Me senté en la orilla y me pinté de rosa las uñas de los pies. Era una inmensa frivolidad, dadas las circunstancias, pero llevaba el esmalte de uñas en la maleta y desde luego me sobraba tiempo, así que lo hice sin más.
T.J. se me acercó.
—Bonito color.
—Ya —dije mientras empezaba a darme la segunda capa—. ¿Te he hablado alguna vez de mi manicura Lucy?
T.J. soltó una carcajada.
—No sé ni qué es eso.
—La chica que me hace las uñas.
—Ah. Pues no, nunca me has hablado de ella.
—Solía ir a verla sábado sí, sábado no —T.J. enarcó una ceja—. Sí, en Chicago me cuidaba más que aquí. En fin, el caso es que el inglés no era la lengua materna de Lucy, y nunca llegué a saber cuál era, sólo que yo no entendía ni jota de lo que decía. Ella tampoco me entendía a mí, pero eso no nos impedía mantener largas charlas.
—¿De qué hablabais?
—Yo qué sé, de todo un poco. Lucy entendió que yo daba clases y que tenía un novio llamado John. Yo me enteré de que ella tenía una hija de trece años y que la apasionaban los reality shows. Era encantadora. Me llamaba «corazón» y siempre me recibía y me despedía con un abrazo. Cada vez que la visitaba me preguntaba cuándo nos casaríamos John y yo. Una vez tuvimos un malentendido, y al parecer le prometí que ella me haría las uñas el día de la boda.
Volví a enroscar el tapón del esmalte de uñas y examiné el resultado. No podía decirse que fuera impecable.
—Lucy se tiraría de los pelos si viera mis uñas ahora mismo —miré a T.J., que tenía una expresión rara, un gesto que no acerté a descifrar—. ¿Qué pasa?
—Nada.
—¿Seguro?
—Sí. Me voy a pescar. Será mejor que dejes secar esas uñas.
—De acuerdo.
Para cuando regresó con la pesca del día, parecía habérsele pasado. Fuera lo que fuese lo que lo había preocupado, no había tardado en olvidarlo.
***
—¿Por qué no vas desnuda todo el tiempo? —me preguntó T.J. de pronto—. ¿Por qué te molestas siquiera en vestirte?
—Ahora mismo estoy desnuda.
—Lo sé. Por eso lo digo.
Estábamos en la orilla, lavando la ropa sucia, incluida la que llevábamos puesta hasta ese momento.
—¿Crees que esto aún huele? —me preguntó, acercándome una camiseta a la nariz.
—Bueno… quizá un poco.
Conseguir que la ropa quedara limpia no era tarea fácil, teniendo en cuenta que el detergente se nos había acabado hacía más de un año. Ahora nos limitábamos a restregarla un rato en el agua.
—Si fuéramos siempre desnudos nos ahorraríamos la colada —dijo con una sonrisa.
Salimos del agua y tendimos la ropa en la cuerda que habíamos colgado entre dos árboles.
—Si fuera desnuda todo el rato, al cabo de un tiempo ni siquiera te darías cuenta.
T.J. soltó una carcajada.
—Créeme, me daría cuenta.
—Eso piensas ahora, pero con el tiempo puede que cambiaras de opinión.
Me miró como si yo hubiese perdido la chaveta.
Volvimos a la cabaña y se tumbó sobre la manta. Yo tampoco me vestí, toda nuestra ropa estaba mojada. Me acosté de lado, vuelta hacia él y con la cabeza apoyada en el brazo.
—Qué pose tan bonita —dijo—. Me gusta.
—Sería como comer tu plato preferido todos los días —comenté—. Al principio sería fantástico, pero al cabo de un tiempo ya no estaría igual de bueno.
—Anna, tú siempre estarás igual de buena para mí.
Se acercó y me besó en el cuello.
—Pero con el tiempo te cansarías —insistí.
—Jamás.
Había empezado a bajar poco a poco, cubriéndome de besos a medida que lo hacía.
—Podría pasar —me obstiné, pero para entonces ni yo me lo creía.
—Nunca —replicó, bajando más aún, y finalmente dejé de llevarle la contraria porque es casi imposible hablar cuando te hacen lo que él me estaba haciendo.
***
Gallina se acercó y se sentó en mi regazo. T.J. se echó a reír, alargó la mano y le alborotó las plumas.
—Me muero de risa cuando hace eso —dijo.
Ya no hacía falta encerrarla en el gallinero. Un día la había soltado y luego me había olvidado de devolverla a su jaula, pero ella se había paseado por los alrededores de la cabaña sin intentar huir.
—Lo sé, es muy raro. Se ha encariñado conmigo de verdad, a saber por qué.
Le di una palmadita en la cabeza a Gallina.
—Porque cuidas de ella.
—Me encantan los animales. Siempre quise tener un perro, pero John era alérgico.
—A lo mejor puedes tener uno cuando volvamos a casa.
—Un golden retriever.
—¿Ésa es la raza que te más te gusta?
—Sí. Pero lo quiero adulto, un perro que nadie quiera. Iré a buscarlo a un refugio de animales. Voy a tener mi propio piso, y lo adoptaré y me lo llevaré a casa.
—Lo tienes todo pensado.
—Aquí tengo tiempo para pensar en muchas cosas, T.J.
Unos días después, por la noche, mientras estábamos en la cama, T.J. soltó un gemido y se me echó encima.
—Uau… —exhalé al terminar.
Él me besó en el cuello y susurró:
—¿Te ha gustado?
—Sí. ¿Dónde lo has aprendido?
T.J. rompió a reír.
—Tengo una maestra fantástica. Me deja practicar a todas horas, hasta que me sale perfecto.
T.J. rodó sobre el bote y me atrajo hacia él para que apoyara la cabeza en su pecho. Me acurruqué junto a su cuerpo, sintiéndome colmada y soñolienta. Me acarició la espalda.
Hasta los veintiséis o veintisiete años ni siquiera sabía qué me gustaba hacer en la cama. Había intentado decírselo a John, pero apenas se había dado por aludido. En cambio, T.J. no dudó en preguntarme qué me gustaba, por lo que yo no dudé en explicárselo, lo que estaba dando resultados espectaculares.
—Algún día, T.J. —dije con un suspiro—, harás muy feliz a una mujer.
Su cuerpo se tensó y dejó de acariciarme la espalda.
—Sólo quiero hacerte feliz a ti, Anna.
El modo en que lo dijo, y lo dolido que sonó, hizo que deseara poder retirar aquellas palabras.
—Y me haces muy feliz —repuse rápidamente—. De veras.
Al día siguiente apenas habló. Me metí en el agua mientras estaba pescando y me acerqué a él.
—Lo siento. Te he hecho daño sin querer.
T.J. no apartó los ojos del hilo de pescar.
—Sé que lo nuestro nunca hubiese sucedido en Chicago, pero, por favor, no hables de romper conmigo mientras estemos aquí.
Le puse una mano en el brazo.
—Cuando dije que algún día harás feliz a otra mujer, no es porque crea que voy a romper contigo, T.J., sino más bien que tú romperás conmigo.
Me miró confuso.
—¿Por qué iba a romper contigo?
—Porque soy trece años mayor que tú. Puede que éste sea nuestro mundo, pero no es el mundo real. Te queda mucho por vivir. No querrás estar atado a nadie.
—No sabes lo que quiero, Anna. Además, yo ya no pienso en el futuro, no lo he hecho desde que aquel avión no regresó. Lo único que sé es que tú me haces feliz, y quiero estar a tu lado. ¿No puedes estar a mi lado y punto?
—Sí —musité—. Eso sí puedo hacerlo.
Sentí ganas de decirle que nunca más volvería a hacerle daño, pero temí no poder cumplir mi promesa.
***
En septiembre cumplió diecinueve años.
—Felicidades —le dije—. Te he hecho puré de fruta del pan.
Le ofrecí el cuenco y me incliné para darle un beso. Él me hizo sentarme en su regazo e insistió en compartirlo conmigo.
—¿Cómo es que nunca celebramos tu cumpleaños? —me miró con aire apurado y preguntó—: ¿Cuándo era, por cierto?
—El 22 de mayo. Lo que pasa es que no me gusta demasiado celebrarlo.
Me encantaba celebrar mi cumpleaños hasta que John me hizo cambiar de idea. El día que cumplí veintisiete estaba convencida de que me pediría matrimonio, porque había reservado mesa en un restaurante, me había dicho que me arreglara y había invitado a nuestros amigos para tomar una copa con nosotros antes de cenar. Lo imaginé hincando la rodilla en el suelo, con el anillo en la mano, y apenas podía contener la emoción cuando el taxi nos dejó delante del restaurante. Dentro, todo el mundo nos estaba esperando, casi como si fuera una fiesta sorpresa. Cuando llegó el champán, John sacó una cajita de Tiffany de la chaqueta. Contenía un par de pendientes con brillantes engastados. Me obligué a sonreír durante el resto de la velada, pero más tarde Stefani me arrastró hasta el lavabo y me dio un abrazo. Después de aquello, traté de no hacerme ilusiones de ningún tipo, lo que resultó una sabia decisión, porque en los años sucesivos no me regaló ninguna joya.
—Quiero que celebremos tu próximo cumpleaños, Anna. ¿Vale?
—Vale.
***
La estación de las lluvias llegó a su fin en noviembre. El día de Acción de Gracias pasó sin pena ni gloria, pero por Navidad T.J. encontró un cangrejo enorme cerca de la orilla. Se me hacía la boca agua mientras lo veía pincharlo con un palo y empujarlo hacia las llamas. El cangrejo se aferraba al extremo del palo con una pinza inmensa mientras con la otra intentaba atacar a T.J. Éste lo dejó caer sobre el fuego y poco después nos dimos un auténtico festín, rompiendo las patas con los alicates y sacando la carne con los dedos.
—Esto me recuerda nuestra primera Navidad, cuando cazamos aquella gallina y lo celebramos con algo que no era pescado —comentó T.J.
—Parece que haya pasado mucho tiempo —dije, reprimiendo las lágrimas.
—¿Te encuentras bien?
—Sí. Es sólo que había pensado que quizá pasaríamos estas Navidades en casa.
Me rodeó con un brazo.
—Tal vez el año que viene, Anna.
***
En febrero, cuando me desperté de la siesta, encontré un ramo de flores sacadas de los diversos arbustos y matas que crecían por toda la isla. T.J. las había dejado sobre la manta, junto a mí, y había anudado los tallos con un trozo de cordel.
Lo encontré junto a la orilla.
—Me da en la nariz que alguien ha consultado el calendario… —le dije.
Sonrió.
—No quería que se me pasara el día de San Valentín.
Lo besé.
—Qué bueno eres conmigo.
—No es difícil —repuso, atrayéndome hacia él.
Lo miré a los ojos y T.J. empezó a mecerse. Le rodeé el cuello con los brazos y bailamos, moviéndonos en círculos, sintiendo la arena suave y cálida bajo los pies.
—No necesitas música, ¿verdad?
—No —contestó—. Pero te necesito a ti.
Unos días después, salimos a pasear por la orilla al atardecer.
—Echo de menos a mis padres. Últimamente pienso mucho en ellos. Y en mi hermana y mi cuñado. Y en Joe y Chloe. Espero que llegues a conocerlos algún día, T.J. Les caerías bien.
—Yo también lo espero.
Para entonces sabía que, si algún día nos rescataban, T.J. pasaría a formar parte de mi vida en Chicago, aunque no sabía hasta qué punto. Se estaba perdiendo muchas cosas, y no sería justo por mi parte acaparar todo su tiempo. Sin embargo, mi lado más egoísta no quería pensar siquiera cómo sería no dormirme entre sus brazos ni pasar las horas sin él. Necesitaba a T.J., y la idea de no tenerlo conmigo me preocupaba más de lo que estaba dispuesta a reconocer.