Capítulo 34
T.J.

Al día siguiente, salimos a pasear por la orilla, cogidos de la mano. Ninguno de los dos había pasado buena noche. Ella apenas despegaba los labios, pero yo esperaba que se animara ahora que las fiestas habían quedado atrás.

Había algo extraño en el aspecto de la ensenada. El agua se había retirado casi hasta el arrecife, dejando al descubierto una amplia extensión de lecho marino.

—Fíjate en eso, Anna —le dije—. ¿Qué está pasando?

—No lo sé. Nunca lo había visto.

Los peces varados aleteaban en la arena.

—Aquí pasa algo raro.

—Sí. No lo entiendo —se hizo visera con la mano—. ¿Qué es eso, allá lejos?

—¿Dónde?

Entorné los ojos, tratando de distinguirlo.

Una forma azul emergió sobre el horizonte, pero me confundió por sus proporciones desmedidas.

Fuera lo que fuese, emitía un rugido.

Anna empezó a chillar y entonces comprendí. La cogí de la mano y echamos a correr.

Sentía pinchazos en los pulmones.

—¡Corre, Anna! ¡Vamos, rápido, más rápido!

Miré hacia atrás sin detenerme, vi el muro de agua que avanzaba en nuestra dirección y comprendí que daba igual lo mucho que corriéramos. Nuestra isla, situada al nivel del mar, no ofrecía la menor posibilidad de escapatoria.

Segundos después, la ola se abatió sobre nosotros y me arrebató la mano de Anna. La engulló a ella, a mí y a toda la isla.

Lo engulló todo.