Capítulo 53
Anna

Cogimos el ascensor hasta el piso de sus padres, que quedaba en la planta doce del edificio.

—No me toques. Ni se te ocurra mirarme siquiera de un modo inapropiado —le advertí a T.J.

—¿Puedo imaginar que te hago las mayores guarradas?

—No me estás ayudando —repliqué—. Dios, creo que voy a vomitar.

—Mi madre es muy buena. Ya sabes lo que dijo sobre nosotros. Relájate, anda.

Tom Callahan había llamado al móvil de Sarah el día de Año Nuevo. Al ver su nombre en la pantalla, di por sentado que se trataba de T.J., pero era Tom, que me saludó y me invitó a cenar con ellos al día siguiente.

—A Jane y a mí nos gustaría comentarte un par de cosas.

«Ojalá el hecho de haberme acostado con su hijo no sea una de ellas», pensé.

—Por supuesto, Tom. ¿A qué hora?

—T.J. ha dicho que te recogería a las seis.

—De acuerdo. Nos vemos mañana, pues.

Pasé las siguientes veinticuatro horas con el estómago revuelto. No lograba decidir qué llevarle a Jane, si flores o una vela, así que acabé comprándole las dos cosas. Ahora, en el ascensor, los nervios amenazaban con jugarme una mala pasada. Le pasé a T.J. la bolsa de regalo y el ramo de flores y me sequé las palmas en la falda.

Las puertas del ascensor se abrieron. T.J. me besó y dijo:

—Todo irá bien.

Respiré hondo y lo seguí.

El piso de los Callahan quedaba en Lake Shore Drive y estaba decorado con elegancia en varios tonos de crema y blanco. En un rincón de la amplia sala había un piano de media cola situado en diagonal respecto a la pared, y abundaban los cuadros de estilo impresionista. El sofá de tacto aterciopelado, el confidente y los sillones a juego, cubiertos de cojines adornados con borlas, estaban dispuestos en torno a una gran mesa de centro ornamentada.

Tom nos sirvió una copa a modo de aperitivo. Yo me senté en un sillón de piel, sosteniendo mi copa de vino tinto, y T.J. se sentó en el sillón contiguo. Tom y Jane se acomodaron frente a nosotros, en el confidente. Ella bebía a sorbitos una copa de vino blanco y Tom algo que parecía whisky.

—Gracias por la invitación —dije—. Tenéis un piso precioso.

—Gracias a ti por venir —repuso Jane.

Todos volvimos a beber de nuestras copas. No se oía una mosca. T.J., el único que parecía relajado, bebió un trago de cerveza que había cogido de la nevera y apoyó el brazo en el respaldo de mi sillón.

—Los periodistas han preguntado si estaríais dispuestos a dar una rueda de prensa —comentó Tom—. A cambio, dejarán de molestaros.

—¿Qué opinas, Anna? —preguntó T.J.

La idea me aterraba, pero estaba cansada del asedio de la prensa. Si contestábamos a sus preguntas, quizá nos dejaran en paz de una vez.

—¿Se trataría de una entrevista televisada? —pregunté.

—No. Ya les he dicho que tendría que ser una rueda de prensa a puerta cerrada. Se celebraría en los estudios de una cadena de informativos, pero no se retransmitiría.

—Si los periodistas acceden a dejarnos tranquilos, lo haré.

—Yo también —convino T.J.

—Entonces lo organizaré todo —dijo Tom—. Hay algo más, Anna. T.J. ya lo sabe, pero he hablado por teléfono con el abogado de la compañía del hidroavión. La causa del accidente fue la muerte del piloto, pero la empresa suministradora del bote salvavidas no incluyó la baliza de emergencia obligatoria, por lo que se les puede exigir responsabilidades. Ambas partes incurrieron en negligencia. Las leyes de aviación son muy complejas y serán los jueces quienes determinarán el alcance de su responsabilidad. Estos casos pueden alargarse durante años. Sin embargo, la compañía del hidroavión quiere llegar a un acuerdo con vosotros y luego sumarse al litigio contra la otra parte. A cambio, deberéis acceder a no demandarlos.

La cabeza me daba vueltas. No había pensado en negligencias ni litigios de ninguna clase.

—No sé qué decir. No pensaba demandar a nadie.

—Entonces sugiero que aceptéis su propuesta. No habrá juicio. Quizá tengáis que prestar declaración, pero podéis hacerlo sin abandonar Chicago. Puesto que estabas trabajando para mí cuando ocurrió el accidente, mi abogado puede asumir tu representación en las negociaciones.

—De acuerdo. Eso sería perfecto.

—Seguramente pasarán meses, o incluso años, hasta que todo se aclare.

—Adelante, Tom.

Alexis y Grace se reunieron con nosotros para cenar. Todos nos habíamos relajado bastante cuando nos sentamos a la mesa del salón, en parte gracias a la segunda ronda de copas, que apuramos pese a habernos resistido a aceptarla.

Jane sirvió solomillo de ternera, verduras a la brasa y patatas asadas. Alexis y Grace me miraban con disimulo y sonreían. Más tarde ayudé a Jane a recoger la mesa y servir la tarta de manzana tibia y el helado.

Cuando nos disponíamos a marcharnos, Tom me entregó un sobre.

—¿Qué es esto?

—Un cheque. Nunca llegamos a pagarte lo que te debíamos.

—No me debéis nada. Las circunstancias impidieron que hiciera mi trabajo.

Intenté devolverle el sobre, pero Tom apartó mi mano con delicadeza.

—Jane y yo insistimos en que lo aceptes.

—Tom, te lo ruego.

—Cógelo, Anna. Hazlo por nosotros.

—De acuerdo —concedí, guardando el sobre en el bolso.

—Gracias por todo —le dije a Jane.

La miré a los ojos y ella me sostuvo la mirada. Pocas madres acogerían de un modo tan hospitalario a la novia de su hijo, dada la diferencia de edad que nos separaba, y ambas lo sabíamos.

—No hay de qué, Anna. Vuelve pronto.

T.J. me estrechó entre sus brazos tan pronto como se cerraron las puertas del ascensor. Suspiré de alivio y apoyé la cabeza en su pecho.

—Tus padres son maravillosos.

—Ya te lo había dicho.

También eran generosos. Más tarde, cuando abrí el sobre, saqué de su interior un cheque por valor de veinticinco mil dólares.

***

La rueda de prensa empezaba a las dos de la tarde. Tom y Jane Callahan esperaban a un lado, y él empuñaba una pequeña cámara de vídeo, la única que podría filmar allí dentro.

—Sé lo que van a preguntar —dije.

—No tienes que contestar si no quieres —me recordó T.J.

Nos habíamos sentado ante una larga mesa, y teníamos enfrente un pelotón de periodistas. Yo no paraba de golpetear con el pie el suelo, hasta que T.J. me asió el muslo con suavidad. Tuvo la sensatez, eso sí, de retirar la mano segundos después.

Alguien había pegado en la pared un gran mapa con la vista aérea de los veintiséis atolones que componen el archipiélago de las Maldivas. La moderadora de la cadena de informativos empezó por explicarles a los periodistas que la isla a la que T.J. y yo fuimos a parar estaba desierta y seguramente había resultado muy dañada por el tsunami. Usando un puntero láser, señaló la isla de Malé.

—Éste era su destino —indicó, señalando otro atolón—. Pero a causa del infarto que sufrió el piloto, el avión hizo un amerizaje forzoso en algún punto intermedio.

La primera pregunta la formuló un periodista desde la última fila. Tuvo que hablar casi a gritos para que pudiéramos oírlo.

—¿Qué os pasó por la cabeza cuando os disteis cuenta de que el piloto estaba sufriendo un infarto?

Me incliné hacia el micrófono.

—Tuvimos miedo de que muriera y no pudiera aterrizar.

—¿Intentasteis socorrerlo? —preguntó otro periodista.

—Anna lo intentó —contestó T.J.—. Mick nos dijo que nos pusiéramos los chalecos salvavidas, que volviéramos a sentarnos y nos abrocháramos los cinturones. Cuando se desplomó sobre los mandos, Anna se desabrochó el cinturón y fue a la cabina para intentar reanimarlo.

—¿Cuánto tiempo pasasteis en el mar, a la deriva, hasta que llegasteis a la isla?

T.J. contestó:

—No estoy seguro. El sol se puso cerca de una hora después del accidente, y habíamos llegado a la isla cuando volvió a salir.

A lo largo de la siguiente hora, contestamos a un sinfín de preguntas. Querían saberlo todo, desde lo que comíamos hasta el refugio que construimos. Les hablamos de la clavícula rota de T.J. y de la enfermedad que casi había acabado con él. Describimos las tormentas y explicamos cómo los delfines habían salvado a T.J. del tiburón. Hablamos del tsunami y de cómo nos habíamos reunido en el hospital. Parecían sinceramente sobrecogidos por las penalidades a las que nos habíamos enfrentado, así que me relajé un poco.

Entonces, una periodista de la primera fila, una mujer de mediana edad con cara de pocos amigos, preguntó:

—¿Qué clase de relación física tuvieron en la isla?

—Eso es irrelevante —contesté.

—¿Sabe usted cuál es la edad de consentimiento legal en el estado de Illinois? —inquirió.

Me abstuve de señalar que la isla no estaba en Illinois.

—Por supuesto que lo sé.

Por si alguno de los presentes lo ignoraba, la periodista tuvo a bien ponernos a todos en antecedentes.

—La edad de consentimiento legal en Illinois es de diecisiete años, excepto si uno de los miembros de la pareja es una figura de autoridad, como por ejemplo un profesor. En tal caso, la edad mínima se eleva a los dieciocho años.

—No se infringió ninguna ley —zanjó T.J.

—A veces, las víctimas mienten bajo coacción —insinuó la periodista—. Sobre todo si la situación de abuso se remonta a la fase inicial de la relación.

—No se dio ninguna situación de abuso —insistió T.J.

La siguiente pregunta me la formuló directamente a mí.

—¿Cómo cree usted que reaccionarán los contribuyentes de Chicago cuando sepan que sus impuestos sirven para pagar el sueldo de una profesora sobre la que pesa la sospecha de haber abusado sexualmente de un alumno?

—¡He dicho que no hubo abuso sexual! —saltó T.J.—. ¿Qué parte de la frase no ha entendido?

Aunque sabía que preguntarían por nuestra relación, nunca se me había ocurrido que pudieran acusarme de mentir acerca de ello, o insinuar que había forzado a T.J. de algún modo. La semilla de la duda que aquella mujer acababa de sembrar se multiplicaría, sin duda alimentada por habladurías y conjeturas. Todo el que leyera nuestra historia cuestionaría mis acciones y mi integridad. En el mejor de los casos, me resultaría difícil encontrar un consejo escolar dispuesto a darme un empleo, lo que supondría el fin de mi carrera docente.

Cuando mi cerebro terminó de procesar toda la situación y comprendí el alcance de aquello, apenas tuve tiempo de empujar la silla hacia atrás con un sonoro chirrido y dirigirme presurosa al lavabo de señoras. Abrí de un manotazo la puerta de un retrete y me agaché frente al váter. No había podido comer nada antes de la rueda de prensa, por lo que las arcadas sacudían mi estómago vacío. Alguien abrió la puerta.

—Estoy bien, T.J. Salgo enseguida.

—Soy yo, Anna —dijo una voz de mujer.

Salí del retrete y me encontré con Jane Callahan. Me miró y abrió los brazos, y ese gesto hubiese sido tan propio de mi madre que me arrojé a ellos y me derrumbé. Cuando paré de llorar, Jane me ofreció un pañuelo y dijo:

—La prensa busca el lado sensacionalista de todo, pero no todo el mundo dará por buena su versión de los hechos.

—Eso espero —repuse, enjugándome los ojos.

T.J. y Tom estaban esperándonos fuera del lavabo. T.J. me acompañó hasta una silla y se sentó a mi lado.

—¿Estás bien?

Me rodeó con un brazo y apoyé la cabeza en su hombro.

—Ahora estoy mejor.

—Todo saldrá bien, Anna.

—Quizá —repuse. «O quizá no».

A la mañana siguiente, leí lo publicado en el periódico acerca de la rueda de prensa. No era tan terrible como me temía, pero tampoco tenía motivos para alegrarme. El artículo no ponía en tela de juicio mi capacidad como docente, pero se hacía eco de algunas observaciones de aquella periodista sobre la escasa probabilidad de que algún consejo escolar fuera a contratarme. Se lo pasé a Sarah cuando entró en la sala. Mi hermana lo leyó y dio un respingo.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó.

—Iré a hablar con Ken.

Ken Tomlinson, que a sus treinta y pocos era un veterano del sistema de enseñanza pública de Illinois, había sido mi director durante seis años. Su dedicación a los alumnos y su apoyo a los profesores lo habían convertido en una de las personas más respetadas del consejo escolar. No perdía el tiempo con fruslerías y contaba los mejores chistes verdes que había oído en mi vida.

Pasaba un poco de las siete de la mañana cuando asomé la cabeza en su despacho, pocos días después de la rueda de prensa. Ken se levantó y vino a saludarme.

—Pequeñaja, cuánto me alegro de verte —me dio un abrazo—. Bienvenida a casa.

—Oí tu mensaje en el contestador de Sarah. Gracias por llamar.

—Quería que supieras que todos estábamos pensando en ti. Supuse que pasaría algún tiempo hasta que pudieras venir a vernos —Ken volvió al escritorio y yo me senté en la silla de enfrente—. Creo que sé por qué has venido ahora.

—¿Te han llamado?

Ken asintió.

—Algunos padres querían saber si volverías al instituto. Me hubiese gustado decirles lo que opino de sus supuestos temores, pero no podía hacerlo.

—Lo sé, Ken.

—Me encantaría devolverte el puesto, pero contraté a otra persona dos meses después del accidente, cuando perdimos toda esperanza de encontrarte con vida.

—Lo entiendo. De todos modos, aún no estoy lista para volver al trabajo.

Se incorporó en la silla y apoyó los codos en el escritorio.

—La gente se empeña en hacer una interpretación sesgada de los hechos. Es algo propio de la condición humana. Procura no llamar la atención durante un tiempo. Deja que escampe.

—Jamás haría nada que perjudicase a un alumno, Ken.

—Lo sé, Anna. No lo he dudado ni por un segundo —se levantó, rodeó el escritorio y añadió—: Eres una buena profesora. No dejes que nadie te diga lo contrario.

Los pasillos no tardarían en llenarse de profesores y estudiantes, y yo quería salir sin ser vista.

—Gracias, Ken —le dije, al tiempo que me levantaba—. No sabes lo mucho que significa para mí.

—Vuelve pronto, Anna. A todos nos encantará verte por aquí.

—Lo haré.

***

Los detalles de la rueda de prensa corrieron como un reguero de pólvora, y pronto nuestra historia se difundió a escala mundial. Por desgracia, la mayor parte de la información era imprecisa, había sido falseada o ni siquiera se acercaba a la realidad.

Todo el mundo opinaba sobre mis acciones, y mi relación con T.J. era objeto de debate en chats y foros de internet. Me convertí en la materia prima de que se nutrían los monólogos de los presentadores de la tele, y eran tantos los chistes que hacían a mi costa que dejé de verla. Prefería mil veces el solitario consuelo de la música y los libros que tanto había añorado en la isla.

T.J. tampoco se libró de las burlas. Se reían de él por no haber finalizado los estudios secundarios, pero insinuaban que había salido ganando con todo lo que, sin duda, habría aprendido de mí.

No tenía ganas de salir a la calle, pues me preocupaba que la gente se parara a mirarme.

—¿Sabías que se puede comprar prácticamente de todo por internet? —estaba sentada en el sofá junto a T.J., tecleando en el ordenador portátil de Sarah—. Te lo traen directamente a la puerta de tu casa. Tal vez no vuelva a poner un pie en la calle.

—No puedes vivir escondida, Anna.

Tecleé «muebles dormitorio» en Google y pulsé intro.

—¿Apostamos algo?

El insomnio empezó unas semanas más tarde. Al principio, me costaba conciliar el sueño. Con permiso de Sarah, T.J. se quedaba a dormir a menudo y oía su respiración pausada, pero no podía relajarme. Aunque acabara durmiéndome, me despertaba a las dos o las tres de la madrugada y me desvelaba hasta el alba. Solía tener pesadillas en las que me ahogaba, y me despertaba empapada en sudor. T.J. decía que a menudo gritaba en sueños.

—Tal vez debas visitar al médico, Anna.

Exhausta y al borde de un ataque de nervios, accedí.

—Síndrome de estrés postraumático —sentenció mi médica de cabecera unos días después—. Es muy frecuente, Anna, y afecta más a las mujeres. Las experiencias traumáticas desencadenan muchas veces cuadros de insomnio y ansiedad que aparecen de forma tardía.

—¿Cómo se trata?

—Con una combinación de terapia psicológica y fármacos. Algunos pacientes mejoran con antidepresivos a bajas dosis. Podría recetarte algo para ayudarte a conciliar el sueño.

Tenía amigas que habían tomado antidepresivos y somníferos, y se quejaban de los efectos secundarios.

—Preferiría no tomar nada, si puedo evitarlo.

—¿Y qué te parecería ir a ver a un especialista?

Estaba dispuesta a hacer lo que fuera con tal de poder dormir una noche de un tirón.

—De acuerdo.

Pedí hora con una psicóloga que encontré en las páginas amarillas. La consulta quedaba en una vieja casa de obra vista cuyos escalones de entrada parecían a punto de desmoronarse. Me dirigí a la recepcionista para confirmar la visita y cinco minutos más tarde la psicóloga abrió la puerta de la sala de espera y me llamó por mi nombre. Sonreía de un modo afable y estrechaba la mano con firmeza. Supuse que rondaría los cincuenta.

—Me llamo Rosemary Miller.

—Anna Emerson. Encantada de conocerla.

—Por favor, tome asiento.

Señaló el sofá y se sentó en una silla frente a mí, al tiempo que me ofrecía una tarjeta de visita. Una lámpara brillaba con intensidad en la mesita contigua al sofá, y junto a la ventana tenía un ficus. Había cajas de pañuelos de papel esparcidas por todas las superficies disponibles.

—He seguido su historia a través de la prensa. No me sorprende verla aquí.

—Llevo algún tiempo sufriendo de insomnio y ansiedad. Mi médica de cabecera sugirió que consultara a un especialista.

—Lo que le sucede es muy común, dada la experiencia traumática que vivió. ¿Es la primera vez que acude a un psicólogo?

—Sí.

—Me gustaría empezar por elaborar un historial clínico completo.

—Muy bien.

Durante los siguientes cuarenta y cinco minutos, se dedicó a interrogarme acerca de mis padres, de Sarah y de mis relaciones con todos ellos. También me preguntó por mis relaciones de pareja previas, y cuando le conté lo mínimo imprescindible sobre John quiso ahondar en ello, invitándome a entrar en detalles. Yo me removía en el sofá, incómoda, y me preguntaba cuánto tardaríamos en llegar a la parte en que me curaba el insomnio.

—Puede que tengamos que volver sobre su historial en las próximas semanas. Ahora me gustaría hablar de sus hábitos de sueño.

«Ya era hora».

—Me cuesta conciliar el sueño y no puedo dormir toda la noche de un tirón. Tengo pesadillas.

—¿Qué ocurre en esas pesadillas?

—Que me ahogo. O sueño con tiburones. A veces con el tsunami. Por lo general es algo relacionado con el agua.

Alguien llamó a la puerta y la psicóloga echó un vistazo a su reloj de pulsera.

—Lo siento. Se nos ha acabado el tiempo.

—«Jo. ¿Está de broma?».

—La semana que viene empezaremos con algunos ejercicios de terapia cognitiva.

Al paso que íbamos, podían pasar meses hasta que lograra dormir a pierna suelta. La psicóloga me estrechó la mano y me acompañó hasta el vestíbulo. Ya en la calle, tiré su tarjeta a una papelera.

T.J. y Sarah estaban esperándome en el salón. Me dejé caer en el regazo de T.J.

—¿Qué tal ha ido? —preguntó.

—Bastante decepcionante.

—A veces cuesta dar con un buen psicólogo —comentó Sarah.

—No creo que sea mala psicóloga, pero primero probaré con otra cosa. Si no funciona, volveré a la terapia.

Salí de la sala y regresé minutos después, enfundada en unas mallas deportivas, una camiseta de manga larga, una sudadera y un anorak. Me puse un gorro y me senté en el sofá para anudarme los cordones de mis Nike.

—¿Qué haces? —preguntó T.J.

—Voy a correr.