En un primer momento no reconocí aquel ruido. Hasta que de golpe mi cerebro acertó a relacionar aquel zas, zas, zas con el tableteo de las paletas de un helicóptero. Resonaban a lo lejos.
El ruido se fue haciendo cada vez más débil, hasta que dejé de oírlo.
«Vuelve —supliqué mentalmente—. Por favor, vuelve».
No lo hizo. Mi esperanza se convirtió en desesperación, y supe que iba a morir. Apenas me quedaban fuerzas y me costaba mucho no soltar la viga. Mi temperatura corporal había bajado en picado y me dolía todo el cuerpo.
Evoqué el rostro de Anna.
«¿Cuántas personas pueden decir que las han querido como ella me ha querido a mí?», me consolé un poco.
Mis dedos resbalaron de la viga y saqué fuerzas de flaqueza para volver a aferrarla. Aguantaba como podía, entrando y saliendo de una extraña duermevela. Un sueño sobre tiburones me despertó de golpe. Fue entonces cuando un nuevo rumor distante se fue haciendo cada vez más audible.
«Reconozco ese sonido».
Recobré la esperanza, pero había agotado todas mis fuerzas y volví a perder contacto con la viga. Mis dedos resbalaron en la superficie mojada, me sumergí y me hundí hacia el fondo. Por instinto, contuve el aliento todo lo posible, hasta que no pude más.
Floté a la deriva en un mar ingrávido, hasta que otra sensación se adueñó de mí. Al parecer, mi muerte no iba a ser algo apacible. Me dolía, y noté un peso abrumador aporreándome el pecho.
De pronto, la presión se desvaneció. El agua salió a borbotones de mi boca y abrí los ojos. Arrodillado junto a mí había un hombre enfundado en un traje de neopreno, y sus manos me apretaban el pecho. Mi espalda descansaba sobre algo rígido, y entonces me di cuenta de que estaba en un helicóptero. Respiré hondo, y en cuanto logré insuflar suficiente aire en mis pulmones farfullé:
—Volved. Tenemos que encontrarla.
—¿A quién? —preguntó.
—¡A Anna! ¡Tenemos que encontrar a Anna!