—Mira lo que ha llegado por correo —dije al entrar en casa, mientras dejaba las llaves sobre la mesa.
T.J. estaba sentado en el sofá, viendo la tele. Bo dormía a su lado.
—¿Qué es?
—El formulario de inscripción del curso puente que te permitirá obtener el título de secundaria. Llamé el otro día y pedí que nos enviaran información. He pensado que podrías matricularte. Yo te ayudaría a estudiar.
—Puedo empezar en otoño.
—También ofrecen cursillos de verano, y si empezaras ahora podrías sacarte el título a finales de agosto, y luego apuntarte a una escuela universitaria en septiembre. Si yo encontrara trabajo como profesora, podríamos pasar el día en clase, los dos.
T.J. apagó la tele. Me senté a su lado y acaricié a Bo detrás de las orejas. Se hizo un silencio de varios segundos.
—Por lo menos uno de nosotros podría seguir adelante con su vida —apunté.
—¿Qué se supone que significa eso? —preguntó T.J.
—Yo no puedo trabajar. Pero tú sí puedes ir a clase.
—No quiero pasarme el día encerrado entre cuatro paredes.
—Lo estás ahora mismo.
—Sólo estaba esperando que llegaras para que pudiéramos sacar a Bo. ¿A qué viene esto, Anna?
Mi corazón empezó a latir con fuerza.
—No podemos seguir viviendo como si estuviéramos en la isla.
—Esto no se parece en nada a la isla. Tenemos todo lo que necesitamos.
—No. Tú tienes todo lo que necesitas. Yo no.
—Te quiero, Anna. Y quiero pasar el resto de mi vida contigo —sus palabras contenían un mensaje claro: «Me casaré contigo. Formaremos una familia juntos».
Negué con la cabeza.
—Eso no puedes saberlo, T.J.
—Claro, por supuesto que no —replicó con ironía—. ¿Cómo voy a saber lo que quiero si sólo tengo veinte años?
—Nunca te he tratado con condescendencia sólo porque seas joven.
Alzó las manos en el aire.
—Acabas de hacerlo.
—Hay cosas que debes terminar. Y muchas cosas que ni siquiera has tenido ocasión de empezar. No puedo arrebatarte todo eso.
—¿Y si no las quiero, Anna? ¿Y si te quiero a ti en lugar de todas esas cosas?
—¿Durante cuánto tiempo?
Cuando por fin lo entendió, se le desencajó el semblante.
—¿Temes que vaya a dejarte?
—Sí —contesté con un hilo de voz—. Eso es exactamente lo que temo —¿Y si se cansaba de jugar a las casitas y decidía que, en el fondo, no quería sentar cabeza?
—Después de todo lo que hemos pasado juntos, ¿no confías en mí lo bastante como para creer que seguiré a tu lado? —el dolor en su mirada se transformó en ira—. Eso no te lo crees ni tú, Anna —se asomó a la ventana y miró hacia la calle. Cuando se volvió, me espetó—: ¿Por qué no dices la verdad? Eres tú la que quiere buscarse a alguien de su edad.
—¿Qué? —no imaginé de dónde podía haber sacado semejante idea.
—Preferirías estar con un tío mayor. Alguien a quien la gente no trate como a un crío.
—Eso no es cierto, T.J.
—Siempre habrá algún imbécil que crea que puede tirarte los tejos delante de mis narices. No me toman en serio. Para ellos, eres tú la que está pasando el tiempo hasta que surja otra cosa. ¿No se te ha ocurrido que yo puedo tener miedo de que me dejes?
Un tenso silencio se instaló entre ambos. Los minutos se alargaban como horas mientras cada uno esperaba, en vano, que el otro le asegurara que sus temores no tenían razón de ser.
Pensé que la herida dolería menos si arrancaba la tirita de golpe.
—Necesitas pasar una temporada a solas, T.J., y saber cómo es, antes de estar seguro de que quieres estar con alguien.
Su rostro era la viva imagen de la desolación. Cruzó la estancia y, cuando estaba a sólo unos pasos de mí, me miró a los ojos y vaciló. Luego dio media vuelta y se marchó dando un portazo.
Esa noche no pegué ojo. La pasé sentada en el sofá, a oscuras, llorando abrazada a Bo. Al día siguiente salí temprano, pues le había dicho a Sarah que me quedaría con los niños para que David y ella pudieran ir a un brunch dominical. Cuando volví a casa, descubrí que T.J. también había decidido arrancar la tirita de golpe, porque todas sus cosas habían desaparecido y había dejado su juego de llaves sobre la mesa de la cocina.
Y vaya si me dolió.