Mi peluquera, Joanne, entró en el salón de Sarah.
—Hay periodistas abajo —anunció—. Creo que me han sacado una foto —se quitó el abrigo y me dio un abrazo—. Bienvenida, Anna. Historias como la tuya me hacen creer en los milagros.
—A mí también, Joanne.
—¿Dónde prefieres cortarle el pelo? —preguntó Sarah. Acababa de darme una ducha y aún tenía el pelo mojado, así que Joanne me hizo sentar en un taburete de la cocina.
—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó, examinándome las puntas.
—Le pedí a T.J. que me lo quemara, porque lo tenía demasiado largo.
—Lo dices en broma, ¿no?
—Nada de bromas. El pobre temía prenderme fuego a toda la cabeza.
—¿Cuánto quieres que te corte?
El pelo me llegaba a media espalda.
—Tres o cuatro dedos. Y el flequillo largo, ¿quizá?
—Muy bien.
Mientras trabajaba, Joanne me fue haciendo preguntas sobre la isla. Les conté del murciélago que se había quedado atrapado en mi pelo.
—¿Que te mordió? —se horrorizó Sarah—. ¿Y T.J. lo mató a navajazos?
—Sí. Pero al final todo salió bien. No me contagió la rabia.
Joanne me secó el pelo y me lo alisó con la plancha. Me tendió un espejo de mano y me miré. Ahora mi melena tenía un aspecto sano, sin puntas abiertas.
—Vaya. Menudo cambio.
Sarah intentó pagarle a Joanne, pero ésta se negó a aceptar dinero. Le di las gracias por haber venido hasta el piso de mi hermana.
—Es lo menos que podía hacer, Anna —me abrazó y me besó.
Después de que se marchara, le dije a Sarah:
—Si pudiéramos salir sin que se nos echaran encima, hay un sitio al que me gustaría ir.
—Eso está hecho. Llamaré un taxi.
Los periodistas empezaron a gritar mi nombre en cuanto aparecimos en la puerta. Estaban esperándonos en los escalones de la entrada, pero nos abrimos paso a empujones y subimos al taxi.
—Ojalá tu edificio tuviera una puerta trasera —dije.
—Seguramente también estarían allí. Malditos buitres —masculló Sarah, y le indicó al taxista adonde debía dirigirse.
Poco después llegamos al cementerio de Graceland.
—¿Puede esperar, por favor? —le pidió mi hermana al taxista.
Unos pocos copos de nieve se arremolinaban en el cielo gris. Sentí un escalofrío, pero Sarah parecía inmune al frío. Ni siquiera se molestó en abrocharse el abrigo. Me guió hasta el sepulcro donde nuestros padres, Josephine y George Emerson, yacían juntos.
Me arrodillé junto a la lápida y acaricié sus nombres con el dedo.
—He vuelto —susurré.
Sarah me ofreció un pañuelo y me enjugué las lágrimas.
Recordé a mi padre con su estrambótico gorro de lona lleno de anzuelos, enseñándome a limpiar pescado. Recordé lo mucho que le gustaba llenar el bebedero de los colibríes y ver cómo las diminutas aves se acercaban volando y planeaban en el aire. Pensé en mi madre y en lo mucho que disfrutaba del jardín, la casa, los nietos. Ya no podría contarle de mis peripecias en clase los domingos por la mañana, mientras desayunábamos. No volvería a escuchar sus consejos, ni las voces de ninguno de los dos. Lloré a moco tendido, desahogándome al fin. Sarah esperó con paciencia, dándome tiempo para la catarsis que tanto necesitaba, hasta que las lágrimas se fueron espaciando y logré incorporarme.
—Ya podemos irnos.
Mi hermana me rodeó con el brazo y volvimos al taxi. Le dio otra dirección al conductor y fuimos a casa de sus suegros para recoger a los niños.
Joe y Chloe interrumpieron sus juegos en cuanto llegamos. Seguramente me veían como una aparición. Sarah se había encargado de mantener vivo mi recuerdo, pero la tía a la que creían muerta estaba ahora plantada en medio del salón. Me arrodillé junto a ellos y susurré:
—Dios, cómo os echaba de menos…
Joe fue el primero en acercárseme. Lo abracé con fuerza.
—Deja que te mire —dije, apartándome lo justo.
—Se me están cayendo los dientes —me explicó, abriendo la boca para enseñarme los huecos.
—Vaya, el hada de los dientes debe de andar muy atareada.
Chloe, que poco a poco le iba perdiendo el miedo a su tía desaparecida, se atrevió a acercarse un poco más y musitó:
—A mí también se me han caído algunos.
Abrió la boca para que lo comprobara.
—Pero ¡si estáis desdentados! Mamá se pasará el día haciendo papillas.
—Tía Anna, ¿te quedarás a vivir con nosotros? —preguntó Chloe.
—Durante algún tiempo.
—¿Vendrás a arroparme esta noche? —preguntó.
—No, esta noche me toca a mí —protestó Joe.
—¿Qué tal si os arropo a los dos? —sugerí.
Los abracé con fuerza, conteniendo las lágrimas.
—¿Listos para volver a casa? —preguntó Sarah.
—¡Sí! ¡Yupi!
—Pues dadle un beso a la abuela y nos vamos.
Esa noche, después de acostar a mis sobrinos, Sarah sirvió dos copas de vino tinto. Cuando el teléfono empezó a sonar, contestó y me pasó el auricular.
—Hola, ¿cómo estás? —preguntó T.J.
—Bien. Sarah y yo hemos ido al cementerio.
—Ha debido de ser duro.
—Sí, pero tenía muchas ganas de ir. Me siento un poco mejor después de haber visitado sus tumbas. Volveré. Y tú, ¿qué has hecho?
—He ido a cortarme el pelo. Puede que no me reconozcas.
—Voy a echar de menos tu coleta.
Él rio.
—Pues yo no.
—Acabo de acostar a mis sobrinos. Me ha llevado dos horas, porque les he leído todos los libros que tienen. Sarah acaba de servirnos una copa de vino y Stefani va a venir a vernos. ¿Y tú, tienes algún plan?
—Voy a salir con Ben, si logramos dar esquinazo a los periodistas.
—¿Cómo está?
—Sigue siendo un bocazas.
—¿Has ido al médico?
—Mañana iré.
—Espero que todo vaya bien.
—Seguro que sí. ¿Y tú, has ido al médico?
—Mañana. Y por la tarde tengo hora con el dentista.
—Yo también. ¿Te acuerdas de cuando me quité los hierros?
—Lo había olvidado.
—Nos vemos en Nochevieja, Anna. Te quiero.
—Yo también. Que lo pases bien esta noche.