Capítulo 5
Anna

Día 3

Despertamos con dolor de cabeza y náuseas. Comimos un poco de fruta del pan, y yo pensé que acabaría vomitando la mía, pero no lo hice. Con las escasas fuerzas que nos quedaban, volvimos a la playa y decidimos intentar encender un fuego otra vez. Antes o después algún avión sobrevolaría la isla, y encender una hoguera era el único modo de asegurarnos de que nos vieran.

—Ayer lo hicimos todo mal —sentenció T.J.—. Lo estuve pensando antes de quedarme dormido, y recordé un programa que vi en la tele. Salía un tipo que sabía hacer fuego, y lo que hacía era girar el palo, no frotarlo contra otro. Tengo una idea. Voy a ver si encuentro lo que necesito.

En su ausencia me dediqué a recoger cualquier cosa que sirviera de combustible por si realmente lográbamos producir una llama. Había mucha humedad en el aire, lo único seco en toda la isla era el interior de mi boca. Todo lo que cogía estaba húmedo al tacto, pero finalmente encontré un puñado de hojas secas debajo de una planta en flor. También di la vuelta a los bolsillos de mis vaqueros y añadí la pelusilla que contenían al montículo que había ido formando en mi mano.

T.J. regresó con un palo y un trozo de madera.

—¿Tienes pelusa o hilos sueltos en los bolsillos? —le pregunte. Él me pasó la pelusa que logró reunir—.Vale. Con la pelusa y las hojas hice un pequeño nido. También recogí ramitas sueltas y las añadí a una pila de hojas verdes y húmedas que podríamos echar a la hoguera para que hiciera mucho humo.

T.J. se sentó y sostuvo el palo recto, perpendicular sobre el trozo de madera.

—¿Qué haces? —pregunté.

—Trato de averiguar cómo girar el palo —lo observó unos instantes—. Creo que el tipo de la tele usaba un cordel. Ojalá no me hubiese quitado las zapatillas. Podría haber usado los cordones.

Giró el palo a uno y otro lado, pero no lo bastante rápido como para producir la fricción necesaria. Tenía el rostro bañado en sudor.

—Joder, esto es imposible —dijo cuando hizo un alto para descansar.

De pronto, como iluminado súbitamente, frotó las manos con el palo entre ambas. De ese modo sí giraba deprisa, y no tardó en coger un buen ritmo. Al cabo de quince minutos, había una diminuta pila de polvillo negro en la muesca que el palo había hecho en la base de madera.

—¡Mira! —exclamó, al ver una delgada voluta de humo ascendiendo en el aire.

Poco después había mucho más humo. El sudor se le metía en los ojos, pero T.J. no paró de frotar el palo.

—Ahora el nido.

Me senté junto a él y contuve la respiración mientras lo veía soplar suavemente sobre la muesca que había hecho en la madera. Luego usó el palo para recoger con cuidado el ascua encendida y trasladarla a la pila de hojas secas y pelusa. Cogió el nido en las manos, se lo acercó a los labios y sopló con delicadeza, hasta que se encendió con una llama. Entonces lo dejó caer al suelo.

—Dios mío —suspiré—. Lo has conseguido.

Apilamos varios trozos de yesca sobre el fuego, que prendió deprisa. Lo alimentamos con los palos que yo había recogido. Nos pusimos a buscar más broza a toda prisa, y volvíamos corriendo hacia la hoguera cuando empezó a llover a cántaros. En pocos segundos, las llamas se vieron reducidas a una pila de leña calcinada y empapada por la lluvia.

No podíamos apartar los ojos de lo que quedaba del fuego. Yo tenía ganas de llorar. T.J. se dejó caer de rodillas en la arena. Me senté junto a él y volvimos el rostro al cielo para recibir el agua de la lluvia. Llovió largamente, y por lo menos algo de aquella agua fue a parar a mi garganta, pero no podía dejar de pensar en toda la que empapaba la arena a nuestro alrededor.

T.J. estaba desolado. Cuando dejó de llover, nos tumbamos debajo del cocotero sin decir palabra. No podíamos encender otro fuego porque todo estaba demasiado mojado, así que dormitamos, aletargados y abatidos.

Cuando nos despertamos era casi de noche, y ninguno de los dos quería comer. T.J. no tenía fuerzas suficientes para volver a hacer fuego, y sin algún tipo de cubierta tampoco hubiésemos podido mantenerlo encendido. El corazón me latía con fuerza y un hormigueo me recorría las extremidades. Había dejado de sudar.

Cuando T.J. se levantó y se alejó, fui tras él. Sabía adonde se dirigía, pero no tuve fuerzas para decirle que no lo hiciera. Yo también quería ir.

Cuando llegamos a la laguna, me arrodillé junto a la orilla, cogí un poco de agua en el hueco de la mano y me la llevé a la boca. Sabía a rayos, estaba caliente y ligeramente salobre, pero no pude evitar beber más. T.J. se arrodilló a mi lado y bebió directamente de la orilla. Una vez que empezamos, ninguno de los dos podía parar. Tras saciar nuestra sed, nos dejamos caer en el suelo. Pensé que probablemente vomitaría toda el agua, pero logré retenerla. Los mosquitos revoloteaban alrededor y los ahuyenté de mi rostro con la mano.

Deambulamos de vuelta a la playa. Para entonces se había hecho casi de noche, así que nos acostamos el uno al lado del otro en la arena, con la cabeza apoyada en los chalecos salvavidas. Me dije que todo saldría bien. Habíamos logrado ganar un poco de tiempo. Al día siguiente vendrían a rescatarnos, seguro.

—Siento lo del fuego, T.J. Te has esforzado mucho y has conseguido algo increíble. Yo no hubiese podido hacerlo.

—Gracias, Anna.

Nos quedamos dormidos, pero me desperté al cabo de un rato. El cielo estaba negro y supuse que ya era de madrugada. Me dolía el vientre. Hice caso omiso del dolor y me tendí de costado.

Sentí otra punzada de dolor, esta vez más intensa. Me incorporé con un gemido. Tenía la frente perlada de sudor.

T.J. se despertó.

—¿Qué pasa?

—Me duele la barriga —recé para que los retortijones pararan, pero fueron en aumento; sabía lo que estaba a punto de pasar—. No me sigas —ordené.

Me adentré en el bosque a trompicones, y en cuanto me bajé los vaqueros y las bragas, mi cuerpo expulsó todo lo que llevaba dentro. Cuando ya no me quedaba nada que echar, me dejé caer al suelo, retorciéndome de dolor. Los espasmos se sucedieron en oleadas, uno tras otro. Estaba empapada de sudor. El dolor se extendía desde el estómago hacia las piernas. Permanecí inmóvil, temiendo que el más leve gesto desencadenara una nueva punzada de dolor. Los mosquitos zumbaban alrededor de mi cara.

Luego vinieron las ratas.

Mirara donde mirase, veía sus ojos encendidos, acechando en la oscuridad. Una pasó correteando por encima de mi pie y chillé. Me levanté a duras penas y me subí los vaqueros y las bragas de un tirón, pero el movimiento me provocó un dolor desgarrador y me desplomé de nuevo. Pensé que me estaba muriendo, que lo que hubiera contaminado el agua de la laguna no era algo a lo que pudiera sobrevivir. Después me quedé inmóvil. Exhausta y débil, sin saber dónde podía estar T.J., perdí el conocimiento.

Me despertó un zumbido. Pensé que eran mosquitos. Pero el sol había salido y la mayor parte de los insectos habían desaparecido, así como las ratas. Acostada de lado, con las rodillas pegadas al pecho, me esforcé por levantar la cabeza.

Era el sonido de un avión.

Me puse a cuatro patas y me arrastré hacia la playa, llamando a T.J. a gritos. Luego me levanté y corrí a trompicones hacia la orilla, haciendo un esfuerzo sobrehumano por levantar los brazos y agitarlos en el aire. No veía el avión, pero lo oía alejándose.

«Nos están buscando. Darán la vuelta en cualquier momento».

El sonido del avión se fue haciendo más débil, hasta que dejé de oírlo. Las piernas me fallaron, me desplomé sobre la arena y lloré hasta quedarme sin resuello. Me quedé mirando el mar, como en trance, hasta que mis sollozos se fueron apagando.

Ignoraba cuánto tiempo había pasado, pero cuando miré alrededor, vi que T.J. estaba tumbado junto a mí.

—Ha venido un avión —dije.

—Lo he oído, pero no podía moverme.

—Volverán.

Pero no lo hicieron.

Lloré mucho ese día. T.J. no despegó los labios. Tenía los ojos cerrados, y no sabía si estaba durmiendo o demasiado débil para hablar. No intentamos encender otro fuego ni comimos más fruta del pan. Ninguno de los dos se movió de debajo del cocotero, excepto cuando llovió.

No queríamos estar cerca del bosque cuando oscureciera, así que regresamos a la playa. Mientras me acostaba en la arena junto a T.J., sólo había una cosa de la que estaba segura: a menos que viniera otro avión o descubriéramos el modo de recoger agua, T.J. y yo íbamos a morir.

Pasé la noche sumida en una agitada duermevela, y cuando por fin logré conciliar el sueño, me desperté gritando porque soñé que una rata me estaba mordisqueando el pie.