Capítulo 44
T.J.

Mi familia me rodeó. Alexis y Grace me cogieron una mano cada una y mi madre no sabía si reír o llorar, así que alternaba lo uno con lo otro.

—No puedo creer lo mucho que has crecido —comentó mi padre.

Todos alucinaban con mi cola de caballo.

—No teníamos tijeras —expliqué.

Con el rabillo del ojo me fijé en un tipo alto y rubio que se acercaba a Anna. «Apártate de ella. Ya no te quiere». Los observé hasta que mi madre me tiró del brazo.

—Vámonos a casa, T.J.

Me volví para mirar a Anna una vez más. John la abrazó y luego se alejó. Suspiré de alivio y dije:

—Estoy listo, mamá.

Antes de que saliéramos a la calle, mi madre me dio un abrigo, un par de calcetines y unas zapatillas deportivas. Metí las chancletas en la bolsa de plástico, con el resto de mis cosas, y seguí a mi familia hasta el coche.

Cuando llegamos a casa me di una ducha, me anudé una toalla a la cintura y entré en mi antiguo dormitorio. Todo estaba tal como lo había dejado: sobre la cama la misma colcha azul marino, y el equipo de música y la colección de CD seguían en el mismo rincón, junto al escritorio. Sobre el tocador había una pila de ropa doblada. Mi madre había acertado bastante con la talla, teniendo en cuenta lo mucho que había crecido.

Al salir de la habitación la encontré en la cocina, preparando el desayuno. Me había hecho crepes con beicon, y cuando terminé de comer me senté en la sala a charlar con mi familia. Grace, que tenía catorce años, se acomodó a mi lado. Alexis, que acababa de cumplir trece, se sentó a mis pies.

Se lo conté todo —el accidente, el agua contaminada, la sed, el hambre, el tiburón, mi enfermedad, el tsunami— y contesté a todas sus preguntas. Mi madre rompió a llorar otra vez cuando supo lo enfermo que había estado.

Esa noche, después de que mis hermanas se fueran a la cama, me quedé a solas con mis padres.

—No te imaginas lo que se siente, T.J. —suspiró mi madre—, cuando crees que tu hijo está muerto y de pronto te llama por teléfono. Un milagro, eso es lo que es.

—Ya. Anna soñaba con el día en que haríamos esas llamadas. No veía el momento de decirle a todo el mundo que estábamos vivos.

El silencio se impuso por primera vez. Mi madre se aclaró la garganta.

—¿Qué clase de relación teníais? —preguntó.

—Justo la clase de relación que estás pensando.

—¿Cuántos años tenías?

—Casi diecinueve —contesté—. Y por cierto…

—¿Sí?

—Fue idea mía, desde luego.