A las dos de la tarde, el termómetro marcaba treinta grados. Mi cuerpo desprendía calor y el sudor me bañaba el rostro mientras mis pies percutían la acera.
No me molestaba. Podía soportar el calor.
Desde finales de junio y a lo largo de todo julio, corrí diez, luego trece y finalmente dieciséis kilómetros diarios, a veces más.
Mientras corría no lloraba, no pensaba y tampoco me torturaba. Me concentraba en respirar correctamente y poner un pie delante del otro.
Tom Callahan me llamó a principios de agosto. Cuando vi el nombre en la pantalla del móvil, el corazón me dio un vuelco, pero la emoción se convirtió en desilusión al cabo de unos segundos, los que tardé en contestar y comprender que no era T.J.
—Esta mañana la compañía del hidroavión ha dado su brazo a torcer. T.J. ya ha firmado el acuerdo extrajudicial. En cuanto lo firmes tú, este asunto quedará zanjado.
—Muy bien.
Cogí un bolígrafo y garabateé la dirección que me dio.
—¿Cómo estás, Anna?
—Bien. ¿Cómo está T.J.?
—Se mantiene ocupado.
Me abstuve de preguntar a qué se refería.
—Gracias por avisarme. Iré a firmar cuanto antes.
Hubo un silencio al otro lado de la línea, que yo acabé rompiendo:
—Por favor, saluda a Jane y las chicas de mi parte.
—Lo haré. Cuídate, Anna.
Esa noche me acurruqué en el sofá junto a Bo con un libro. Había leído dos páginas cuando alguien llamó a la puerta.
Sentí una mezcla de agitación y esperanza, y noté un aleteo en el estómago. Después de hablar con el padre de T.J., me había pasado todo el día preguntándome si éste intentaría ponerse en contacto conmigo. Bo estaba como loco, ladrando y corriendo en círculos, como si supiera que era él. Corrí hacia la puerta y la abrí sin mirar, pero no era T.J.
Era John.
Me miró con cautela. Llevaba el pelo más corto y tenía algunas arrugas en torno a los ojos, pero por lo demás no parecía haber cambiado. Sostenía una caja en las manos. Bo se le acercó y le olisqueó las piernas, dando vueltas a su alrededor.
—Sarah me dio tu dirección. Encontré estas cosas tuyas y pensé que te gustaría recuperarlas.
John miró hacia dentro con disimulo, como tratando de averiguar si estaba sola.
—Pasa —cerré la puerta en cuanto franqueó el umbral—. Perdona que no te llamara al volver. Fue de muy mala educación.
—No pasa nada. No te preocupes.
John dejó la caja sobre la mesa de centro.
—¿Te apetece tomar algo?
—Sí, claro.
Fui a la cocina, abrí una botella de vino y serví una copa para cada uno. La invitación respondía más a una súbita necesidad mía de tomar una copa que a un afán de hospitalidad.
—Gracias —dijo John cuando le ofrecí el vino.
—Siéntate.
Estornudó dos veces seguidas.
—Veo que tienes un perro. Siempre habías querido tener uno.
—Se llama Bo.
John se sentó en la butaca frente al sofá. Dejé mi copa en la mesa de centro y empecé a sacar cosas de la caja. Fue como ver mi ropa colgada en la habitación de invitados de Sarah. Objetos que casi había olvidado, pero que reconocía a la primera.
Retiré la goma elástica que ceñía un fajo de fotografías. En la primera salíamos John y yo delante de la noria gigante del parque de atracciones de Navy Pier, abrazados, él estampándome un beso en la mejilla. Alargué el brazo por encima de la mesilla para enseñarle la foto.
—Mira, qué jóvenes.
—Teníamos veintidós años —precisó él.
Había fotos de nuestras vacaciones e instantáneas de grupo, tomadas con los amigos. Una foto de mi madre con John, delante del árbol de Navidad. Otra en la que él sostenía a Chloe en el hospital, sólo unas horas después de que naciera.
Volver sobre aquellas imágenes me recordó todo lo que había compartido con John, y también que buena parte de nuestra historia común había sido buena. Habíamos empezado con mucha ilusión, pero luego la relación se había quedado estancada, aplastada bajo el peso de los deseos dispares de ambos. Volví a poner la goma alrededor de las fotos y las dejé sobre la mesa.
Saqué de la caja un viejo par de zapatillas deportivas.
—Éstas llevan unos cuantos kilómetros encima.
El siguiente objeto, un CD de Hootie & the Blowfish, me hizo sonreír.
—Estará rayado, porque lo ponías una y otra vez —comentó John.
—Pocas bromas con Hootie.
También había un par de libros de bolsillo, un cepillo y una goma de pelo; un frasco medio vacío de colonia CK One de Calvin Klein, mi fragancia preferida durante buena parte de los años noventa.
Mis dedos rozaron algo casi en el fondo de la caja. Un picardías. Me quedé mirando la vaporosa tela negra y recordé vagamente a John quitándomelo a media noche, poco antes de que me fuera de Chicago.
—Lo encontré al cambiar las sábanas. Nunca llegué a lavarlo —dijo a media voz.
Metí la mano en la caja por última vez y saqué una cajita de terciopelo azul. Me quedé sin palabras.
—Ábrela —me instó John.
Levanté la tapa. El anillo de brillantes relucía sobre el fondo de satén. Respiré hondo, sin saber qué decir.
—Después de llevarte al aeropuerto, fui directamente a la joyería. Sabía que si no me casaba contigo te perdería, y no quería perderte, Anna. Cuando Sarah me llamó para decirme que tu avión se había estrellado, cogí ese anillo y recé para que te encontraran. Luego llamó para decirme que te habían dado por muerta. Fue un golpe muy duro. Pero estás viva, Anna, y sigo queriéndote. Siempre te he querido, y siempre lo haré.
Cerré la cajita de golpe y se la arrojé a la cabeza. Haciendo gala de unos reflejos sorprendentes, John esquivó el golpe. La caja cayó rodando por el suelo de madera.
—¡Yo te quería! ¡Te esperé ocho años, y durante todo ese tiempo no hiciste más que darme falsas esperanzas, hasta que no me quedó más remedio que marcharme con el corazón hecho añicos!
John se levantó de la silla.
—No te entiendo, Anna. Creía que querías casarte.
—Como si eso lo arreglara todo.
John cruzó la habitación y se detuvo junto a la puerta.
—Es por ese chico, ¿verdad?
Me estremecí sólo de pensar en T.J. Me levanté, recogí el anillo del suelo y se lo devolví con brusquedad.
—No. Es porque jamás me casaría con un hombre que sólo me lo pide porque cree que tiene que hacerlo.
A la mañana siguiente fui al bufete de abogados, firmé el acuerdo por el que me comprometía a no demandar a la empresa del hidroavión y recogí el talón que me estaba esperando. De camino a casa, lo ingresé en el banco. Sarah me llamó al móvil una hora después.
—¿Has firmado el acuerdo? —preguntó.
—Sí. Es demasiado dinero, Sarah.
—Pues si quieres saber mi opinión, un millón y medio de dólares es lo mínimo que podían ofrecerte.