Dos imágenes borrosas de T.J. planeaban sobre mí, y parpadeé hasta que se fundieron en una sola. Me sentía la cara magullada y el ojo izquierdo tan hinchado que no podía abrirlo.
—¿Dónde estamos? —pregunté con voz ronca; la boca me sabía a salitre.
—No lo sé. En una isla.
—¿Y Mick?
T.J. negó con la cabeza.
—Los restos del avión se hundieron enseguida.
—No recuerdo nada.
—Te desmayaste en el agua. Pensé que estabas muerta, porque no había manera de despertarte.
Tenía una jaqueca horrorosa. Me llevé la mano a la frente y me estremecí de dolor al rozar una protuberancia. Algo pegajoso me resbalaba por un lado de la cara.
—¿Estoy sangrando?
T.J. se inclinó y empezó a apartarme el pelo con los dedos para buscar el origen de la hemorragia. Cuando lo encontró, solté un alarido.
—Lo siento —dijo—. Es una herida profunda. Ahora ya no sangra tanto. Lo hacía mucho más cuando estábamos en el agua.
Un miedo visceral me paralizó y un estremecimiento recorrió todo mi cuerpo.
—¿Había tiburones?
—No lo sé. No vi ninguno, pero temía que los hubiera.
Respiré hondo y me incorporé. La playa empezó a darme vueltas. Apoyé las manos en la arena hasta notarme menos aturdida.
—¿Cómo llegamos hasta aquí? —pregunté.
—Te sujeté pasando los brazos por las correas de tu chaleco, y la corriente nos trajo hasta aquí. Luego te arrastré hasta la orilla.
Sólo entonces me di cuenta de lo que T.J. había hecho. Miré hacia el mar y por unos instantes no dije nada. Pensé en lo que podría haber pasado si él me hubiese soltado o si hubiera habido tiburones, o si no hubiésemos encontrado ninguna isla.
—Gracias, T.J.
—De nada —dijo, y me sostuvo la mirada unos segundos.
—¿Estás herido?
—No. Sólo me golpeé la cara en el asiento de delante.
Intenté incorporarme, pero no fui capaz, estaba demasiado mareada. T.J. me ayudó y esta vez logré ponerme de pie. Me desabroché el chaleco salvavidas y lo dejé caer en la arena.
Volví la espalda al mar y miré el paisaje que tenía ante mí. La isla parecía sacada de las fotos que había visto en internet, con la diferencia de que allí no había ningún hotel de lujo ni urbanización turística. La arena, blanquísima, parecía azúcar bajo mis pies desnudos. No recordaba cuándo había perdido los zapatos. La playa daba paso a una zona de exuberante vegetación tropical, y más allá se adivinaba una franja boscosa densamente poblada de árboles que formaban una bóveda verde. En lo alto del cielo brillaba un sol de justicia. La brisa marina no lograba rebajar mi temperatura corporal, cada vez más elevada, y las gotas de sudor se deslizaban por mi rostro. La ropa se me pegaba a la piel húmeda.
—Necesito sentarme —tenía el estómago revuelto y pensé que vomitaría. T.J. se sentó a mi lado—. No te preocupes —dije cuando por fin remitieron las náuseas—. Por fuerza tienen que saber que nos hemos estrellado, enviarán un avión a rescatarnos.
—¿Tienes idea de dónde estamos?
—La verdad es que no —dibujé en la arena con un dedo—. El archipiélago se compone de una cadena de veintiséis atolones que van de norte a sur. Nosotros nos dirigíamos aquí —señalé una de las marcas que había hecho. Arrastré el dedo por la arena y señalé otra—. Esto de aquí es Malé, nuestro punto de partida. Estamos en algún punto intermedio, supongo, a no ser que la corriente nos arrastrara hacia el este o el oeste. No sé si Mick mantuvo el rumbo, y tampoco si los hidroaviones tienen que presentar un plan de vuelo, ni si los controlan por radar.
—Mis padres estarán muy nerviosos.
—Eso seguro.
Sin duda habrían intentado llamar a mi móvil, que debía de estar en el fondo del océano.
«¿Deberíamos encender una hoguera? ¿No es eso lo que hay que hacer cuando naufragas, encender una hoguera para que sepan dónde estás?».
Pero no sabía hacer fuego. Mis habilidades de supervivencia se limitaban a lo que había visto en la tele o leído en libros. Ninguno de nosotros llevaba gafas, lo que nos habría permitido coger una lente y orientarla al sol. Tampoco teníamos ningún trozo de sílex ni de acero. Eso nos dejaba la alternativa de la fricción, pero ¿funcionaría realmente eso de frotar dos palitos? Quizá no hiciera falta encender un fuego, o por lo menos no todavía. Si sobrevolaban la isla a escasa altitud y no nos apartábamos de la orilla, sin duda nos verían.
Intentamos escribir «SOS» en la arena. Primero usamos los pies para hacer surcos en la orilla, pero no era probable que se vieran desde el aire. Luego lo intentamos con hojas, pero la brisa las dispersó antes de que acabáramos de formar las letras. No había piedras grandes con las que sujetar las hojas, sólo guijarros pequeños y fragmentos de lo que me pareció coral. Al movernos sentimos más calor y mi jaqueca empeoró. Desistimos del empeño y volvimos a sentarnos.
Me notaba la cara abrasada por el sol, y T.J. tenía los brazos y las piernas de un rojo encendido. Pronto no nos quedó más remedio que alejarnos de la orilla y buscar refugio bajo un cocotero. Los cocos cubrían el suelo, y yo sabía que contenían agua. Los golpeamos contra el tronco del árbol, pero no logramos abrirlos.
Tenía el rostro anegado en sudor. Me recogí el pelo y me lo sujeté con la mano en lo alto de la cabeza. Con la lengua hinchada y la boca seca, me costaba tragar saliva.
—Voy a echar un vistazo —dijo T.J.—. Quizá haya agua por aquí cerca.
Regresó al poco de haberse marchado, sosteniendo algo en la mano.
—No he visto agua, pero he encontrado esto.
Era verde, del tamaño de un pomelo y recubierto de pequeños bultos espinosos.
—¿Qué es? —pregunté.
—No tengo ni idea, pero debe de tener agua dentro, como los cocos.
T.J. peló aquella extraña fruta usando las uñas. Fuera lo que fuese, los gusanos se nos habían adelantado. La dejó caer al suelo y la apartó de una patada.
—Lo he encontrado al pie de un árbol —dijo—. Hay muchos en las ramas, pero demasiado altos para alcanzarlos. Si te subes a mis hombros, quizá puedas arrancar alguno. ¿Crees que puedes andar?
Asentí.
—Si vamos despacio.
Cuando llegamos al árbol, T.J. me dio la mano y me ayudó a encaramarme a sus hombros. Mido metro sesenta y ocho, y por entonces pesaba cincuenta y cuatro kilos. T.J. medía por lo menos diez centímetros más que yo, y seguramente pesaba quince kilos más, pero aun así se tambaleó mientras trataba de mantener el equilibrio. Me estiré hacia arriba, alargando los dedos hacia uno de aquellos frutos. No podía asirlo, así que lo golpeé con el puño. Las primeras dos veces no cedió, pero a la tercera lo golpeé más fuerte y cayó. T.J. me bajó y lo recogí.
—Sigo sin saber qué es —dije, después de dárselo.
—Podría ser fruta del pan.
—¿Qué es eso?
—Una fruta que supuestamente sabe a pan.
Le quitó la piel, y su fragante olor me recordó al de la guayaba. Lo partimos por la mitad y sorbimos la pulpa, cuyo zumo regó nuestras bocas resecas. Masticamos y tragamos los trozos de pulpa. Su textura gomosa indicaba que aún no estaba maduro del todo, pero nos lo comimos de todos modos.
—Pues a mí no me sabe a pan —sentenció T.J.
—Quizá si estuviera asado…
Cuando acabamos de comerlo, volví a subirme a hombros de T.J. y derribamos dos frutos más, que devoramos al instante. Luego regresamos al cocotero y nos sentamos a esperar.
Al caer la tarde, sin previo aviso se desató una tormenta y cayó un aguacero torrencial. Salimos de debajo del árbol, volvimos el rostro hacia el cielo y abrimos la boca, pero diez minutos más tarde la lluvia había cesado.
—Estamos en plena estación de las lluvias —comenté—. Debería llover todos los días, seguramente más de una vez.
No teníamos nada para recoger el agua de la lluvia, y las gotas que acerté a atrapar con la lengua sólo sirvieron para acrecentar mi sed.
—¿Dónde diablos estarán nuestros salvadores? —se quejó T.J. cuando el sol se puso. La desesperación que intuí en su voz era el fiel reflejo de mi propio estado de ánimo.
—A saber —por alguna razón, no había aparecido ningún avión de rescate—. Mañana vendrán, seguro.
Volvimos a la playa y nos tumbamos en la arena, usando los chalecos salvavidas como almohadas. El ambiente había refrescado y la brisa procedente del mar me hizo estremecer. Me abracé y me acurruqué hecha un ovillo, mientras oía el rítmico romper de las olas contra el arrecife.
Los oímos antes de averiguar qué eran. Un sonoro aleteo rasgó el aire, seguido por las siluetas de decenas, quizá cientos de murciélagos. Sus alas eclipsaron la delgada hoz de la luna, y me pregunté si habrían estado agazapados por encima de nuestras cabezas mientras nos abríamos paso hasta el árbol del pan.
T.J. se incorporó de golpe.
—Nunca había visto tantos murciélagos juntos.
Los observamos hasta que finalmente se dispersaron y se alejaron. Unos minutos más tarde, T.J. se quedó dormido. Contemplé el cielo a sabiendas de que nadie nos estaba buscando en la oscuridad. Cualquier misión de rescate que se hubiese emprendido durante el día sólo se reanudaría al alba. Imaginé a los afligidos padres de T.J. esperando el amanecer. La posibilidad de que mi familia recibiera una llamada me llenó los ojos de lágrimas.
Pensé en mi hermana y recordé la conversación que habíamos mantenido un par de meses atrás. Habíamos quedado para cenar en un restaurante mexicano. Cuando el camarero nos trajo las bebidas, bebí un sorbo de mi margarita y dije:
—He aceptado ese trabajo del que te hablé, como profesora particular de un chico que acaba de padecer un cáncer.
Posé el vaso para mojar un dorito en la salsa de tomate.
—¿Ese con el que tendrías que irte de vacaciones? —preguntó.
—Sí.
—Estarás mucho tiempo fuera. ¿Qué opina John?
—Hemos vuelto a hablar de casarnos. Pero esta vez le he dicho que también quiero tener hijos —me encogí de hombros—. De perdidos, al río.
—Ay, Anna —murmuró Sarah.
Hasta hacía poco, no había pensado mucho en tener hijos. Me bastaba con ejercer de tía de los hijos de Sarah: Chloe, de dos años, y Joe, de cinco. Pero entonces todos mis conocidos me aconsejaron que probara a sostener pequeños bultos envueltos en arrullos, y me di cuenta de que yo también quería uno. La intensidad de aquellas ganas de ser madre, y el subsiguiente tictac del reloj biológico, me pillaron desprevenida. Siempre había pensado que el deseo de tener un hijo surgía de forma gradual, pero en mi caso sucedió de golpe.
—No puedo seguir así, Sarah —le expliqué—. ¿Cómo va a aceptar tener hijos si no es capaz ni de casarse conmigo? —meneé la cabeza—. Otras mujeres hacen que parezca muy fácil. Conocen a alguien, se enamoran y se casan. Al cabo de un año o dos forman una familia. Suena sencillo, ¿verdad? Pues cuando John y yo hablamos de nuestro futuro, suena tan romántico como una transacción inmobiliaria, incluido el tira y afloja.
Cogí la servilleta y me sequé los ojos.
—Lo siento, Anna. Si te soy sincera, no sé cómo has podido aguantar tanto. Siete años es tiempo más que suficiente para que John haya averiguado lo que quiere.
—Ocho, Sarah. Han pasado ocho años.
Cogí el vaso y lo apuré de dos grandes tragos.
—Ah. Se me habrá escapado alguno.
El camarero preguntó si nos apetecía otra ronda de bebidas.
—Será mejor que nos sigas llenando las copas, sí —contestó Sarah—. Y bien, ¿cómo acabó la conversación?
—Le dije que estaría fuera todo el verano, que necesitaba alejarme un tiempo para aclararme las ideas.
—¿Y qué dijo él?
—Lo de siempre. Que me quiere, pero que no está preparado. Siempre ha sido sincero, aunque creo que por fin se ha dado cuenta de que él no es el único que tiene que tomar una decisión.
—¿Se lo has comentado a mamá?
—Sí. Me dijo que me preguntara a mí misma si mi vida era mejor con o sin él.
Sarah y yo somos afortunadas. Nuestra madre había perfeccionado el arte de impartir consejos sencillos pero útiles. Además, se mantenía neutral y nunca nos juzgaba. Toda una rareza, según La mayoría de nuestras amigas.
—Y bien, ¿cuál es la respuesta?
—No estoy segura, Sarah. Quiero a John, pero creo que no me basta con eso.
Necesitaba tiempo para pensar, para estar segura, y Tom y Jane Callahan me habían dado la excusa perfecta para tomar distancia, literalmente, para poder decidir.
—John lo interpretará como un ultimátum —opinó Sarah.
—Sin duda.
Bebí un sorbo de mi segundo margarita.
—Lo llevas muy bien.
—Eso es porque en realidad aún no he roto con él.
—Quizá sea buena idea que pases un tiempo a solas, Anna. Podrás aclararte las ideas y decidir qué quieres hacer con el resto de tu vida.
—No tengo por qué quedarme sentada esperándolo, Sarah. Aun me queda mucho tiempo para encontrar a alguien que quiera las mismas cosas que yo.
—Cierto —mi hermana apuró su margarita y me sonrió—. Y, mírate, a punto de salir volando hacia un destino exótico sin ataduras de ningún tipo —soltó un suspiro—. Ojalá pudiera ir contigo. Lo más parecido a unas vacaciones que tuve el año pasado fue el día que David y yo llevamos a los niños a ver los peces tropicales del Shedd Aquarium.
Sarah se esforzaba por compaginar la vida de pareja, la maternidad y un trabajo a tiempo completo. Subirse sola a un avión con destino a un paraíso tropical debía de ser para ella como alcanzar el nirvana.
Pagamos la cuenta y mientras nos dirigíamos a la estación del tren pensé que quizá, por una vez, la suerte me sonreía un poquito más a mí. Que mi situación tenía un lado bueno: la libertad de pasar el verano en una isla maravillosa si me apetecía hacerlo.
De momento, eso sí, las cosas no estaban saliendo tal como las había planeado.
Me dolía la cabeza, me sonaban las tripas y nunca había tenido tanta sed. Temblando, con la cabeza apoyada en el chaleco salvavidas, intenté no pensar en el tiempo que podía pasar hasta que nos rescataran.