Esa noche, cuando me fui a mi habitación, me tumbé en la cama y llamé a Anna.
—Hola —saludé—. ¿Qué tal va eso?
—Estoy agotada. Demasiadas novedades que asimilar.
—Ojalá pudiera ayudarte.
—Es sólo cuestión de tiempo. No te preocupes por mí.
—Estoy acostado en mi vieja cama. Mi madre no se deshizo de nada.
—Sarah tampoco. Siempre había pensado que cuando te morías la gente se desprendía de tus cosas.
—Mi madre se ha enterado de lo nuestro.
—Ay, Dios. ¿Qué ha dicho?
—Me ha preguntado cuántos años tenía cuando todo empezó. Nada más.
—Puede que retome el tema más adelante.
—Quizá. ¿Era John el del aeropuerto?
—Sí.
—¿Qué le has dicho?
—Nada. No me ha dejado hablar. Se supone que tengo que llamarlo para que hablemos.
—¿Vas a hacerlo?
—Algún día. Ahora mismo no me siento con fuerzas. Hace unos días estábamos caminando por una isla perdida y ahora estamos en casa. Es surrealista.
—Lo sé.
—¿Estás cansado? —preguntó Anna.
—Exhausto.
—Intenta dormir un poco.
—Te quiero, Anna.
—Yo también.