Me dediqué a beber agua a sorbitos mientras Anna iba a pescar. Cuando volvió, asó el pescado y me dio de comer en la cama.
—Has encendido el fuego —observé.
—Pues sí.
Parecía orgullosa.
—¿Has tenido algún problema?
—Ninguno.
Quería engullir la comida a grandes bocados, pero Anna no me lo consintió.
—Come despacio —me advirtió.
Me contuve, dejando que mi estómago se acostumbrara a tener algo dentro.
—¿Qué hace Gallina en la cama con nosotros? —pregunté.
En un primer momento no me había percatado de su presencia, pero estaba posada en una esquina del bote, callada como un ratón. Parecía muy a gusto.
—Ella también estaba preocupada por ti. Y ahora se ha acostumbrado a estar aquí.
Más tarde, fuimos a la playa y tuvimos que detenernos dos veces para que yo descansara.
Entramos en el mar cogidos de la mano. Anna se enjabonó y comenzó a frotarme la piel. Después se lavó a sí misma. Los huesos de las caderas se le marcaban bajo la piel y podía contar sus costillas.
—¿No has comido mientras he estado enfermo?
—No mucho. Tenía miedo de dejarte solo —se enjuagó y luego me ayudó a levantarme—. Además, tú tampoco comías.
Me dio la mano y nos dirigimos a la cabaña. Por el camino, me detuve de pronto.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Ese novio tuyo debía de ser un perfecto imbécil.
Sonrió.
—Vamos. Necesitas descansar.
Había quedado tan agotado tras darme el baño que no le llevé la contraria. Cuando llegamos, me ayudó a acostarme, se tendió a mi lado y no me soltó la mano hasta que me quedé roque.
Los días siguientes me sentí débil y Anna temía que sufriera una recaída. Me tocaba la frente cada poco para comprobar la fiebre y se aseguraba de que bebiera suficiente agua.
—¿Por qué tengo tantos hematomas? —pregunté.
—Empezaste a sangrar por la nariz y la boca, y al parecer también por debajo de la piel. Eso fue lo que más me asustó, T.J. Un ser humano sólo puede perder cierta cantidad de sangre, y no tenía manera de averiguar cuánta habías perdido tú.
Al oírla me asusté. Decidí no pensar en ello y concentrarme en cosas más agradables, como besarla y quitarle la camiseta.
—Vaya, parece que te sientes mejor —observó.
—Eso parece. Pero te tocará ponerte arriba. No tengo fuerzas para más.
—Por suerte para ti, me gusta estar arriba —repuso, devolviéndome el beso.
—Soy un chico afortunado.
Después, mientras la rodeaba con mis brazos, le dije:
—Te quiero.
—Yo también.
—¿Qué has dicho?
—He dicho que yo también te quiero —se acurrucó junto a mí entre risas—. Me has oído perfectamente.
***
En junio de 2004 cumplimos tres años en la isla. No habíamos visto ningún otro avión desde aquel que nos había sobrevolado dos años antes. Me preocupaba que nunca nos encontraran, pero no había perdido del todo la esperanza. No estaba seguro de que ella pudiera decir lo mismo.
—Esto es lo que queda de jabón.
Anna sostenía el envase de gel de ducha, bastante vacío. El champú y la crema de afeitar se habían agotado hacía tiempo. Ella seguía afeitándome, pero sólo nos quedaba una hoja, tan desafilada que mi piel pagaba las consecuencias, y por mucho cuidado que tuviera, siempre me hacía algún rasguño. Nos frotábamos el cuero cabelludo con arena —nuestra versión del champú seco—, y algo se notaba. Anna me convenció para que le quemara una porción de pelo. Arrimé una antorcha a las puntas y acto seguido les eché agua. Conseguí acortarle la melena veinte centímetros, pero el olor a pelo chamuscado persistió varios días.
Tampoco nos quedaba dentífrico. En su lugar usábamos sal marina, que recogíamos sacando agua de la ensenada y dejando que se evaporara. Las escamas de sal resultantes eran lo bastante ásperas como para frotarnos los dientes, pero no tenían ni punto de comparación con la sensación de frescor que deja el dentífrico en la boca. Eso era lo que peor llevaba Anna. Y ahora íbamos a quedarnos sin jabón.
—A lo mejor deberíamos dividirlo en tres partes —sugirió, mirando el envase de gel—. Una para lavar la ropa, otra para el pelo y la tercera para el cuerpo. ¿Qué me dices?
—Buena planificación.
Nos lo llevamos todo a la orilla y llenamos de agua la funda del bote salvavidas. Anna vertió un poco de gel en su interior. Tras sumergir cada prenda, las frotó a conciencia. A mí no me quedaban más que un par de pantalones cortos, una sudadera que en realidad ya no me cabía y la camiseta de REO Speedwagon de Anna. Buena parte del tiempo iba desnudo. Ella tenía bastante ropa que ponerse, pero a veces la convencía para que pasara todo un día desnuda.
***
En septiembre cumplí veinte años. Empecé a marearme cuando me levantaba demasiado rápido, y no siempre me sentía en plena forma. Anna se preocupaba por todo, así que me resistía a contárselo, pero quería saber si también le pasaba. Me lo confirmó.
—Es un síntoma de desnutrición —explicó—. Ocurre cuando el cuerpo agota las reservas de nutrientes. No los estamos reponiendo en cantidad suficiente —me cogió la mano y observó mis dedos, deslizando el pulgar por las uñas quebradizas—. Y esto es otro síntoma —extendió su mano para que pudiera observarla—. Las mías están igual.
Nos preparamos para resistir la estación seca, que estaba a punto de empezar y suponía el fin de las precipitaciones regulares. A trancas y barrancas, íbamos sobreviviendo.