Capítulo 51
Anna

Desperté a Joe y Chloe para desayunar juntos. Estábamos terminando unos gofres caseros con zumo cuando Sarah apareció en la cocina.

—Buenos días —dijo—. Gracias por darles el desayuno a los niños.

—La tía Anna hace los mejores gofres del mundo —comentó Chloe.

—El novio de la tía Anna va a venir mañana por la noche —anunció Joe.

—¿Cómo te has enterado de eso? —preguntó Sarah.

—Te oí hablar con la tía Anna.

—Es cierto, el novio de la tía Anna vendrá a celebrar la Nochevieja con nosotros. Espero que os portéis bien y no hagáis el indio.

—La tía Anna tiene que darse una ducha —les dije a los niños—. Me espera un día de mucho ajetreo.

—¿Revisión médica? —preguntó Sarah.

—Y dentista. Diversión asegurada.

***

En la consulta del médico me entretuve leyendo una revista mientras esperaba. Cuando la enfermera me pidió que me subiera a la báscula, me horrorizó comprobar que sólo pesaba cuarenta y seis kilos, teniendo en cuenta que ya llevaba varios días comiendo de todo. A mi estatura de metro setenta le correspondían como mínimo diez kilos más. Cuando estaba en la isla, seguramente no pasaba de cuarenta kilos.

Me senté en la camilla. No llevaba puesta más que una bata de papel. Cuando la médica entró, me abrazó y dijo:

—Bienvenida, Anna. Seguro que te lo han dicho muchas veces, pero me cuesta creer que estés viva.

—Sí, aunque no me molesta oírlo.

Consultó mi historial.

—Estás muy delgada, pero seguro que ya lo sabías. ¿Cómo te sientes en general? ¿Hay algo que te preocupe?

—Ya me encuentro mucho mejor, ahora que estoy comiendo más. No me viene la regla desde hace tiempo, y eso sí me preocupa.

—Bueno, echemos un vistazo —dijo, y me ayudó a colocar los pies en los estribos—. Teniendo en cuenta tu peso, lo raro sería que tuvieras la regla. ¿Algún otro problema?

—No.

—Pediré las pruebas habituales en estos casos —continuó—, pero tu ciclo menstrual debería reanudarse en cuanto engordes un poco. Se ve que estás desnutrida, pero eso tiene fácil solución. Haz una dieta equilibrada. Y toma un complejo vitamínico todos los días.

—No haber tenido la regla durante tanto tiempo, ¿puede dificultar que me quede embarazada en el futuro?

—No. En cuanto te vuelva la regla, recuperarás la fertilidad —se quitó los guantes y los dejó caer en la papelera—. Ya puedes vestirte.

Me senté en la camilla. La doctora se detuvo antes de abrir la puerta y dijo:

—¿Te hago una receta de la píldora?

—Sí.

Pensé que sería más fácil coger la receta que explicarle que no necesitaba la píldora porque mi novio veinteañero era estéril.

Luego acudí al dentista y pasé más de una hora sentada en la incómoda butaca de la consulta, mientras la higienista me sacaba radiografías y me limpiaba y pulía la dentadura. Cuando anunció que no tenía ninguna caries, me consideré una mujer afortunada.

Sarah me había prestado algo de dinero. Al salir del dentista, cogí un taxi hasta el salón de belleza. Cuando Lucy me vio, se levantó de un brinco y vino a mi encuentro.

—Ay, Anna —dijo, dándome un abrazo.

Cuando se apartó, tenía los ojos arrasados en lágrimas.

—No llores, Lucy, o me harás llorar a mí también.

—Has volvido —dijo con una sonrisa.

—Sí, he vuelto a casa.

Me hizo las uñas de las manos y los pies, y charlaba tan animadamente que me costó más de lo habitual entender lo que decía. Mencionó a John un par de veces, pero me hice la distraída. Al terminar, me dio otro abrazo.

—Gracias, Lucy. Volveré pronto —prometí.

Cuando salí del salón de belleza, me miré las manos. Sin los guantes se me helarían, pero no quería estropear la manicura. Al pasar la lengua por los dientes me los noté limpios y suaves. El olor a perritos calientes impregnaba el aire mientras miraba los escaparates y me ponía al día en materia de moda. Decidí volver al día siguiente y comprarme algo de ropa de mi talla.

Irreconocible, o eso esperaba, con las gafas de sol y el gorro de lana que me había prestado Sarah, me paseé por la acera con una sonrisa y la sensación de tener resortes en las suelas de los zapatos. Paré un taxi en la esquina y le di la dirección de mi hermana.

Ni siquiera el enjambre de periodistas que me esperaban al llegar podían empañar mi felicidad. Me abrí paso a empujones, entré en el piso y cerré la puerta.

T.J. me llamó más tarde.

—¿Qué tal la visita al oncólogo? —pregunté.

—Tardarán unos días en tener los resultados de las pruebas y la analítica, pero el médico ha dicho que es optimista, puesto que no he vuelto a tener síntomas. También he ido al médico de cabecera.

—¿Y qué te ha dicho?

—Que necesito ganar peso, pero aparte de eso estoy perfecto. Le conté lo de mi enfermedad en la isla. Estabas en lo cierto: seguramente fue algo vírico.

—Pero ¿qué era?

—Dengue hemorrágico. Lo transmiten los mosquitos.

—Te tenían acribillado. ¿Es como la malaria?

—Supongo. Lo llaman fiebre quebrantahuesos. Un nombre muy apropiado.

—¿Es muy grave?

—La tasa de supervivencia se sitúa alrededor del cincuenta por ciento de los casos. El médico me ha dicho que tuve suerte de no entrar en shock y morir desangrado.

—Me cuesta creer a cuántas cosas has sobrevivido, T.J.

—A mí también. ¿Cómo ha ido tu revisión médica? ¿Todo bien?

—Estaré perfecta en cuanto engorde un poco. La doctora me ha dicho que la desnutrición es fácil de corregir. Debo tomar unas vitaminas todos los días.

—Me muero de ganas de verte mañana.

—Yo también.

***

El día de Nochevieja me di una ducha, me peiné y estrené el maquillaje que había comprado días antes. Mi nuevo pintalabios no se disolvería cuando besara a T.J., algo que tenía intención de hacer repetidamente. Corté las etiquetas de mis nuevas prendas, unos vaqueros y un jersey azul marino con cuello de pico, y me los puse sobre un sujetador negro con efecto realzador y unas bragas de encaje.

Cuando T.J. llamó a la puerta, corrí a abrir.

—¡Menudo corte! —exclamé. El pelo corto enmarcaba su rostro, y deslicé mis dedos por él. Se había afeitado y vestía unos vaqueros y un jersey gris—. Y qué bien hueles —añadí, olisqueando su colonia.

—Tú estás preciosa —repuso, inclinándose para besarme en los labios.

T.J. había coincidido brevemente con Sarah y David en el aeropuerto, pero volví a presentarlos. Parapetados detrás de su madre, los niños lo espiaban con disimulo.

—Vosotros debéis de ser Joe y Chloe. He oído hablar mucho de vosotros —dijo T.J.

—Hola —saludó Joe.

—Hola —repitió Chloe, y volvió a esconderse detrás de Sarah, pero unos segundos después asomó la cabeza de nuevo.

—Tenemos que darnos prisa, David, o nos quedaremos sin mesa —comentó Sarah.

—¿Os vais? —pregunté.

—Un par de horas. Hemos pensado que estaría bien sacar a los niños de casa un rato.

Cogió su abrigo y me dedicó una sonrisa cómplice.

—De acuerdo —dije, devolviéndole la sonrisa—. Hasta luego.

En cuanto se cerró la puerta, me arrojé a los brazos de T.J. y le rodeé la cintura con las piernas. Me llevó en volandas por el pasillo mientras le cubría el cuello de besos.

—¿Dónde? —preguntó.

Cuando llegamos a la habitación de invitados, me agarré al marco de la puerta para frenarlo. Él cerró de una patada y me tendió en la cama.

—Dios, cómo te he echado de menos —me besó, deslizó las manos por debajo de mi jersey y susurró—: A ver qué tenemos aquí…

Apenas habíamos vuelto al sofá cuando Sarah, David y los niños llegaron a casa, dos horas después.

—¿Te lo estás pasando bien con tu novio, tía Anna? —preguntó Chloe.

Sarah y yo intercambiamos una mirada y mi hermana arqueó las cejas antes de ir a la cocina.

—Sí, muy bien. ¿Y tú, qué tal? ¿Estaba buena la cena?

—Sí. He pedido pollo rebozado con patatas fritas, ¡y mamá me ha dejado tomar un refresco de naranja!

Joe se acercó y se sentó junto a T.J.

—¿Y tú, qué has cenado? —le preguntó éste.

—Un bistec. Yo ya no pido el menú infantil.

—Vaya, un bistec —repitió T.J.—. Estoy impresionado.

—Ya.

Sarah volvió al salón con una copa de vino para mí y una cerveza para T.J.

—Os hemos traído la cena. Está en la encimera.

Le dimos las gracias y fuimos a la cocina a calentar la comida. Bistec, patatas asadas y brócoli con crema de queso.

T.J. se llevó un trozo de bistec a la boca.

—Tu hermana se enrolla muy bien.

A las ocho y media, Sarah acostó a los niños y los cuatro nos sentamos a charlar, con música suave de fondo.

—¿Así que teníais una mascota, una gallina llamada Gallina? —preguntó David.

—Solía sentarse en el regazo de Anna —contó T.J.

—Asombroso —repuso mi cuñado.

Más tarde, cuando fui a la cocina para reponer las bebidas, Sarah me siguió.

—¿Se quedará T.J. a dormir?

—No lo sé. ¿Puede?

—A mí me da igual. Pero te encargas tú de contestar a las preguntas de la señorita Chloe por la mañana, porque te aseguro que las habrá.

—Hecho. Gracias, Sarah.

Volvimos al salón, y T.J. me hizo sentar en su regazo. David puso la tele. El globo de Times Square estaba a punto de iniciar su tradicional descenso. Seguimos la cuenta atrás y gritamos «¡Feliz Año Nuevo!» al unísono.

T.J. me besó y pensé que no podía ser más feliz.