasca caída de los árboles me recordó a Anna y lo mucho que le gustaba el otoño. Me pregunté si habría conseguido trabajo como profesora. Y si estaría con alguien.
—Hola, mamá —dije, dejando caer la mochila en la encimera.
—¿Qué tal la clase? —preguntó.
—Bien —detestaba ser el alumno más mayor de primer curso, y casi todo el tiempo me aburría como una ostra—. Hay algo que quiero hacer —saqué una coca-cola de la nevera—, pero necesito tu ayuda. ¿Dispuesta?
—Claro, T.J. —repuso con una sonrisa.
Por culpa del cáncer, no había podido sacarme el carnet de conducir al cumplir los dieciséis, así que a lo largo del mes siguiente, apenas volvía a casa después de clase, mi madre me enseñaba a conducir. Tenía un Volvo suv con el que íbamos a las afueras, en busca de aparcamientos desiertos y calles tranquilas. Mi madre parecía tan contenta de pasar aquellos ratos conmigo que me sentí como un cretino por no dedicarle más tiempo.
Un día, yendo yo al volante, le pregunté:
—¿Sabías que Anna acabaría rompiendo conmigo?
Mi madre vaciló antes de contestar.
—Así es.
—¿Cómo lo supiste? —«¿Y cómo es que yo no?».
Mi madre bajó el volumen de la radio.
—Porque cuando tú naciste yo tenía veinticinco años, T.J., y me moría de ganas de tenerte. Luego tardé cinco años más en quedarme embarazada de Grace. Al principio me sentía ansiosa, luego preocupada, y casi desesperada a medida que iban pasando los meses. Dos años después de haber nacido Grace, llegó Alexis, y por fin sentí que mi familia estaba completa. Seguramente Anna quiere formar su propia familia.
—Yo la habría formado con ella.
—Quizá le pareciera poco sensato aceptar tu oferta.
No aparté los ojos del coche que tenía delante.
—Le dije que quería pasar el resto de mi vida con ella. Me dijo que yo tenía cosas pendientes. Experiencias que vivir.
—Y estaba en lo cierto. Dice mucho a su favor que no quisiera privarte de vivir esas experiencias.
—Eso es algo que debo decidir yo, mamá.
—Pero no eres el único que deberá vivir con las consecuencias de tu decisión.
De pronto me di cuenta de una cosa y apreté los dientes. Me aparté de la vía y detuve el coche.
—¿Por eso fuisteis tan amables con ella? —me notaba el rostro encendido—. ¿Vamos a portarnos bien con la novia de T.J. mientras esperamos a que lo deje tirado?
Golpeé el volante con los puños.
Mi madre se estremeció y después apoyó una mano en mi brazo.
—No. Anna me cae bien. Me cae mejor aún desde que la conozco. Es una buena chica, T.J. Pero intenté advertirte de que estáis en momentos muy distintos de la vida y no quisiste escucharme.
Miré por la ventanilla hasta que me tranquilicé, y luego arranqué el coche.
—Aún la quiero.
—Lo sé.
***
Me saqué el carnet de conducir y me compré un Chevrolet Tahoe suv negro. Cuando salía de clase, iba a dar una vuelta en coche, primero por las afueras de Chicago y luego hacia los bosques de la periferia, mientras escuchaba una emisora de rock clásico.
Un día pasé por delante de un terreno con un letrero de «se vende» clavado en el suelo. Enfilé el camino de acceso hasta una pequeña casa pintada de azul claro. Aparqué y llamé a la puerta pero nadie salió a abrir, por lo que rodeé la casa hasta la parte de atrás. El terreno se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Cogí un folleto de los que había junto al letrero, en el que había el número de teléfono de una agencia inmobiliaria. Me lo metí en un bolsillo y me fui.