Capítulo 60
T.J.

El perro entró como un torbellino en el piso de Anna y casi la derribó. Cuando ella se inclinó, le lamió la cara. Dejé la correa sobre la mesa de centro y dije:

—Feliz cumpleaños. No habría podido meterlo en una caja por más que quisiera.

Anna se levantó y me dio un beso.

—No recordaba haber dicho que quería un perro.

—Golden retriever. Adulto. De un refugio de animales. Lo he buscado por todas partes. Me han dicho que alguien lo encontró vagando en el arcén de una carretera, sin collar ni identificación de ningún tipo, todo piel y huesos.

En cuanto se lo dije, Anna se arrodilló y abrazó al perro, acariciando su suave pelaje. Éste volvió a lamerla, meneó la cola y se puso a correr en círculos.

—Parece estar recuperado —dijo.

—No irás a ponerle «Perro», ¿verdad? —bromeé.

—No. Eso sería de tontos. Voy a ponerle Bo. Hace mucho que escogí ese nombre.

—Pues menos mal que es macho.

—Es el regalo perfecto, T.J. Gracias.

—Me alegro de que te guste.

***

A mediados de junio, Anna aún no había encontrado empleo como profesora. Había acudido a una entrevista de trabajo de la que había salido contenta, en un instituto de las afueras de Chicago. Aparentó no preocuparse demasiado cuando supo que no la cogerían, pero esa noche le costó conciliar el sueño y la encontré en la sala a las tres de la mañana, leyendo un libro con la cabeza de Bo apoyada en el regazo.

—Vuelve a la cama.

—Voy en un momento —dijo.

Pero cuando me desperté por la mañana, su lado de la cama seguía vacío.

Llenaba las horas haciendo de canguro de Joe y Chloe, leyendo y yendo a correr. Pasábamos mucho tiempo al aire libre, ya fuera en su pequeña terraza o en el parque con Bo. Íbamos a los partidos de los Cubs en el Wrigley Field y asistíamos a conciertos en el parque.

Sin embargo, por muy ocupados que nos mantuviéramos, Anna parecía no encontrar sosiego. A veces se quedaba con la mirada perdida, abismada en sus propios pensamientos, pero nunca logré hallar el valor necesario para preguntarle qué estaba pensando.