Capítulo 4
T.J.

Día 2

Abrí los ojos en cuanto salió el sol. Anna ya estaba despierta, sentada en la arena junto a mí, escrutando el cielo. Mi estómago protestó y me noté la boca reseca.

Me incorporé.

—Hola. ¿Qué tal tu cabeza?

—Aún me duele bastante —dijo ella.

Su cara tampoco había salido muy bien parada del trance. Las mejillas, tumefactas, estaban cubiertas de magulladuras, y tenía una costra junto al nacimiento del pelo.

Fuimos hasta el árbol del pan, donde volvió a encaramarse a mis hombros y tiró dos frutos al suelo. Me sentía débil, me costaba mantener el equilibrio y sostener su peso. Después de que Anna se bajara, un fruto cayó de la rama y aterrizó a nuestros pies. Nos miramos el uno al otro.

—Eso simplificará las cosas —dijo.

Apartamos la fruta podrida que había debajo del árbol. De ese modo, si volvíamos y había fruta en el suelo, sabríamos que era comestible. Recogí la que había caído y la pelé. El zumo era más dulzón, y la pulpa no tan correosa.

Necesitábamos algo con lo que recoger agua, y recorrimos la orilla de la playa en busca de una lata, botella o envase, cualquier cosa que retuviera el agua y permitiera almacenarla. Avistamos unos restos en el mar y dedujimos que podían ser del avión siniestrado, pero nada más. La ausencia de todo vestigio humano me hizo preguntarme adonde demonios habíamos ido a parar.

Nos adentramos en la isla. Los árboles impedían el paso de la luz y una nube de mosquitos revoloteaba a nuestro alrededor. Intenté ahuyentarlos a manotazos y me sequé la frente con el brazo. Al alcanzar un pequeño claro, avistamos la laguna. Era más bien un gran charco de agua turbia, y al verla sentí una sed terrible.

—¿Podremos beberla? —pregunté.

Anna se arrodilló y hundió la mano en la laguna. Agitó el agua, y al hacerlo arrugó la nariz a causa del olor.

—No, está estancada. Seguro que no es potable.

Avanzamos un poco más, pero no encontramos nada que pudiera retener el agua, así que volvimos al cocotero. Recogí uno de los cocos que había en el suelo, lo estrellé contra el tronco del árbol. Al ver que no se abría, lo arrojé lejos. Luego le asesté una patada al árbol, para desgracia de mi pie.

—¡Maldita sea! —bramé.

Si tan sólo lograra abrir uno de aquellos cocos, podríamos beber el jugo que contenía, comer la pulpa y usar su corteza vacía para recoger el agua de la lluvia.

Anna no pareció percatarse de mi pataleta. Movía la cabeza como asintiendo y repetía una y otra vez:

—No entiendo por qué no hemos avistado ningún avión todavía. ¿Qué diablos les pasa?

Me senté junto a ella, jadeante y sudoroso.

—No lo sé.

Nos quedamos en silencio, absorto cada cual en sus pensamientos, hasta que por fin dije:

—¿Crees que deberíamos encender una hoguera?

—¿Sabes cómo? —preguntó Anna.

—No. Soy fauna de ciudad. Podría contar con una mano las veces que he ido de campamento, y me sobrarían dedos. Además, siempre encendíamos el fuego con un mechero. ¿Tú sabrías hacerlo?

—Tampoco.

—Podríamos intentarlo —aventuré—. Tiempo tenemos, desde luego.

Anna sonrió al oír mi flojo amago de chiste.

—De acuerdo.

Frotamos dos palos entre sí durante una hora. Antes de darse por vencida, ella se las arregló para que el suyo generara suficiente calor como para quemarle el dedo. A mí me fue un poco mejor, hasta me pareció ver un poco de humo, pero ni rastro de fuego. Me dolían los brazos.

—Me rindo —dije, dejando caer los palos y usando el borde de la camiseta para secarme el sudor de la frente.

Empezó a llover. Me centré en coger las gotas con la lengua, agradecido por esa pequeña cantidad de líquido. La lluvia cesó al cabo de unos minutos.

Todavía sudoroso, me encaminé a la orilla, me quité la camiseta y me metí en el mar con el pantalón puesto. El agua de la bahía estaba tibia como una sopa, pero me zambullí y me noté menos acalorado. Anna me siguió, pero se detuvo antes de alcanzar el agua. Se sentó en la arena, recogiéndose la larga melena con una mano. Tenía que estar asándose con aquella camiseta de manga larga y los vaqueros. Unos minutos después, se levantó, pareció vacilar, pero finalmente se quitó la camiseta. Luego se desabrochó los vaqueros y también se los quitó, y entonces vino hacia mí sin más atuendo que un sostén negro y unas bragas a conjunto.

—Vamos a fingir que esto que llevo puesto es un biquini, ¿de acuerdo? —dijo cuando se unió a mí en el agua. Tenía el rostro encendido y apenas podía sostener mi mirada.

—Claro —yo estaba tan anonadado que apenas podía hablar.

Anna tenía un cuerpo increíble. Piernas largas, vientre plano. Un tipo realmente bonito. Repasarla de arriba abajo debería haber sido la última de mis prioridades, pero no fue así. Tampoco hubiese imaginado que pudiera tener una erección, en vista de lo sediento y cansado que estaba, y de lo desesperada que era nuestra situación, pero ocurrió. Nadé en dirección contraria hasta que conseguí dominarme.

Pasamos largo rato en remojo, y cuando salimos Anna me dio la espalda y se puso la ropa. Fuimos a ver si había caído alguna otra fruta del pan, pero no hallamos ninguna. Anna se subió a mis hombros una vez más, y cuando traté de estabilizarla asiéndole los muslos, la imagen de sus piernas desnudas acudió a mi mente.

Logró hacer caer dos frutos. Yo no tenía demasiado apetito, lo que era extraño, porque debería estar muerto de hambre. A ella debía de pasarle lo mismo, porque tampoco se comió la pulpa del fruto tras haber sorbido su jugo.

Cuando el sol se puso, nos tumbamos cerca de la orilla y vimos cómo los murciélagos llenaban el cielo.

—El corazón me late deprisa —dije.

—Es un síntoma de deshidratación —repuso Anna.

—¿Qué otros síntomas da?

—Pérdida de apetito. No tener ganas de orinar. Sensación de boca seca.

—Pues los tengo todos.

—Yo también.

—¿Cuánto tiempo podremos resistir sin agua?

—Tres días, a lo sumo.

Intenté recordar cuándo habíamos bebido algo por última vez. ¿En el aeropuerto de Sri Lanka? Cuando llovía acertábamos a atrapar algunas gotas de agua, pero no bastarían para mantenernos con vida. Tomar conciencia de que se nos agotaba el tiempo me aterró.

—¿Y la laguna?

—No es buena idea —repuso Anna.

Ninguno de los dos dijo lo que estaba pensando. Si al final todo se reducía a beber el agua estancada de la laguna o morir de sed, no nos quedaría más remedio que bebería.

—Mañana vendrán —afirmó ella, pero no parecía tenerlas todas consigo.

—Eso espero.

—Tengo miedo —murmuró.

—Yo también.

Me di la vuelta y me tumbé sobre un costado, pero tardé mucho en conciliar el sueño.