El submarinista se zambulló en el agua. Dijo algo, pero no alcancé a oírlo debido al estruendo de las paletas del helicóptero. Me sostuvo la cabeza para que no me hundiera y con la mano libre pidió por señas que bajaran una cesta de rescate.
No sabía si su presencia era real o un sueño. Con habilidad me colocó en la cesta, que empezó a elevarse en el aire hasta que otro hombre la introdujo en el helicóptero. Volvieron a bajarla e izaron también al submarinista que me había rescatado.
Yo temblaba sin control, empapada. Me envolvieron en varias mantas y tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para sobreponerme a un agotamiento extremo y articular unas pocas palabras:
—T.J. —no me salió más que un susurro, y nadie me oyó—. T.J. —repetí, un poco más alto.
El hombre me levantó la cabeza y me acercó una botella de agua a los labios. Tenía una sed atroz y bebí con avidez. El agua fresca me sentó como un bálsamo, y por fin pude hablar.
—¡T.J.! T.J. sigue ahí abajo. Tenéis que encontrarlo.
—Nos queda poco combustible —replicó el hombre—. Y hay que llevarla a un hospital.
Tardé unos segundos en comprender lo que estaba diciendo.
—¡No! —me incorporé y lo cogí por los hombros—. T.J. está ahí abajo. No podemos abandonarlo.
La histeria se apoderó de mí y empecé a chillar. Mis gritos resonaban en la cabina del helicóptero. El hombre intentó tranquilizarme.
—Le diré al piloto que avise a los demás helicópteros. Ellos lo buscarán. Todo saldrá bien —me aseguró, posando una mano en mi hombro.
No podía quitarme de la cabeza la imagen de T.J. hundiéndose en el agua sin remedio. Me evadí de todo buscando refugio en lo más recóndito de mi ser, un lugar donde no tenía que pensar ni sentir nada. El hecho de volver a casa, con mi familia, la escena que había imaginado cientos de veces a lo largo de los últimos tres años y medio, no me despertó la menor emoción.
El helicóptero osciló con brusquedad y nos dirigimos al hospital, dejando a T.J. a su suerte.