Una mañana de noviembre vomité el desayuno. Estaba sentada en la manta junto a T.J., comiendo un huevo revuelto, cuando de pronto sentí náuseas. Apenas logré dar tres pasos antes de arrojarlo todo.
—Eh, ¿qué te pasa? —preguntó T.J.
Me ofreció un poco de agua y me enjuagué la boca.
—No lo sé, pero tenía que echarlo.
—¿Te encuentras mejor?
—Mucho mejor —señalé a Gallina, que se paseaba a nuestro alrededor—. Gallina, ese huevo estaba malo.
—¿Quieres comer un poco de fruta del pan?
—Quizá más tarde.
Pasé el resto del día sin ninguna molestia, pero a la mañana siguiente, nada más comer un trozo de coco, volví a vomitar.
Igual que la víspera, T.J. me trajo agua y me enjuagué la boca. Me cogió la mano y me acompañó de vuelta a la manta.
—Anna, ¿qué te pasa? —parecía preocupado.
—No lo sé.
Me acosté de lado y me quedé acurrucada, esperando que las náuseas pasaran. T.J. se sentó junto a mí y me apartó el pelo de la cara con dulzura.
—Sé que te parecerá absurdo, pero… no estarás embarazada, ¿verdad?
Me miré el vientre, casi cóncavo, porque no había recuperado el peso perdido durante la enfermedad de T.J. No me había vuelto la regla.
—Pero ¿tú no eras estéril?
—Eso me dijeron. Que seguramente siempre lo sería.
—¿Cómo que «seguramente»?
Reflexionó un momento.
—Recuerdo que algo dijeron sobre una posibilidad ínfima de que pudiera procrear, pero me advirtieron que no contara con ello. Por eso se empeñaron en que congelara semen. Decían que era la única manera de asegurarse el tanto.
—Pues no suena demasiado alentador… —me incorporé, sintiéndome un poco mejor—. No puedo estar embarazada. Es prácticamente imposible. Seguro que es un virus estomacal. Sabe Dios la clase de fauna que habrá en mi sistema digestivo.
—De acuerdo —concedió T.J., cogiéndome la mano.
Esa noche, justo antes de que nos durmiéramos, me preguntó:
—¿Y si estuvieras embarazada? Tú querías tener hijos —me estrechó entre sus brazos.
—Ay, no digas eso. Aquí no. En la isla no. Ese bebé apenas tendría posibilidades de sobrevivir. Cuando te pusiste enfermo y llegué a creer que te morías, fue demasiado para mí. Si tuviera que ver cómo muere nuestro hijo, me moriría yo también.
T.J. suspiró.
—Lo sé. Tienes razón.
A la mañana siguiente no vomité, ni en los días sucesivos. Mi vientre siguió igual de plano y no tuve que preocuparme por tener un hijo en la isla.
***
T.J. se acercó a la cabaña con la caña de pescar.
—Algo grande acaba de romper el hilo —entró y salió al poco rato—. Éste es tu último pendiente. No sé qué haremos si lo perdemos.
Meneó la cabeza, desalentado, y se encaminó de nuevo a la playa para pescar peces para nuestra siguiente comida.
—T.J., escucha…
Se volvió a medias.
—¿Sí, cariño?
—No encuentro a Gallina.
—Ya aparecerá. Cuando vuelva te ayudaré a buscarla, ¿vale?
La buscamos por todas partes. Se había alejado otras veces, pero nunca mucho tiempo. No la veía desde que me había despertado y aún no había vuelto cuando nos fuimos a la cama.
—Mañana seguiremos buscándola —prometió T.J.
Al día siguiente, estaba sentada debajo del toldo, pelando fruta del pan, cuando T.J. se acercó. Me bastó con verle la cara para saber que traía malas noticias.
—Has encontrado a Gallina, ¿verdad? ¿Muerta?
Asintió en silencio.
—¿Dónde?
—En el bosque.
Se sentó y apoyé la cabeza en su regazo, reprimiendo las lágrimas.
—Lleva muerta un día, por lo menos —prosiguió—. La he enterrado junto a Mick.
Comíamos los alimentos de origen animal en cuanto los cazábamos o pescábamos, pues temíamos enfermar por intoxicación alimentaria. Saber que Gallina llevaba tanto tiempo muerta nos ahorró el mal trago de comernos a nuestra propia mascota. Al fin y al cabo, nos habíamos vuelto extremadamente pragmáticos.
Unos días más tarde, el día de Nochebuena, cuando desperté no me apetecía levantarme de la cama. Hecha un ovillo, fingí estar dormida cada vez que T.J. entró a verme. Lloré un poco. Ese día T.J. me dejó salirme con la mía, pero a la mañana siguiente insistió en que me levantara.
—Es Navidad —dijo, agachándose junto a la balsa hasta que su cabeza quedó a la misma altura que la mía.
Lo miré a los ojos, y me alarmó ver la tristeza que había en su mirada. Sus iris se veían más apagados de lo que recordaba.
Levantarme ese día fue una de las cosas más difíciles que he hecho en mi vida. Sólo lo logré porque intuía que T.J. no tardaría en hundirse tanto como yo, y eso era algo que no podía consentir.
Me convenció de ir a darnos un chapuzón.
—Te sentirás mejor.
—Vale.
Floté de espaldas, sintiéndome ingrávida e insustancial, como si mi cuerpo se estuviera convirtiendo en un caparazón hueco, lo que seguramente no distaba demasiado de la realidad. Los delfines vinieron a vernos y me hicieron reír con ganas, aunque sólo fuera por unos instantes.
Después de bañarnos, nos sentamos en la orilla, como habíamos hecho tantas veces: T.J. sentado detrás de mí y yo con la espalda apoyada en su pecho. Me rodeó con los brazos. Imaginé a mi familia en casa, reunida en torno a la gran mesa de roble del comedor de mis padres, celebrando la cena de Navidad. Mi madre se habría pasado el día en la cocina y mi padre no se habría apartado de su lado, estorbándola todo el rato.
—Me pregunto si Papá Noel habrá sido generoso con Chloe y Joe —comenté.
Echaba de menos ver crecer a mis sobrinos.
—¿Qué edad tienen ya?
—Joe tiene ocho y Chloe acaba de cumplir seis. Espero que sigan creyendo en Papá Noel —a no ser que alguien se hubiese ido de la lengua, seguramente sí.
—Te prometo que el año que viene pasaremos la Navidad juntos en Chicago —me estrechó con fuerza y no me soltó—. Pero tú tienes que prometerme que no tirarás la toalla, ¿vale?
—No lo haré —contesté.
Ambos mentíamos como bellacos.
El calendario de mi agenda se terminaba a finales de ese mes. Tendría que buscarme otro modo de medir el paso del tiempo en 2005. Si es que me molestaba en hacerlo.