Cuando la ola se precipitó sobre nosotros, me empujó hacia delante y me arrolló. Estuve dando vueltas bajo el agua durante tanto tiempo que pensé que mis pulmones estallarían. No podría contener la respiración mucho más tiempo, así que luché con uñas y dientes y, ayudándome de piernas y brazos, me impulsé hacia la luz del sol que brillaba en lo alto. Saqué la cabeza del agua, tosiendo y jadeando.
—¡T.J.! —lo llamé a voz en grito, pero en cuanto abrí la boca tragué agua.
Troncos de árbol, grandes trozos de madera, ladrillos y pedazos de hormigón flotaban en el agua, sin que acertara a comprender de dónde habían salido.
Pensé en los tiburones y sentí pánico. Me debatía en el agua, agitando los brazos, y empecé a hiperventilar. El corazón me latía tan deprisa que pensé que iba a estallarme. Se me cerró la garganta y tuve la sensación de estar succionando el aire a través de una cañita. Oí la voz de T.J. en mi mente: «Respira más despacio, Anna».
Inhalé lentamente, al tiempo que esquivaba los escombros. Luchando por mantener la cabeza fuera del agua, floté de espaldas para no desperdiciar energías. Volví a gritar el nombre de T.J., y seguí llamándolo a voces hasta que me quedé afónica y mis gritos se vieron reducidos a un susurro ronco. Agucé el oído por si era él quien me llamaba, pero todo era silencio.
Entonces vino otra ola, no tan potente como la primera, pero que me revolcó y arrastró, zarandeándome bajo el agua. Una vez más, nadé hacia la luz. Cuando salí a la superficie, sin apenas resuello, avisté un gran cubo de plástico flotando en el agua. Estiré los dedos hacia el asa y me aferré al cubo como a una tabla de salvación, aunque apenas me permitía mantenerme a flote.
El mar recobró la calma. Miré alrededor, pero no había nada excepto una interminable extensión azul.
Las horas pasaron, y poco a poco mi temperatura corporal fue descendiendo. Temblaba de la cabeza a los pies y no podía contener las lágrimas. Me preguntaba cuándo vendrían los tiburones, porque sabía que lo harían, antes o después. Quizá estuvieran nadando en círculos más abajo.
El cubo me permitía mantener la cabeza fuera del agua, pero el esfuerzo que requería ir cambiando de postura e impedir así que se sumergiera consumía mis escasas fuerzas.
Habría pagado cualquier precio por volver a estar en la isla con T.J. Habría vivido allí para siempre mientras pudiéramos estar juntos.
Dormitaba a ratos y me despertaba con un sobresalto cada vez que el agua me cubría la cara. De pronto, el cubo se me escapó de entre los dedos y se alejó unos metros. Intenté nadar en su dirección, pero mis extremidades ya no reaccionaban. Me hundí en el agua e hice acopio de fuerzas para volver a la superficie.
Pensé en T.J. y sonreí entre lágrimas.
«¿Te gusta Pink Floyd?».
«Intentaba alcanzar esos coquitos verdes que tanto te gustan».
«¿Sabes qué, Anna? Eres una tía bastante legal».
Lloré a moco tendido, sin reprimir las lágrimas. Volví a hundirme y me debatí desesperadamente para regresar a la superficie.
«Nunca te dejaré sola, Anna. No si puedo evitarlo».
«Creo que tú también me quieres».
Me hundí de nuevo, y cuando emergí supe que era la última vez. Chillé, presa del pánico, pero estaba tan exhausta que mi grito sonó como un débil gimoteo. Y justo cuando pensé «Voy a morir», oí el helicóptero.