Estábamos almorzando cuando una gallina salió de entre los árboles.
—Anna, mira hacia atrás.
Ella se volvió.
—No me lo puedo creer…
Para asombro de ambos, la gallina se nos acercó y se puso a picotear el suelo con toda tranquilidad.
—Así que quedaba otra —concluí.
—Sí, la más tonta. Aunque, si es la única que queda, tan tonta no será.
El animal fue derecho hacia Anna, que le dijo:
—Hola, gallinita. ¿Acaso no sabes lo que hicimos con tus amigas?
La gallina ladeó la cabeza y la miró como tratando de descifrar sus palabras. Se me hizo la boca agua. Pensé en el banquete que nos daríamos para cenar. Pero entonces Anna dijo:
—No la matemos. Esperemos a ver si pone huevos.
Construí un pequeño gallinero. Anna cogió la gallina y la puso dentro. El animal se acomodó y nos miró a ambos como satisfecha con su nuevo hogar. Anna le puso un poco de agua en una cáscara de coco.
—¿Qué comen las gallinas? —preguntó.
—No lo sé. Tú eres la profesora.
—Yo enseñaba inglés. En una gran urbe, por más señas.
No pude evitar reírme.
—Pues yo no sé qué comen —me agaché junto al gallinero y dije—: Será mejor que pongas huevos, o no serás más que otra boca que alimentar, y si no te gusta el coco, la fruta del pan y el pescado, es posible que no te sientas demasiado a gusto aquí.
Juro por lo más sagrado que la gallina asintió.
Al día siguiente puso un huevo. Anna lo cascó, lo vertió en media cáscara de coco y lo removió con el dedo. Luego acercó la cáscara a las llamas y dejamos que el huevo se cociera. Cuando parecía cuajado, lo repartió entre los dos.
—Está buenísimo —comentó.
—Pues sí —di buena cuenta de mi parte en un par de bocados—. Hacía siglos que no comía un huevo revuelto. Sabía tal como lo recordaba.
Dos días después, la gallina puso otro huevo.
—Ha sido una buena idea, Anna.
—Gallina seguramente opina lo mismo.
—¿Le has puesto Gallina a la gallina? —me reí.
Anna pareció abochornada.
—Cuando decidimos no matarla, me encariñé con ella.
—No pasa nada. Algo me dice que tú también le gustas a Gallina.
***
Decidimos darnos un chapuzón. Cuando llegamos a la orilla, dejé caer los pantalones cortos y entré en el agua, pero me volví para ver cómo se desvestía ella.
Lo hizo con parsimonia, primero quitándose la camiseta de tirantes, luego bajándose los pantalones cortos y las bragas sin la menor prisa.
«Ojalá pudiera hacerlo con música de fondo», pensé.
Una vez en el agua, le lavé el pelo.
—Apenas queda champú —dijo, enjuagándose bajo el agua.
—¿Cuánto tiempo crees que durará?
—Quizá un par de meses. Y no queda mucho más jabón.
A continuación, fue ella quien me lavó el pelo. Después me enjaboné las manos y la froté de arriba abajo, y luego ella me correspondió. Tras enjuagarnos, nos sentamos en la arena y dejamos que la brisa nos secara. Anna se acomodó delante de mí, con la espalda apoyada en mi pecho, relajada, mientras el sol se hundía despacio en el horizonte.
—Una vez te espié mientras te bañabas —confesé—. Estaba buscando leña y te vi sin querer. Entraste en el agua desnuda, y me escondí detrás de un árbol para mirarte. No debería haberlo hecho. Confiaste en mí, y traicioné tu confianza.
—¿Lo hiciste alguna vez más?
—No. Me sentí tentado muchas veces, pero no lo hice —respiré hondo y solté todo el aire de golpe—. ¿Estás enfadada?
—No. Siempre me había preguntado si intentarías espiarme. Ese día me viste… hum…
—Sí.
Me levanté y la cogí de la mano. Volvimos a la cabaña y nos acostamos en el bote salvavidas, y después Anna dijo que me prefería mil veces a su mano untada con aceite de bebé.