Capítulo 39
Anna

Seguía agazapada en lo más recóndito de mi ser. El hombre me sacudió con delicadeza. Yo no quería hablar, pero él insistía en si podía oírlo. Moví la cabeza siguiendo su voz y parpadeé, intentando enfocarlos, los ojos hinchados y arrasados en lágrimas.

—¿Cómo se llama? —preguntó—. Otro helicóptero acaba de sacar a un hombre del agua.

Me esforcé por incorporarme para escucharlo con más claridad.

—Han dicho que pregunta por Anna.

Tardé unos segundos en descifrar esas palabras, pero cuando por fin lo hice, experimenté por primera vez en mi vida un sentimiento de euforia pura.

—Yo soy Anna… —balbuceé.

Me abracé a mí misma y empecé a mecerme adelante y atrás entre sollozos.

Aterrizamos en el hospital y me tendieron en una camilla. Dos hombres que no hablaban inglés me transportaron y trasladaron de la camilla a una cama de hospital. Por el camino, pasamos por delante de un teléfono de pared.

«Dios mío, un teléfono…».

Volví la cabeza para mirarlo mientras pasábamos de largo y sentí pánico cuando quise recordar el número de mis padres y éste no acudió a mi memoria.

El hospital estaba atestado de pacientes. Había personas sentadas en el suelo del vestíbulo, a la espera de que las atendiera un médico. Una enfermera se acercó y me habló con dulzura en una lengua que no comprendía. Mientras sonreía y me daba palmaditas en el brazo, me clavó una aguja en el dorso de la mano y colgó un gotero intravenoso del soporte que había junto a mi cama.

—Tengo que encontrar a T.J. —le dije, pero ella negó con la cabeza y, al notar que temblaba, me tapó con la sábana hasta el cuello.

La barahúnda de tantas voces mezcladas, entre las que sólo distinguía alguna que otra palabra en inglés, me zumbaba en los oídos, más estruendosa que nada de lo que había oído en los últimos tres años y medio. El olor a desinfectante me invadió las fosas nasales y parpadeaba a causa de los fluorescentes, que me dañaban los ojos. Alguien empujó mi cama hasta un pasillo. Me quedé allí tumbada boca arriba, luchando por mantenerme despierta.

«¿Dónde está T.J.?», me preguntaba.

Quería llamar a mis padres, pero no tenía fuerzas para mover un solo dedo. Me adormilé unos instantes, pero me desperté sobresaltada al oír unos pasos acercándose.

—La Guardia Costera acaba de traerla —dijo alguien—. Creo que es la mujer que buscas.

Segundos después, una mano retiró la sábana que me cubría y T.J. saltó de su cama a la mía, tratando de no enredar los tubos de nuestros respectivos goteros. Me abrazó y se derrumbó, hundiendo la cara en mi cuello. Las lágrimas me resbalaban de puro alivio al ver que lo tenía realmente entre los brazos.

—Lo has conseguido —dijo, emocionado y tembloroso—. Te quiero, Anna —añadió en un susurro.

—Yo también…

Intenté contarle que había visto un teléfono público, pero estaba tan agotada que sólo acerté a balbucir palabras incoherentes y al final el sueño me venció.

***

—¿Me oye?

Alguien me sacudía el hombro con delicadeza. Abrí los ojos y no supe dónde estaba.

—En inglés —susurré, y entonces caí en la cuenta de que el hombre que me miraba desde arriba (treinta y pocos años, pelo rubio, ojos azules) hablaba en mi lengua.

Miré a T.J., pero aún tenía los ojos cerrados. «Teléfono. ¿Dónde estaba ese teléfono?».

—Soy el doctor Reynolds. Está usted en el hospital de Malé. Siento que nadie haya venido a verla en todo este tiempo. No estamos preparados para una situación como ésta, con tantos heridos. Una enfermera le tomó las constantes vitales y todo estaba normal, por lo que la hemos dejado dormir. Han pasado casi doce horas. ¿Le duele algo?

—Sólo estoy un poco dolorida. Y sedienta, y hambrienta.

El médico llamó a una enfermera que pasaba y le indicó por señas que trajera agua. La mujer regresó con una pequeña jarra y dos vasos de plástico. El médico llenó uno y me ayudó a incorporarme. Lo apuré de un trago y miré alrededor, confusa.

—¿Por qué hay tanta gente en el hospital?

—Las Maldivas se encuentran en estado de emergencia.

—¿Por qué?

El médico me miró de un modo extraño.

—Por el tsunami.

T.J. se movió a mi lado y abrió los ojos. Lo ayudé a incorporarse y lo abracé mientras el médico le servía un vaso de agua. Se lo bebió de un tirón.

—T.J., era un tsunami.

Parecía confuso, pero se frotó los ojos y dijo:

—¿De verdad?

—Sí.

—¿Los ha traído la Guardia Costera? —preguntó el médico, sirviéndonos más agua.

Asentimos en silencio.

—¿Dónde estaban?

T.J. y yo intercambiamos una mirada.

—No lo sabemos —dije—. Llevamos tres años y medio desaparecidos.

—¿Qué quiere decir?

—Hemos vivido en una isla desierta desde que nuestro piloto tuvo un infarto y el hidroavión se estrelló en el mar —explicó T.J.

El hombre nos miró detenidamente, escudriñando ora mi rostro, ora el suyo. Quizá fuera el pelo de T.J. lo que acabó de convencerlo.

—Santo cielo… sois vosotros, ¿verdad? Los que desaparecieron en aquel hidroavión… —abrió unos ojos como platos. Respiró hondo y dijo—: Os dimos por muertos.

—Ya, eso supusimos —repuso T.J.—. ¿Podríamos llamar por teléfono?

Reynolds nos ofreció su móvil.

—Usad el mío.

Una enfermera nos quitó los goteros y bajamos con cuidado de las camillas. Las piernas me flaqueaban, y T.J. me sostuvo rodeándome la cintura con un brazo.

—Hay un pequeño almacén de suministros al fondo del pasillo —dijo el médico—. Allí estaréis tranquilos y tendréis un poco de intimidad —volvió a mirarnos y meneó la cabeza—. Aún no me lo creo. Durante semanas no se habló de otra cosa que de vuestra desaparición.

Lo seguimos, pero de camino al almacén pasamos por delante del lavabo de señoras.

—Un momento, por favor —les pedí.

Se detuvieron y yo abrí la puerta, que se cerró tras de mí, sumiéndome en la oscuridad. Busqué a tientas el interruptor, y cuando las luces se encendieron, mis ojos recorrieron el lugar rápidamente, yendo del inodoro al lavamanos y finalmente al espejo.

Había olvidado por completo qué aspecto tenía.

Me acerqué al espejo y observé mi reflejo. Mi piel presentaba un tono cobrizo oscuro, y T.J. estaba en lo cierto: eso hacía que el azul de mis ojos destacara más. En mi rostro distinguí varias arrugas nuevas. Mi pelo era una maraña imposible de desenredar, dos tonos más claro de lo que recordaba. Parecía una isleña, salvaje y ajena a toda noción de cuidado personal.

No sin esfuerzo, aparté los ojos del espejo, me bajé los pantalones cortos y me senté en el váter. Cogí un trozo de papel higiénico y me froté la mejilla, disfrutando de su tacto suave. Al terminar, tiré de la cadena y me lavé las manos, maravillada por ver manar agua del grifo. Cuando abrí la puerta, les dije a T.J. y el doctor Reynolds:

—Siento haber tardado tanto.

—No pasa nada —dijo T.J.—. Yo también he ido al lavabo —sonrió—. Qué raro me ha resultado.

Me cogió la mano y seguimos al médico hasta el almacén.

—Volveré en un ratito. Tengo que ir a ver a unos pacientes, y luego llamaré a la policía local. Querrán hablar con vosotros. También os conseguiré algo de comer.

Mi estómago rugió ante la sola mención de la comida.

—Gracias —dijo T.J.

Cuando Reynolds se fue, nos sentamos en el suelo, rodeados de estanterías abarrotadas de suministros hospitalarios. El espacio era exiguo, pero por lo menos había silencio.

—Tú primero, Anna.

—¿Seguro?

—Sí.

Me tendió el teléfono. Tardé unos segundos, pero al fin recordé el número de mis padres. Me temblaba la mano, y contuve la respiración mientras el tono sonaba al otro lado de la línea. Oí un clic. Dije «Hola», pero saltó una voz pregrabada: «El número marcado no existe».

Miré a T.J.

—El número no existe. Se habrán mudado.

—Llama a Sarah.

—¿No quieres llamar primero a tus padres?

—No, adelante —T.J. bullía de impaciencia—. Sólo quiero que alguien conteste.

Marqué el número de Sarah con el corazón en un puño. Sonó cuatro veces hasta que alguien contestó.

—¿Sí?

«¡Chloe!».

—Chloe, ¿puedes decirle a mamá que se ponga al teléfono enseguida, por favor?

—¿De parte de quién?

—Chloe, cariño, tú sólo llama a mamá, ¿de acuerdo?

—Tengo que preguntar quién es, y si no me lo dicen, se supone que debo colgar.

—¡No! No cuelgues, Chloe —¿Se acordaría de mí?—. Soy tu tía Anna. Dile a mamá que soy la tía Anna.

—Hola, tía Anna. Mamá me enseñó fotos tuyas. Me dijo que ahora vives en el cielo. ¿Tienes alas de ángel? Aquí viene mamá, así que tengo que dejarte.

—¡Oye! —tronó Sarah—. ¡No sé quién eres, pero hay que estar muy mal para hacerle algo así a una niña!

—¡Sarah! Soy Anna, no cuelgues, soy yo, de verdad que soy yo.

Empecé a llorar.

—¿Quién eres? ¿Qué pretendes con esta clase de bromas? ¿Has pensado en el daño que haces?

—Sarah, T.J. y yo estamos vivos. Hemos pasado todo este tiempo en una isla desierta, y si no hubiese sido por el tsunami aún seguiríamos allí. Estamos en un hospital de Malé —ahora que por fin lo había dicho, rompí a llorar a moco tendido—. ¡Por favor, no cuelgues!

—¿Qué? Ay, Dios mío… ¡Ay, Dios mío! —mi hermana llamó a David a voz en grito, pero hablaba de un modo tan atropellado y entrecortado por el llanto que no comprendí ni una palabra.

—¿Anna? ¿Estás viva? ¿De verdad que estás viva?

—¡¡¡Sí!!! —grité entre sollozos. T.J. estaba tan emocionado que daba respingos sin parar—. Sarah, he llamado primero a mamá y papá, pero su número ya no existe. ¿Han vendido la casa?

—Sí, la casa se vendió.

—¿Y cuál es su número? —miré alrededor, en busca de un bolígrafo o algo para escribir, en vano—. Llámales, Sarah, llámales en cuanto colguemos. Diles que he intentado ponerme en contacto con ellos. Volveré a llamarte para que me des su número tan pronto como encuentre algo con que apuntarlo. Diles que esperen junto al teléfono.

—¿Cómo volverás a casa? —preguntó.

—No lo sé. Escucha, T.J. ni siquiera ha llamado a sus padres todavía. No sé nada aún, pero les daremos tu número a sus padres para que os podáis coordinar. Ellos se pondrán en contacto contigo, ¿de acuerdo?

—De acuerdo. Ay, Anna, no sé ni qué decir. Te hicimos un funeral.

—Pues estoy viva. Y no veo la hora de volver a casa.