Día 4
Cuando salió el sol apenas podía despegar la cabeza de la arena. La corriente había arrastrado hasta la orilla dos cojines de los asientos del avión, y junto a éstos algo azul que llamó mi atención. Rodé hacia donde estaba Anna y la zarandeé hasta despertarla. Me miró con la cara demacrada. Tenía los labios cuarteados, con grietas sangrantes.
—¿Qué es eso? —pregunté, señalando el objeto azul que flotaba en el agua, pero el esfuerzo necesario para mantener la mano levantada me superaba, así que dejé caer el brazo sobre la arena.
—¿Dónde?
—Ahí delante. Donde los cojines de los asientos.
—No sé qué es —dijo ella.
Levanté la cabeza haciéndome visera con la mano. Aquello me resultaba familiar, y de pronto lo comprendí.
—Es mi mochila. ¡Anna, mi mochila!
Tambaleándome, fui hasta la orilla y la cogí. Al volver, me arrodillé junto a Anna, abrí la mochila y saqué la botella de agua que ella me había dado en el aeropuerto de Malé.
Anna se incorporó.
—Dios mío —musitó.
Abrí la botella y nos la fuimos pasando, cuidando de no beber demasiado de golpe. Contenía noventa centilitros de agua que apuramos hasta la última gota, pero que apenas logró aplacar mi sed. Anna sostuvo la botella vacía.
—Si le ponemos una hoja a modo de embudo, podremos recoger agua de lluvia.
Temblorosos y débiles, fuimos hasta el árbol del pan y arrancamos una hoja grande de una rama baja. Anna la fue rasgando hasta lograr la medida adecuada y la introdujo en el cuello de la botella vacía para crear una abertura lo más amplia posible. Había cuatro frutas del pan en el suelo; las llevamos hasta la orilla y nos las comimos.
Vacié la mochila. Mi gorra de béisbol de los Chicago Cubs estaba empapada, pero me la puse. También había una sudadera gris con capucha, dos camisetas, dos pantalones cortos, unos vaqueros, ropa interior y calcetines, pasta de dientes y un cepillo, y mi reproductor de CD. Cogí el cepillo y el dentífrico. La boca me sabía a rayos y centellas. Desenrosqué el tapón del tubo, exprimí un poco sobre el cepillo y se lo ofrecí a Anna.
—Podemos compartir mi cepillo, si no te importa.
Ella sonrió.
—No me importa, T.J. Pero hazlo tú primero. Al fin y al cabo, es tuyo.
Me lavé los dientes, enjuagué el cepillo en el mar y se lo di a Anna, que se echó más pasta y se los lavó también. Al acabar, enjuagó el cepillo y me lo devolvió.
Esperamos a que lloviera, y cuando ocurrió, a media tarde, vimos cómo la botella se llenaba de agua. Se la pasé a Anna, que bebió la mitad y me la devolvió. Tras apurar su contenido, volvimos a colocar la hoja en la botella a modo de embudo, y la lluvia la llenó por segunda vez. Volvimos a beber hasta la última gota. Necesitábamos más, seguramente mucha más, pero empecé a creer que tal vez no fuéramos a morir.
Teníamos un modo de recoger agua, teníamos fruta del pan y sabíamos hacer fuego. Ahora necesitábamos un refugio para mantener el fuego encendido.
Anna quería construir el refugio en la playa, porque las ratas le daban pánico. Buscamos dos ramas bifurcadas, que hundimos en la arena, y entre ambas colocamos la rama más larga que encontramos. Apoyando más ramas a cada lado, construimos algo parecido a un chamizo. Las hojas de árbol del pan cubrían el suelo, a excepción de un pequeño círculo en el que encenderíamos el fuego. Anna recogió guijarros con los que delimitamos el improvisado hogar. Dentro habría bastante humo, pero quizá sirviera para ahuyentar a los mosquitos.
Decidimos esperar hasta el día siguiente para encender otra hoguera. Ahora que teníamos un refugio, podíamos recoger leña y almacenarla dentro para que se fuera secando.
Volvió a llover y nuestra botella se llenó tres veces. Jamás había probado nada tan delicioso en mi vida.
—Buenas noches, T.J. —dijo Anna, apoyando la cabeza en uno de los cojines del avión.
El hogar quedaba entre ambos.
—Buenas noches, Anna.