Cuando la ola nos golpeó, se llevó a Anna, arrancando su mano de mis dedos, y a mí me revolcó en todas direcciones. Me ahogaba por momentos, no podía respirar, y el oleaje volvía a arrastrarme hacia abajo cada vez que lograba sacar la cabeza.
—¡Anna! —grité su nombre una y otra vez, tratando de no tragar más agua.
Giré en redondo, pero no había ni rastro de ella.
«¿Dónde estás, Anna?».
El tronco de un árbol me había golpeado la cadera y el dolor se extendía por todo mi cuerpo. En torno a mí se arremolinaban desechos de todo tipo, pero no había nada lo bastante grande para usarlo como asidero antes de que pasara de largo, arrastrado por la furia del oleaje.
Me obligué a respirar más despacio, tratando de no sucumbir al pánico.
«Anna tiene que luchar —pensé—. No puede rendirse».
Floté de espaldas para no malgastar energías mientras gritaba su nombre y aguzaba el oído a la espera de una respuesta. En vano.
Entonces vino una segunda ola, más pequeña, que volvió a arrastrarme hacia el fondo. Una gran rama de árbol cabeceaba junto a mí cuando salí a la superficie, y me aferré a ella con uñas y dientes. La imagen de Anna intentando mantenerse a flote me consumía. Le aterraba quedarse sola en la isla, pero quedarse sola en el mar era una pesadilla que ninguno de los dos habría podido imaginar. Decía que se sentía segura a mi lado, pero ahora no podía protegerla.
«Te he dejado sola porque no he podido evitarlo, Anna».
La llamé una vez más, y pasé un minuto entero a la escucha antes de volver a intentarlo. Me estaba quedando sin voz y me dolía la garganta de sed. El sol caía a plomo y ya notaba el escozor de las quemaduras en el rostro.
La rama de árbol se hundió, empapada. No tenía nada más a lo que agarrarme, así que a ratos movía las piernas para no hundirme y a ratos flotaba de espaldas.
Me esforzaba por mantener la cabeza fuera del agua. El tiempo pasaba y mi cansancio iba en aumento. Al escudriñar el horizonte, vislumbré una viga de madera flotando. Apenas me quedaban fuerzas para impulsarme en su dirección, pero lo conseguí. Me aferré a la viga y agradecí que soportara mi peso sin hundirse. Apoyé la mejilla en la madera y sopesé mis opciones.
No tardé demasiado en comprender que no tenía ninguna.