Capítulo 56
T.J.

—No tendré que llevar corbata, ¿verdad?

Me había puesto unos pantalones chinos y una camisa blanca de vestir con el cuello abotonado. Sobre la cama había una americana azul marino. Habíamos quedado para cenar con Stefani y su marido, y ya me sentía demasiado emperifollado.

—No sería mala idea —contestó Anna, entrando en la habitación.

—¿Tengo alguna?

—Te compré una cuando Stefani me dijo que querían ir a cenar con nosotros.

Anna rebuscó en su armario y sacó la corbata, que pasó por el cuello de mi camisa y luego anudó.

—No recuerdo la última vez que me puse corbata —dije, tirando del nudo para aflojarlo un poco.

Había conocido a Stefani y Rob la semana anterior, cuando nos habían invitado a su casa. Me habían caído bien. Ambos eran muy agradables, así que cuando Anna me dijo que querían cenar con nosotros, no lo dudé.

—Estaré lista en un periquete. Sólo tengo que decidir qué ponerme.

Se plantó delante de su armario en ropa interior, así que me tumbé en la cama a disfrutar de las vistas.

—Creía que los tangas eran incómodos.

—Y lo son. Pero me temo que esta noche también son un mal necesario —Anna sacó un vestido del armario—. ¿Éste qué tal? —preguntó, sosteniendo sobre el pecho un largo vestido negro de tirantes.

—Muy bonito.

—¿Y éste?

Era azul oscuro, corto, con manga larga y un pronunciado escote.

—Muy sexy.

—Pues no se hable más —repuso, poniéndoselo. El vestido se ceñía a su cuerpo. A continuación, se calzó un par de zapatos de tacón.

Nunca la había visto tan arreglada. Por lo general llevaba vaqueros y una camiseta o jersey. A veces se ponía falda, pero nada parecido a aquello. Los pechos le habían crecido a medida que se iba acercando a su peso normal, y el sujetador que llevaba los realzaba. Lo que alcanzaba a ver por el profundo escote en uve me dejaba con ganas de más.

Se enroscó el pelo, se lo recogió con un nudo sobre la nuca y se puso unos pendientes largos como los que yo usaba en la isla a modo de anzuelo. Cuando empezó a pintarse los labios de rojo, me quedé mirándole la boca y me entraron ganas de besarla.

—Estás espectacular.

Anna sonrió.

—¿De verdad?

—Ya lo creo.

Se la veía elegante. Preciosa. Muy dueña de sí.

—Vámonos —dijo.

En el restaurante, todo el mundo me llevaba entre diez y veinte años. Llegamos unos minutos antes de tiempo, así que seguimos a Stefani y Rob hasta el bar, tenuemente iluminado, a esperar que nos dieran mesa. Más de uno volvió la cabeza al paso de Anna.

Stefani empezó a hablar con un tío. Rob y yo nos abríamos paso entre la gente para pedir algo de beber cuando se nos acercó una mujer sosteniendo varias cartas del restaurante.

—Su mesa está lista —dijo.

Stefani se volvió hacia el tipo con el que había estado hablando. Llevaba traje, pero se había aflojado la corbata y desabrochado los dos últimos botones de la camisa. Sostenía un vaso con algo que parecía whisky. Estaba solo, y me pregunté si habría ido allí al salir del trabajo.

—¿Por qué no cenas con nosotros? —le preguntó Stefani. Y nos miró—: ¿Os parece bien?

—Por mí, perfecto —dijo Anna.

Yo me encogí de hombros.

—Sí, claro.

Nos sentamos a la mesa.

—Os presento a Spence —dijo Stefani—. El año pasado trabajamos para el mismo cliente.

Rob y ella se habían sentado uno al lado del otro, y Anna y yo nos acomodamos frente a ellos. Estreché la mano de Spence y reparé en sus ojos enrojecidos, sin duda llevaba unas cuantas copas de más.

Rob pidió dos botellas de vino y la camarera nos sirvió tras hacerle pasar por toda esa pantomima de olisquear el corcho y agitar la copa.

Probé el vino. Era tinto, y tan áspero que apenas pude reprimir una mueca.

Spence sólo tenía ojos para Anna. La observó sin disimulo mientras probaba el vino, y su mirada fue bajando de los labios hacia el escote.

—Tu cara me suena —le dijo.

Anna negó con la cabeza.

—No creo que hayamos coincidido nunca.

Eso era lo que Anna detestaba de conocer a gente nueva. Siempre había alguien que intentaba situarla y, antes o después, recordaba haberla visto en algún medio de comunicación. Más tarde venían las preguntas, primero sobre la isla y luego sobre nosotros.

Por suerte, Spence estaba lo bastante borracho como para que le costara atar cabos, y Anna pareció relajarse. Yo no. Quizá no la hubiese reconocido, pero tampoco tenía intención de soltar la presa.

—Puede que hayamos salido juntos alguna vez.

Anna bebió otro sorbo de vino.

—Pues no.

—Podríamos hacerlo un día de éstos, ¿no?

—¡Oye! —le espeté—. Estoy aquí, por si no me has visto.

Anna me puso una mano en el muslo.

—No pasa nada —susurró.

—Un momento. ¿Sales con ella? —preguntó Spence—. Creía que eras su hermano pequeño o algo así —soltó una risita—. Tiene que ser broma —nos miró alternativamente y en su rostro el asombro dejó paso al reconocimiento—. Ahora sé de qué me suena tu cara. De las noticias —sonrió de oreja a oreja—. Bueno, eso explica que te la ligaras, pero no que siga contigo.

Rob miró de refilón a Stefani y luego se dirigió a Spence:

—Cambiemos de tema, ¿de acuerdo?

—Sí, eso —afirmó Anna.

El modo en que lo dijo, tan segura de sí misma, y en que miró a Spence, como si fuera un perfecto imbécil, me hizo sentir mejor que las palabras en sí.

La camarera se acercó a la mesa.

—Lo siento —me dijo—, pero debo pedirle el carnet de identidad.

—No tengo edad para beber en público —reconocí, encogiéndome de hombros—. De todos modos, no me gusta el vino. Adelante, lléveselo.

La camarera sonrió, se disculpó de nuevo y se llevó mi copa. Spence no daba crédito.

—¿No tienes ni veintiún años?

Su risa mal disimulada rompió el silencio que se había instalado en la mesa, mientras todos se comportaban como si lo sucedido no fuera de lo más humillante para mí.

Abrimos las cartas. A Anna y a mí todavía nos costaba decidirnos cuando salíamos a comer fuera. Demasiadas opciones.

—¿Qué vas a pedir? —le pregunté.

—Bistec. ¿Y tú? —me cogió la mano, entrelazando sus dedos con los míos.

—No lo sé. Pasta, quizá. Te gustan los raviolis, ¿verdad?

—Sí.

—De acuerdo. Los pido y así podemos compartir.

Stefani se esforzaba por no dejar decaer la conversación. La camarera regresó para tomar nota. Spence no hacía más que mirar el escote de Anna con una sonrisita, sin molestarse en disimular. Yo sabía en qué estaba pensando y tuve que hacer acopio de fuerzas para no asestarle un puñetazo.

Cuando Spence se levantó para ir al servicio, Stefani nos dijo:

—Lo siento. Me he enterado de que su mujer lo ha dejado y he querido ser amable con él invitándolo a cenar con nosotros.

—Tranquila. Tú como si nada —repuso Anna—. Eso es lo que hago yo.

Nadie volvió a llenarle la copa a Spence, y cuando terminamos de cenar parecía un poco más sobrio.

La camarera vino a tomar nota de los postres, pero nadie quería. Pedimos la cuenta.

—Stefani y yo vamos al servicio —anunció Anna—. Os esperamos en la puerta.

Rob y yo intentamos coger la cuenta al mismo tiempo y finalmente acordamos pagar a medias, así que ambos sacamos la cartera, pero entonces Spence arrojó unos billetes sobre la mesa. Me guardé la cartera en el bolsillo y me levanté.

Rob apartó la silla de la mesa, se despidió de Spence sin estrecharle la mano y se encaminó a la puerta del restaurante.

Spence no se molestó en levantarse.

—Lástima que no tengas edad para tomarte una copa con los adultos —me soltó, repantigado en la silla.

—Lástima que no puedas sobar a mi novia, por muy cachondo que te ponga. Y ya he comentado que no me gusta el vino.

Me reí de su cara de pasmo y fui a reunirme con los demás, que me esperaban junto a la puerta.

—¿Qué le has dicho? —preguntó Anna.

—Que me alegro de haberlo conocido.

—Siento lo de esta noche —se disculpó cuando subimos al taxi.

—No ha sido culpa tuya.

La rodeé con un brazo.

El hecho de no haber podido beber en el restaurante no me molestaba, pero sí la forma en que Spence había mirado a Anna. Sabía que ella nunca se hubiese interesado por un tipo así, pero me preocupaba que aparecieran otros. Otros que no fueran unos capullos y unos borrachos. Otros que hubiesen pasado por la universidad, supieran apreciar el buen vino y no tuvieran reparos a la hora de ponerse una corbata. Me preocupaba que algún día, quizá no muy lejano, Anna se cansara de mi escaso interés por todas esas cosas.

Y cuando pensaba en la posibilidad de que saliera con otro tío, no podía soportarlo.

La besé en cuanto entramos en el piso, y no precisamente de un modo tierno, sino sujetando su rostro con firmeza entre las manos y aplastando mis labios contra los suyos. Anna no era posesión de nadie, eso lo tenía muy claro, pero en aquel momento fue mía. Cuando llegamos a la habitación, le quité el vestido de un tirón. Luego le llegó el turno al sujetador, y por último le arranqué el tanga. Me quité la corbata y a continuación todo lo demás. La tendí sobre la cama, bajé la cabeza hasta el punto del que Spence no había apartado los ojos en toda la noche y sorbí su piel hasta dejarle una marca que tardaría días en desaparecer. La cubrí de caricias y besos hasta que estuvo lista, y cuando la penetré me moví despacio, como sabía que le gustaba. Al correrse pronunció mi nombre. Entonces pensé: «Soy yo el que la hace sentirse así. Sólo yo».

Después fui a la cocina y cogí una cerveza de la nevera. Me la llevé a la habitación y puse la tele sin apenas volumen. Anna dormía con las sábanas enredadas en torno a la cintura. La tapé hasta los hombros, arropándola suavemente con una mano mientras abría la cerveza con la otra.