Capítulo 45
Anna

Antes de salir del aeropuerto pasamos por el cuarto de baño, porque necesitaba sonarme la nariz y secarme los ojos. Sarah me ofreció un pañuelo de papel.

—Debí imaginar que algo había pasado al ver que su número ya no existía. Me dijiste que habían vendido la casa.

—Dije que la casa se vendió. David y yo la pusimos a la venta tras la lectura del testamento.

Me incliné, apoyándome en el lavamanos para no perder el equilibrio.

—¿Qué ocurrió?

—Papá tuvo otro infarto.

—¿Cuándo?

Sarah vaciló.

—Dos semanas después de tu accidente.

Rompí a llorar de nuevo.

—¿Y mamá?

—Cáncer de ovario. Murió hace un año.

David nos llamó a voz en grito desde fuera. Sarah se asomó y volvió a cerrar la puerta.

—Los periodistas vienen hacia aquí. Larguémonos, a menos que quieras hablar con ellos.

Negué con la cabeza. Sarah me había traído un abrigo y unas botas forradas de borreguillo. Me lo puse y nos dirigimos al aparcamiento con los periodistas pisándonos los talones. Reconocí el olor a nieve y humo de tubo de escape.

—¿Dónde están los niños? —pregunté cuando llegamos al piso de Sarah y David.

Me moría de ganas de abrazar a Joe y Chloe.

—Los hemos llevado a casa de mis suegros. Iré a recogerlos mañana. Están como locos por verte.

—¿Qué quieres comer? —preguntó David.

Tenía el estómago revuelto. Había pensado darme un banquete a mi llegada, pero ahora no me sentía capaz de probar bocado.

David debió de intuirlo, porque dijo:

—¿Qué tal si salgo por unos bagels y te los comes cuando te apetezca?

—Eso sería estupendo, David. Gracias.

Me quité el abrigo y las botas.

—Tienes toda tu ropa aquí —dijo Sarah—. Cuando John me la trajo, la guardé en la habitación de invitados. También están tus joyas y zapatos y alguna cosa más. No he podido deshacerme de nada.

Seguí a Sarah por el pasillo hasta la habitación de invitados. Cuando abrió el armario, me quedé como hipnotizada contemplando mi propia ropa. La mayoría de prendas colgaban de perchas, y las demás estaban perfectamente apiladas en la balda superior. Me llamó la atención un jersey de cachemira azul claro y palpé una manga, de asombrosa suavidad.

—¿Quieres darte una ducha antes de cambiarte? —preguntó Sarah.

—Por supuesto.

Cogí unos pantalones de yoga grises y una camiseta blanca de manga larga. También saqué el jersey azul de cachemira. La cajonera del rincón contenía mis calcetines, sostenes y bragas. Fui al cuarto de baño y pasé una eternidad bajo la ducha.

La ropa me venía enorme, pero me resultaba familiar y acogedora.

—Stefani viene de camino —anunció Sarah, ofreciéndome una taza de café cuando me acomodé en el sofá del salón.

Sonreí al oír el nombre de mi mejor amiga.

—Me muero de ganas de verla —bebí un sorbo de café y noté un regusto alcohólico—. ¿Le has echado Baileys?

—He pensado que te vendría bien.

—De acuerdo, pero sólo esto. Ya no estoy acostumbrada —sostuve la taza tibia entre mis manos—. ¿Cómo encajó mamá la muerte de papá?

—Bastante bien. No quería vender la casa, así que David se encargaba del jardín y cuando nevaba contratábamos a alguien para que despejara el camino y las aceras. Nos asegurábamos de que no se sintiera sola.

—¿Fue un cáncer muy agresivo?

—Bastante. Pero luchó con uñas y dientes hasta el final.

—¿Tuvisteis que ingresarla?

—No. Murió en su casa, como siempre había querido.

Apuramos el café. David regresó con los bagels y Sarah me animó a comer.

—Estás en los huesos —dijo, mientras esparcía queso de untar en un bagel.

Después de comer volvimos a instalarnos en el sofá. Sarah encendió el equipo de música y sintonizó una emisora de clásicos del rock. Me ofreció otra taza de café, esta vez sin Baileys. David se unió a nosotras, y Sarah y él me hicieron preguntas sobre la isla.

Se lo conté todo. Sarah lloró cuando les dije que T.J. y yo habíamos estado a punto de morir deshidratados, y se llevó un disgusto tremendo al saber que dos aviones habían sobrevolado la isla. Cuando les hablé del tiburón, de Huesitos y del tsunami, me escucharon horrorizados.

—Qué experiencia tan terrible —suspiró Sarah.

—Bueno, nos íbamos adaptando sobre la marcha. Pero hacia el final las cosas se estaban poniendo muy difíciles. No sé si hubiésemos aguantado mucho más.

Mi hermana me alcanzó una manta de lana, con la que me tapé las piernas.

—No esperaba ver a John en el aeropuerto —añadí.

—Yo lo llamé. Cuando lo del accidente se quedó destrozado, y se alegró muchísimo de saber que seguías con vida.

—Había dado por sentado que seguiría adelante con su vida. A estas alturas me lo imaginaba ya casado.

—Pues no. Estuvo saliendo con alguien durante un tiempo, pero sigue soltero.

—Ah.

—¿Qué decidiste acerca de él?

—No es la persona con la que quiero estar, Sarah. No sé qué habría pasado si aquel avión no se hubiese estrellado en el mar, pero he tenido mucho tiempo para pensar en lo que quiero —negué con la cabeza—. Y no es John.

—T.J. y tú sois pareja, ¿verdad? —preguntó.

—Sí. ¿Te sorprende?

—¿Dadas las circunstancias? No. ¿Qué edad tiene?

—Veinte.

—¿Qué edad tenía cuando empezó lo vuestro?

—Casi diecinueve.

—¿Estás enamorada de él?

—Sí.

—He visto cómo te miraba. Cómo te consolaba en el aeropuerto. Él también te quiere.

Dejé mi taza vacía en la mesa de centro y asentí.

—Sí. Me quiere.

Sonó el timbre y Sarah fue a abrir. La seguí, conteniendo la respiración mientras mi hermana miraba por la mirilla y abría la puerta. Allí estaba Stefani, llorando. La estreché entre mis brazos. No hay palabras para expresar lo que sentí al verla de nuevo.

—Ay, Anna… —dijo, sollozando y abrazándome con fuerza—. Estás aquí.