Stefani y yo pedimos una copa de vino en el bar mientras esperábamos a que nos dieran mesa.
—Así que T.J. ha ido a ver a su amigo —comentó Stefani.
—Sí —eché un vistazo a mi reloj. Las ocho y tres minutos—. Imagino que a estas horas ya habrán cogido una buena cogorza, o al menos eso espero.
—¿No te importa que beba como un cosaco?
—¿Acaso has olvidado los tiempos de la universidad?
Stefani sonrió.
—¿Cómo es que nunca nos detuvieron?
—Faldas cortas y suerte —bebí un sorbo de vino—. Quiero que T.J. viva esas experiencias, que no tenga la sensación de habérselas perdido.
—¿A quién tratas de convencer, a ti o a mí?
—No trato de convencer a nadie. Lo que pasa es que no quiero ser un lastre para él.
—Rob y yo queremos que nos lo presentes. Si es alguien importante para ti, nos gustaría conocerlo.
—Es un detalle por tu parte, Stef.
El camarero nos sirvió otras dos copas de vino.
—Invitan los dos caballeros de ahí al fondo.
Stefani esperó un minuto y luego cogió el bolso, que había colgado del respaldo de la silla. Hurgó en su interior, sacó un espejo de mano y un pintalabios y se volvió otra vez.
—¿Y bien?
—No están nada mal.
—¡Te recuerdo que estás casada!
—No pienso llevármelos a casa. Además, Rob ya sabía que me encanta coquetear cuando se casó conmigo —se pintó los labios y se secó el exceso de carmín con una servilleta—. Aparte, nadie me había invitado a una copa desde los años noventa, así que cierra el pico.
—¿Tenemos que ir hasta allí a darles las gracias o podemos pasar de ellos? —pregunté.
—¿No quieres charlar un poco?
—No.
—Demasiado tarde. Aquí vienen.
Miré de reojo hacia atrás mientras se acercaban.
—Hola —dijo uno de ellos.
—Hola. Gracias por la copa.
Su amigo charlaba con Stefani. No pude evitar poner los ojos en blanco cuando la vi echarse la melena a un lado y reír como una colegiala.
—Me llamo Drew.
Tenía el pelo castaño y vestía traje y corbata. Aparentaba unos treinta y cinco años, quizá un poco más. Atractivo, si te iban los hombres con pinta de banquero.
—Anna —respondí.
Nos estrechamos la mano.
—Te he reconocido por las fotos del diario. Menuda aventura. Supongo que estás harta de hablar de eso.
—Supones bien.
La conversación llegó a un punto muerto, así que bebí un sorbo de vino.
—¿Estáis esperando mesa? —preguntó.
—Sí. No creo que tarden en llamarnos.
—A lo mejor podemos cenar juntos…
—Lo siento, pero esta noche no. Sólo quiero pasar un rato con mi amiga.
—Claro. Lo entiendo. ¿Me das tu número de teléfono?
—No creo que sea buena idea.
—Vamos… —dijo, sonriendo y echando mano de todos sus encantos—. Soy un buen tipo.
—Estoy saliendo con alguien.
—Vaya, qué rapidez —entonces me miró de un modo extraño—. Espera, ¿no te referirás a ese crío, verdad?
—No es un crío.
—Sí que lo es.
Stefani me dio una palmadita en el hombro.
—Nuestra mesa está lista.
—Gracias de nuevo por la copa. Si me disculpas…
Cogí el bolso y el abrigo, me bajé del taburete y seguí a Stefani.
—¿Qué te ha dicho? —me preguntó cuando estuvimos sentadas a la mesa—. No parecías precisamente encantada con él.
—Ha descubierto que no estoy disponible. Y luego ha llamado «crío» a T.J.
—Tendrá el orgullo herido.
—T.J. es joven, Stefani. Cuando la gente lo mira, no ve lo que veo yo, sino a un chaval, poco más que un niño.
—¿Y tú qué ves? —preguntó.
—Yo sólo lo veo a él.
***
T.J. volvió a casa el domingo por la noche, cansado y con resaca. Dejó la bolsa en el suelo y me estrechó entre sus brazos. Lo recibí con un largo beso.
—Uau —dijo. Cogió mi cara entre las manos y me devolvió el beso.
—Te he echado de menos.
—Yo también.
—¿Qué tal ha ido?
—La habitación de Ben es una pocilga, una chica casi me echa la pota encima y alguien se había meado en el ascensor.
Arrugué la nariz.
—¿De veras?
—Pues sí. Desde luego, el ambiente universitario no me ha causado una grata impresión.
—Seguramente lo verías de otro modo si hubieses ido directamente a la universidad al salir del instituto.
—Pero no lo he hecho, Anna. Y aún me queda mucho para alcanzarlos.