Capítulo 31
Anna

Debería haber adivinado que T.J. se estaba enamorando. Las señales eran evidentes, lo habían sido desde hacía tiempo. Sólo después de que enfermara lamenté no haberle dicho que tenía toda la razón del mundo.

Yo también le quería.

Una semana después de mi cumpleaños, me acosté a su lado y vi que ya estaba dormido. Yo había ido al lavabo y llenado la botella en el recolector de agua, pero sólo había tardado unos minutos, y T.J. nunca se dormía antes de hacer el amor.

Seguía durmiendo al día siguiente, cuando me levanté, y tampoco se había despertado cuando me fui a pescar y recoger cocos y fruta del pan.

Me acerqué a él gateando en el bote. Tenía los ojos abiertos, pero parecía cansado. Lo besé en el pecho.

—¿Te encuentras bien? —pregunté.

—Sí, sólo estoy cansado.

Lo besé también en el cuello, como le gustaba, pero me aparté bruscamente.

—Eh, no pares —protestó.

Le puse la mano en el cuello.

—T.J., tienes un bulto aquí.

Se llevó la mano al cuello y lo tocó.

—Seguro que no es nada.

—Me prometiste que me lo dirías si notabas algo.

—No me había dado cuenta de que lo tenía.

—Pareces agotado.

—Estoy perfectamente.

Me besó e intentó quitarme la camiseta. Yo retrocedí hasta quedar fuera de su alcance.

—Entonces, ¿qué es ese bulto?

—No lo sé —se incorporó—. No te preocupes, Anna.

Después de desayunar, accedió a regañadientes a que le palpara otra vez el cuello. Ejercí una suave presión con los dedos debajo de la mandíbula y noté la presencia de nódulos linfáticos inflamados a ambos lados. ¿Sudaba por las noches últimamente? No estaba segura. No parecía haber perdido peso. Ninguno dijo nada sobre lo que podían significar aquellos bultos. T.J. parecía exhausto, así que lo mandé de vuelta a la cama. Me fui a la playa y me quedé flotando boca arriba en el agua, contemplando el cielo azul, sin una sola nube.

«El cáncer ha vuelto —pensé—. Lo sé. Y él también».

Se despertó para almorzar, pero después de comer volvió a la cama y seguía durmiendo cuando llegó la hora de cenar. Fui a la cabaña para ver cómo estaba. Cuando le besé la mejilla, me abrasé los labios.

—¡T.J.! —soltó un gemido cuando le puse el dorso de la mano en la frente, que tenía ardiendo—. Vuelvo enseguida. Voy por el paracetamol.

Abrí el botiquín y me eché dos comprimidos en la palma. Lo ayudé a tragarlos con agua, pero al cabo de unos minutos vomitó.

Lo limpié con una camiseta y traté de moverlo hasta la parte seca de la manta, pero gritó de dolor en cuanto lo toqué.

—De acuerdo, no te moveré. Dime qué te duele.

—La cabeza. Por detrás de las orejas. Por todas partes.

Se quedó inmóvil y no dijo nada más.

Esperé un rato y luego intenté darle más paracetamol. Temí que volviera a vomitarlo, pero esta vez lo retuvo.

—Dentro de nada te sentirás mejor —dije, pero cuando fui a verlo media hora más tarde, estaba más caliente todavía.

Estuvo toda la noche ardiendo de fiebre. Volvió a vomitar, y no soportaba que lo tocara, porque decía que era como si le partieran los huesos.

Al día siguiente durmió durante horas. No quiso comer nada y apenas bebió. Tenía la frente tan caliente que me preocupaba que la fiebre le abrasara los sesos. Aquello no era cáncer. Los síntomas habían aparecido de un modo demasiado súbito.

«Pero, si no es cáncer, ¿qué es? ¿Y qué demonios hago yo ahora?».

La fiebre no bajaba. Nunca había deseado tanto tener un poco de hielo a mano. El pobre estaba ardiendo, y seguramente la camiseta que mojaba en agua tibia para escurrírsela no alcanzaba a refrescarlo, pero no sabía qué más hacer.

T.J. tenía los labios secos y agrietados, y me las arreglé para que tragara un paracetamol con un poco de agua. Quería sostenerlo entre mis brazos, consolarlo, apartarle el pelo de los ojos, pero mi tacto le causaba dolor.

Al tercer día, una erupción cutánea le cubrió el rostro y el cuerpo de puntitos rojos. Pensé que la fiebre estaría a punto de remitir, que la erupción significaba que su cuerpo luchaba contra la enfermedad, pero a la mañana siguiente el sarpullido había ido en aumento, al igual que la fiebre. Agitado e irritable, perdía la conciencia a ratos, y a mí me entraba verdadero pánico cuando no lograba despertarlo.

Al quinto día empezó a manarle sangre de la nariz y la boca. Nunca había pasado tanto miedo como cuando le sequé la sangre con mi camiseta de tirantes blanca, que al atardecer estaba teñida de rojo. Intenté convencerme de que la hemorragia había ido a menos, pero no era así. T.J. tenía el cuerpo cubierto de hematomas. Me quedé acostada junto a él durante horas, llorando y sosteniendo su mano.

—T.J., te lo ruego, no te me mueras.

Cuando el sol salió al día siguiente, lo cogí en brazos. Si mi tacto le resultó doloroso, no dio muestras de ello. Gallina arañaba con sus patas el costado del bote y me agaché para cogerla. Se acomodó junto a T.J. y no quiso moverse de allí. Dejé que se quedara.

—No estás solo, T.J. Estoy aquí, a tu lado.

Le aparté el pelo de la cara y lo besé en los labios. En mi agitada duermevela, soñé que estábamos en un hospital donde un médico me decía que debía alegrarme ya que al menos no era cáncer. Cuando me desperté, apoyé la oreja en su pecho y rompí a llorar de alivio al oír los latidos de su corazón. A lo largo del día, la erupción fue remitiendo y la hemorragia disminuyendo hasta que por fin cesó. Esa noche empecé a creer que quizá sobreviviría.

Por la mañana ya no tenía la frente caliente. Balbuceó algo cuando intenté despertarlo, por lo que supuse que estaba durmiendo pero no inconsciente. Salí de la cabaña para ir a recoger cocos y fruta del pan, y también aproveché para llenar varios recipientes con el agua del recolector, deteniéndome a menudo para ir a comprobar cómo estaba.

Encendí el fuego. No podía cronometrarme, pero si tuviera que calcularlo diría que tardé menos de veinte minutos. «No está mal para una chica de ciudad».

Me lavé los dientes. Ansiaba bañarme, llevaba días sin acercarme al agua, pero no quería dejar a T.J. solo tanto tiempo. Al atardecer me acosté a su lado y le cogí la mano. Tras un leve aleteo de los párpados, por fin abrió los ojos. Le apreté los dedos con suavidad y dije:

—Hola.

Se volvió hacia mí y parpadeó, tratando de enfocarme.

—Anna, hueles que apestas —dijo, arrugando la nariz.

Rompí a reír y llorar a la vez.

—Tú también has olido mejor, Callahan.

—Dame un poco de agua —pidió con voz ronca.

Lo ayudé a incorporarse para que pudiera beber de la botella que le había llevado.

—No bebas muy deprisa. No quiero que la vomites —le dejé beber media botella y luego lo ayudé a recostarse de nuevo—. Dentro de un ratito puedes tomarte el resto.

—No creo que el cáncer haya vuelto.

—Yo tampoco —concedí.

—¿Qué crees que ha sido?

—Algo vírico. De lo contrario, no estaríamos hablando. ¿Tienes hambre?

—Sí.

—Iré por cocos. Lo siento, no hay pescado. Últimamente no me he acercado demasiado al agua.

T.J. parecía sorprendido.

—¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?

—Unos días.

—¿De verdad?

—Sí —se me humedecieron los ojos—. Creí que te morías —susurré—. Estabas fatal, y no podía hacer nada excepto quedarme a tu lado. Te quiero, T.J. Tendría que habértelo dicho antes.

Las lágrimas resbalaban por mis mejillas. Me atrajo hacia él.

—Yo también te quiero, Anna. Pero eso ya lo sabías.