Capítulo 41
Anna

Abrí los ojos y me desperecé. T.J. había apoyado la espalda contra el cabecero de la cama y miraba la tele sin apenas sonido mientras comía una longaniza Slim Jim.

—Qué buena siesta —lo besé y me volví para incorporarme—. Tengo que hacer pipí. ¿Sabes qué es lo que más me gusta de este cuarto de baño? —pregunté, mientras me encaminaba a la puerta.

—¿Que hay papel higiénico?

—Exacto.

Cuando volví, T.J. me hizo probar un trozo de su Slim Jim.

—Reconócelo. No está mal —me dijo.

—Se deja comer, pero también es verdad que me he vuelto menos melindrosa para la comida. ¿Dónde habré dejado los caramelos de goma?

Los encontré en el vestidor. No estaba acostumbrada al aire acondicionado, así que me ceñí más el albornoz y volví a acurrucarme entre las sábanas, pegada a T.J. Me sentía dolorida y agarrotada, más que cuando me habían rescatado del agua, y di gracias por tener una cama tan mullida.

A las diez de la noche intenté llamar a Sarah. Eran las nueve de la mañana en Chicago, pese a lo cual comunicaba.

—No hay manera —dije. Marqué el número de su casa, pero sonó una y otra vez—. Tampoco tiene conectado el contestador automático.

—Llamaré a mi padre. Quizá haya hablado con ella.

T.J. marcó el número de su casa y esperó. Al cabo de unos segundos, movió la cabeza en señal de negación.

—También comunica. Supongo que los teléfonos no paran de sonar. Podemos volver a intentarlo a lo largo de la mañana —colgó y me acarició el pelo—. No sé cómo voy a acostumbrarme a no compartir la cama contigo todas las noches.

—Pues no lo hagamos —dije.

Me incorporé apoyándome en el codo y lo miré. No estaba preparada para dejarlo marchar, por mucho que eso me hiciera sentir egoísta.

T.J. se irguió bruscamente.

—¿Lo dices en serio?

—Pues claro —el corazón me latía con fuerza y la cabeza me advertía que aquello era una mala idea, pero me daba igual—. Estaremos separados algún tiempo. Tú necesitas estar con tu familia, y yo también. Pero después, si quieres volver, estaré esperándote.

T.J. soltó un profundo suspiro con cara de alivio. Me rodeó con los brazos y me besó en la frente.

—Por supuesto que querré.

—No será fácil, T.J. La gente no lo entenderá. Harán muchas preguntas —sólo de pensarlo, se me encogió el estómago—. No olvides mencionar que tenías casi diecinueve años la primera vez que pasó algo entre nosotros.

—¿Crees que alguien lo preguntará?

—Todo el mundo lo preguntará.

***

Me desperté a media noche para ir al lavabo. Me había quedado dormida viendo la tele, y cuando volví a la cama cogí el mando a distancia y estuve haciendo zapping hasta que me detuve a ver las noticias.

Todo mi cuerpo se tensó cuando la CNN anunció una noticia de última hora y allí, en la pantalla, bajo el titular «Han pasado tres años y medio en una isla desierta», estaban nuestras fotografías, congelados a la edad de dieciséis y treinta años.

Alargué el brazo y sacudí suavemente el hombro de T.J.

—¿Qué, qué pasa? —preguntó medio dormido.

—Mira la tele.

Se incorporó, parpadeó y ya no pudo apartar los ojos de la pantalla.

Subí el volumen para oír a Larry King diciendo: «Creo que hablo por todos cuando digo que aquí hay una gran historia».

—Joder —dijo T.J.

«La que se nos viene encima», pensé.