Capítulo 40
T.J.

Anna me pasó el móvil. Marqué el número de casa y esperé a que alguien contestara. «Cogedlo, cogedlo, por favor, cogedlo».

—¿Sí? —contestó mi madre.

Al oír su voz, me embargó la emoción. Hasta ese instante no había sido consciente de cuánto la echaba de menos. Se me llenaron los ojos de lágrimas y parpadeé para contenerlas. Anna me rodeó con un brazo.

—Mamá, soy T.J., no cuelgues —hubo un silencio al otro lado de la línea—. Mamá, Anna y yo no morimos en el accidente de avión. Hemos estado viviendo en una isla desierta. La Guardia Costera nos rescató después del tsunami y estamos en el hospital de Malé.

—¿T.J.? —su voz sonaba extraña, como si estuviera en trance. Empezó a llorar.

—¡Mamá, dile a papá que se ponga!

—¿Quién eres? —vociferó mi padre, cogiendo el auricular.

Me emocioné por segunda vez al oír su voz y sentí el impulso de regodearme en esa emoción, pero necesitaba que alguien entendiera lo sucedido.

—Papá, soy T.J. —dije con voz firme—. No cuelgues. Sólo escucha. Después de que el hidroavión se estrellara en el mar, la corriente nos arrastró hasta una isla desierta. La Guardia Costera nos rescató tras el tsunami. Estamos en el hospital de Malé, sanos y salvos —silencio al otro lado de la línea—. ¿Papá?

—Dios santo… —musitó—. ¿Eres tú, de verdad eres tú?

—Sí, soy yo.

—¿Has seguido vivo todo este tiempo?… Pero ¿cómo?

—No ha sido fácil.

—¿Te encuentras bien, estás herido?

—Estamos bien los dos. Cansados, doloridos y hambrientos, pero bien.

—¿Anna está bien?

—Sí, está aquí sentada a mi lado.

—No sé qué decir, T.J., estoy abrumado… Necesito centrarme y averiguar el modo de sacaros de ahí.

Por primera vez en mucho tiempo no sentí el peso de la responsabilidad sobre mis hombros. Papá cogería las riendas y se encargaría de llevarnos de vuelta a casa.

—Papá, Anna quiere pedirte que llames a su hermana y te asegures de tenerla al corriente de todo.

Anna me cantó el número de teléfono, y se lo repetí a mi padre.

—Lo último que quiero hacer ahora mismo es colgar, T.J., pero aquí son las ocho de la tarde, así que debo empezar a hacer llamadas antes de que sea más tarde. Meteros en un avión puede resultar difícil por lo del Once de Septiembre. Si no consigo colocaros en un vuelo comercial, fletaré uno. No creo que pueda sacaros de ahí hasta mañana. ¿Estáis en condiciones de abandonar el hospital?

—Sí, eso creo.

—¿Puede llevaros alguien a un hotel?

—Lo preguntaré. Quizá puedan acercarnos en coche.

—En cuanto lleguéis al hotel, llámame y les daré mi número de tarjeta de crédito.

—Muy bien. ¿Mamá está bien?

—Sí, la tengo aquí mismo. Quiere hablar contigo.

Apenas pude entender lo que decía mi madre, pues en cuanto oyó mi voz rompió a llorar de nuevo.

—Tranquila, mamá. Pronto estaré en casa. No llores. Dile a papá que se ponga otra vez.

Cuando mi padre volvió al teléfono, le dije que primero teníamos que hablar con la policía local y luego intentaríamos buscar un hotel.

—De acuerdo, T.J. Espero tu llamada.

—Va a empezar a hacer gestiones —le conté a Anna después de colgar—. Ha dicho que puede resultar complicado meternos en un vuelo comercial por lo del 11 de septiembre.

—¿Qué pasa el 11 de septiembre?

—Ni idea. Ha dicho que quizá tenga que fletar un avión. Si alguien nos acerca a un hotel, hay que llamarle para que nos dé el número de su tarjeta de crédito. Aunque seguramente no podremos salir de aquí hasta mañana.

Anna sonrió.

—Hemos esperado tanto tiempo que ya poco importa un día más.

La atraje hacia mí y la abracé.

—Nos vamos a casa.

Salimos del almacén y buscamos al doctor Reynolds. Estaba en el vestíbulo, esperándonos junto a dos policías y otro hombre. Éste llevaba una camisa caqui con el logo de la empresa del hidroavión accidentado bordado en el bolsillo.

El médico sostenía una bolsa de papel marrón con una gran mancha de grasa a un lado. Nos la entregó con una sonrisa. Contenía tacos mexicanos. Saqué uno para Anna y otro para mí.

La tortita de maíz tenía un relleno de carne de ternera desmenuzada y cebolla. Una salsa condimentada se derramó por mi mano. No estaba acostumbrado a tantos sabores a la vez, pero estaba tan hambriento que devoré el taco en menos de un minuto.

Los policías querían hablar con nosotros, así que los seguimos hasta un rincón del vestíbulo, donde volví a meter la mano en la bolsa y saqué otro par de tacos.

Los policías hablaban inglés, pero con tanto acento que costaba comprenderlos. Contestamos a sus preguntas y les explicamos lo sucedido: el infarto de Mick, el accidente y cómo habíamos llegado hasta la isla.

—El equipo de rescate encontró restos del avión siniestrado, pero ningún cadáver —dijo uno de los agentes—. Dimos por hecho que os habíais ahogado.

—El piloto intuyó que tendría que hacer un aterrizaje forzoso —explicó Anna—, así que nos hizo ponernos los chalecos salvavidas. De no haberlo hecho, nos habríamos ahogado.

—Buscaron vuestros cadáveres —dijo el otro policía—, pero sin demasiadas esperanzas. Esas aguas están infestadas de tiburones.

Anna y yo intercambiamos una mirada.

—La corriente arrastró hasta la isla algunos restos del avión. Mi mochila, la maleta de Anna y el bote salvavidas. El cadáver del piloto también acabó apareciendo —expliqué—. Lo enterramos en la isla.

El representante de la empresa también quiso hacernos algunas preguntas.

—Cuando encontrasteis el bote salvavidas, ¿por qué no usasteis la baliza de emergencia?

—Porque no había ninguna —contesté.

—Todos los botes incluyen una baliza de emergencia. La Guardia Costera obliga a llevarla a todos los aviones que sobrevuelan el mar.

—Pues la nuestra no la tenía —insistí—. Y créame que la buscamos.

El hombre apuntó nuestros datos de contacto y me tendió una tarjeta de visita.

—Por favor, díganles a sus abogados que me llamen cuando vuelvan a Estados Unidos.

Guardé la tarjeta en el bolsillo de mi pantalón corto.

—Hay algo más —añadí, volviéndome hacia los policías—. Alguien vivió en la isla antes que nosotros —entonces les hablamos de la cabaña y del esqueleto—. Si les consta algún otro desaparecido, puede que lo encontráramos.

Cuando terminamos de hablar con los policías, le preguntamos al doctor Reynolds si podía hacernos el favor de acercarnos en coche hasta un hotel.

—Claro —contestó.

Reynolds tenía un desvencijado Honda Civic que carecía de aire acondicionado, por lo que bajamos las ventanillas. Cuando salimos del aparcamiento, me quedé asombrado al ver las calles, los coches, los edificios, todas aquellas cosas que no veía desde hacía tanto tiempo. Inhalé el aire contaminado por el humo de los tubos de escape, tan distinto al olor de la isla. Cuando vi el letrero del hotel no pude evitar sonreír, porque sólo entonces caí en la cuenta de que Anna y yo íbamos a dormir en una habitación con ducha y cama.

—Gracias por su ayuda —le dije al médico cuando nos dejó delante del hotel.

—Os deseo suerte —contestó.

Luego me estrechó la mano y abrazó a Anna.

El hotel no había sufrido demasiados desperfectos. Había alguien barriendo escombros y desechos en la acera cuando entramos por la puerta giratoria. Había varios huéspedes en el vestíbulo, y algunos esperaban junto a su equipaje apilado.

Todos nos miraron. Si había alguna norma que prohibiera entrar sin zapatos ni camisa, la estaba incumpliendo descaradamente. Vislumbré nuestro reflejo en un gran espejo de pared. No teníamos muy buen aspecto.

Seguí a Anna hasta el mostrador de recepción, donde una mujer tecleaba en el ordenador.

—¿Desean registrarse? —preguntó ésta.

—Sí. Una habitación, por favor —contesté.

—Estamos bastante llenos —dijo—. Pero nos queda una habitación doble disponible. ¿Les parece bien?

—Nos parece perfecto —asentí, sonriendo—. ¿Me permite hacer una llamada?

La recepcionista giró el teléfono hacia nosotros y llamé a mi padre a cobro revertido.

—Estamos en el hotel —le dije.

—Coged un par de habitaciones y cargad todo lo que necesitéis a mi cuenta.

—Sólo necesitamos una habitación, papá.

Hubo una pausa.

—Ah. De acuerdo.

Le pasé el auricular a la recepcionista y esperé mientras mi padre le daba los datos de su tarjeta de crédito. Luego me lo devolvió y acabó de introducir la información en el ordenador.

—¿Hay alguna tienda de regalos en el hotel? —preguntó mi padre.

—Sí, la veo desde aquí.

Estaba a la vuelta de un recodo y, por lo poco que alcanzaba a ver, parecía bastante lujosa.

—Comprad lo que os haga falta. Estoy buscando la manera de sacaros de ahí. El aeropuerto de Malé ha sufrido daños, pero al parecer no han cancelado muchos vuelos. Un avión comercial no podrá ser, así que estoy tratando de fletar una avioneta. Tu madre quería ir a recogerte en persona, pero la he convencido de que llegarás a casa antes si no tienes que esperarla. Llamaré a vuestra habitación en cuanto lo tenga todo atado, pero estad preparados para salir por la mañana.

—De acuerdo, papá. Estaremos listos.

—Ni siquiera sé qué decir, T.J. Tu madre y yo aún estamos perplejos. Tus hermanas no hacen más que llorar, y el teléfono no para de sonar. Sólo queremos que volváis a casa cuanto antes. Ya he hablado con Sarah y la tendré al corriente de todo.

Nos despedimos y devolví el auricular a la recepcionista.

Anna y yo nos acercamos a la tienda de regalos a echar un vistazo, sin saber muy bien por dónde empezar. La tienda estaba dividida en dos secciones. A un lado había percheros con ropa —de todo un poco, desde camisetas de recuerdo hasta prendas formales— y al otro lado sólo comida. Los estantes estaban repletos de golosinas, patatas fritas y galletas.

—¡Dios mío! —exclamó Anna, y salió disparada hacia allí.

Cogí dos cestas de la compra y la seguí.

Le ofrecí una cesta y ella se echó a reír mientras la llenaba de caramelos de goma, grageas de canela y otras golosinas. Yo cogí una bolsa de Doritos y diversas chucherías.

—¿Estás seguro? —inquirió Anna, arqueando una ceja.

—No tengas dudas —contesté con una sonrisa.

Después de llenar una cesta con comida basura, nos dirigimos al expositor de artículos de perfumería.

—Seguramente habrá jabón y champú en la habitación, pero no pienso arriesgarme —anunció Anna, cogiendo un envase de cada uno, así como cepillos y pasta de dientes, desodorante, leche hidratante, maquinillas, crema de afeitar, un cepillo y un peine.

A continuación, escogimos una camiseta y unos pantalones cortos para mí. Anna me enseñó un lote de calzoncillos y negué con la cabeza, pero ella asintió, soltó una risita y lo dejó caer en la cesta. Metí la mano en un barril repleto de chancletas y cogí un par negras.

En un perchero cercano había vestidos de tirantes, y escogí uno azul para Anna, que encontró un par de sandalias del mismo color. También se hizo con algo de ropa interior, unos pantalones cortos y una camiseta. Finalmente llevamos las cestas hasta la caja, donde lo cargamos todo a nuestra habitación.

Subimos en ascensor hasta la tercera planta. Deslicé la tarjeta por la ranura de la puerta y entramos.

Lo primero que vi fue una enorme cama de matrimonio repleta de almohadas. Delante, un gran televisor de pantalla plana colgaba de la pared. Más allá, una mesa de comedor con cuatro sillas, un escritorio con persiana y una mininevera. En la zona de estar había otro televisor en torno al cual habían dispuesto una mesita de centro, un sofá y dos butacas. El aparato de aire acondicionado echaba ráfagas de aire gélido. En una mesita auxiliar junto a la puerta descansaba una bandeja con cuatro vasos envasados en plástico. Abrí dos, entré en el cuarto de baño y los llené de agua en el lavamanos. Anna me siguió y le ofrecí uno. Se lo quedó mirando pensativa unos segundos antes de llevárselo a los labios y beber.

Exploramos el resto del cuarto de baño. Una enorme ducha con mampara de cristal ocupaba un ángulo de la estancia, y entre ésta y una bañera de hidromasaje había un lavamanos doble con sobre de mármol sobre el que descansaba una cestita con jabón y champú. Junto a la puerta había una percha con dos albornoces blancos.

—Voy a llamar a Sarah para que me dé el número de mis padres. Estarán esperando que los llame. ¿Qué diferencia horaria tenemos con Chicago?

—Creo que once horas. Cuando he hablado con mi padre me ha dicho que allí ya eran las ocho de la tarde.

Anna se sentó en la cama y cogió el bloc de notas y el bolígrafo que había en la mesilla de noche. Luego descolgó y marcó el número de su hermana.

—Comunica. La llamaré al móvil —marcó otro número, esperó y al cabo de poco colgó. Frunció el entrecejo—. ¿Por qué no contesta?

—Seguramente estará llamando a todos tus conocidos, que le estarán devolviendo la llamada. Su teléfono no dejará de sonar durante los próximos días. Vamos a darnos una ducha. Puedes volver a intentarlo cuando acabemos.

Pasamos casi una hora en la ducha, frotándonos entre risas. Anna no podía parar de restregarse, ni siquiera después de que le asegurara que no podía estar más limpia.

—No pienso volver a darme un baño mientras viva. De hoy en adelante sólo me ducharé —proclamó.

—Yo también.

Cuando por fin salimos de la ducha, nos secamos y nos pusimos los albornoces. Anna echó pasta de dientes en los dos cepillos. Pasamos un buen rato delante del lavamanos doble, cepillándonos los dientes a conciencia y enjuagándonos la boca. Luego ella dejó su cepillo y dijo:

—Bésame ahora mismo, T.J.

La cogí en brazos, la senté en el mármol del lavabo y tomé su rostro entre las manos. Nos besamos largamente.

—Qué bien sabes —dije—. Y también hueles de maravilla. Aunque tampoco es que me importara cuando no olías tan bien.

—Pero así es mejor —repuso, pegando su frente a la mía.

—Ya.

Salimos del cuarto de baño y me tumbé en la cama con la carta del servicio de habitaciones en una mano y el mando de la tele en la otra.

—Anna, echa un vistazo a esto.

Ella se disponía a abrir una bolsa de caramelos de goma, pero se dejó caer a mi lado y pasó los ojos por el menú. Mientras lo hacía, me ofreció los Doritos. Me metí un puñado en la boca. Los nachos de queso nunca me habían sabido tan bien.

No resultaba fácil decidir qué pedir, porque lo queríamos todo. Finalmente, nos decantamos por bistec con patatas fritas, espagueti con albóndigas, pan de ajo y pastel de chocolate.

—Ah, y dos coca-colas extra grandes —añadió Anna.

Llamé al servicio de habitaciones. Ella cogió la tarjeta de la habitación y algo que había en la mesita de la entrada y dijo que volvería enseguida.

—No llevas nada debajo de ese albornoz —le recordé.

—No tardo.

Me dediqué a hacer zapping. Todos los canales emitían noticias del tsunami. Anna volvió a la habitación con un pequeño cubo. Me incorporé en la cama.

—¿Hielo? —pregunté.

—Ajá —contestó, llevándose un cubito a la boca.

Se acostó en la cama junto a mí y la observé mientras lo chupeteaba. Se incorporó y me abrió el albornoz. Deslizó la mano suavemente por mi costado. Pese al dolor, mi cuerpo respondió a su caricia de inmediato.

—Tienes grandes morados —comentó—. ¿Qué pasó?

—Había un tronco enorme en el agua.

—No te llevas demasiado bien con los troncos —bromeó.

—Éste me atacó.

Sonriendo, se metió otro cubito de hielo en la boca y me besó en el cuello y el pecho.

—¿Cuánto tardará el servicio de habitaciones? —preguntó.

—No lo han dicho.

Me besó en el estómago y siguió bajando. Cuando rodeó mi pene con los labios apenas logré reprimir un grito, porque nunca hasta entonces los había notado fríos. Cerré los ojos y posé las manos en su cabeza.

Cuando el servicio de habitaciones llamó a la puerta un poco más tarde, me anudé el albornoz y fui a abrir. El camarero lo dejó todo sobre la mesa, y en cuanto firmé la nota, esparcimos los platos y les quitamos las tapas.

—Uau, cubiertos —se maravilló Anna.

Alzó un tenedor y lo contempló arrobada antes de ensartar una albóndiga.

—Y sillas —añadí, sacando una y sentándome a su lado.

Le tendí un trozo de pan de ajo y corté un pedazo de bistec. Cuando me lo llevé a la boca no pude reprimir un gemido de placer. Nos dimos a probar la comida de nuestros respectivos platos y bebimos las coca-colas. No tardamos en sentirnos ahitos. No estábamos acostumbrados a comidas tan calóricas ni copiosas. Anna envolvió las sobras con cuidado y las guardó en la nevera.

Después de comer nos tumbamos en la cama para dejar que la comida se asentara. Anna se puso a juguetear con un mechón de mi pelo. Tenía la cabeza apoyada en mi hombro y las piernas enlazadas con las mías.

—No me había sentido tan bien en toda mi vida —dijo.

Le quité el sonido a la tele. Habíamos estado viendo imágenes del tsunami mientras comíamos, asombrados por el alcance de la tragedia. Indonesia parecía haberse llevado la peor parte, y el número de víctimas se elevaba a decenas de miles de personas.

—Me siento fatal diciendo algo así cuando hay tanta gente que ha perdido la vida, pero si no hubiese sido por el tsunami aún estaríamos en esa isla —reconoció Anna—. No sé si hubiésemos aguantado mucho más.

—Yo tampoco.

Encendí el radio despertador de la mesilla y moví el dial hasta dar con una emisora de música anglosajona. Sonaba More Than a Feeling, de los Boston, y sonreí.

—Me encanta esta canción —suspiró Anna. Se acurrucó junto a mí y la estreché con fuerza—. ¿Te lo puedes creer? Estamos a salvo y volveremos con nuestras familias.

—Empiezo a creérmelo.

—¿Qué hora es? —preguntó.

Volví la cara hacia el reloj.

—Pasa un poco de las dos.

—O sea, de madrugada en Chicago. Me da igual. Llamaré a Sarah otra vez. De todos modos, seguro que ni ella ni mis padres estarán durmiendo.

Se incorporó en la cama y cogió el teléfono, estirando el cable por encima de mi pecho.

—Primero la llamaré a casa —marcó el número y esperó—. Comunica. Probemos en el móvil —marcó el otro número y esperó de nuevo—. Me sale el buzón de voz. Le dejaré un mensaje… —pero colgó sin decir palabra—. Tiene el buzón lleno.

—Inténtalo otra vez dentro de un rato. Antes o después se pondrá —me pasó el auricular y lo colgué—. Anna…

—¿Sí? —contestó, volviendo a acomodarse entre mis brazos.

—¿Qué pasa con John? ¿No crees que Sarah lo habrá llamado?

—Seguro que sí.

—¿Qué crees que hará cuando sepa que estás viva?

—Se alegrará por mi familia, claro. Más allá de eso, no lo sé. A estas alturas seguro que está casado, tiene hijos y vive en las afueras —hizo una pausa y añadió—: Espero que llevara todas mis cosas a casa de mis padres.

—¿Dónde vas a vivir?

—Con mis padres, estén donde estén. Querrán que pase una temporada con ellos. Luego ya me buscaré algo. Aún no puedo creer que hayan vendido la casa, T.J. Siempre decían que algún día se comprarían algo más pequeño, un piso quizá, pero nunca pensé que fueran a hacerlo realmente. Yo crecí en esa casa. Me duele saber que ya no está.

La besé, le desanudé el albornoz y se lo quité deslizándolo por sus hombros. Hicimos el amor y luego nos dejamos vencer por el sueño. Cuando me desperté eran las cinco de la mañana y Anna dormía profundamente a mi lado. Me quedé mirando el techo y pensando en nuestra conversación de antes. Le había preguntado por John, pero no le había hecho la única pregunta cuya respuesta me importaba realmente:

«¿Y qué va a pasar con nosotros?».