Estábamos sentados debajo del toldo, jugando al póquer y viendo cómo se acercaba la tormenta. Los relámpagos surcaban el cielo en zigzag, y el aire cargado de humedad pesaba como una manta. Una ráfaga de viento dispersó las cartas de la baraja.
—Será mejor que vayamos dentro —dijo T.J.
Me acosté a su lado en el bote y vi cómo el interior de la cabaña se iluminaba con cada relámpago.
—Esta noche no dormiremos demasiado —predije.
—Seguramente no.
Allí estábamos, acostados, mientras la lluvia azotaba nuestra casa sin piedad. Sólo unos segundos separaban un trueno del siguiente.
—Nunca había habido tantos relámpagos —comenté.
Y lo que era todavía más inquietante: el vello de los brazos y la nuca se me había erizado por la electricidad estática. Me dije que la tormenta no duraría demasiado, pero las horas fueron pasando y no hacía más que arreciar.
Cuando las paredes empezaron a temblar, T.J. se levantó de un brinco y cogió algo de mi maleta. Se volvió y me lanzó los vaqueros.
—Póntelos.
Cogió los suyos y se los puso deprisa. Luego metió la caña de pescar en la funda de la guitarra.
—¿Por qué? —quise saber.
—Porque no creo que estemos a salvo aquí dentro.
Salí del bote y me puse los vaqueros por encima de los pantalones cortos.
—¿Y adonde quieres ir? —en cuanto lo pregunté, lo supe—. ¡Ni hablar! Ni loca me meto yo ahí dentro. Hemos salido ilesos de otras tormentas. Quedémonos aquí.
T.J. cogió su mochila y metió dentro el cuchillo, la cuerda y el botiquín. Me lanzó las zapatillas y se puso sus Nike sin molestarse en desanudar los cordones.
—Nunca ha habido una tormenta como ésta —replicó—, y lo sabes.
Abrí la boca con la intención de llevarle la contraria, pero justo entonces el tejado salió volando. T.J. supo que aquello me había convencido.
—¡Vámonos! —gritó; el viento soplaba con tanta fuerza que apenas oí su voz. Se echó la mochila a la espalda y me tendió la funda de la guitarra—. ¡Tendrás que llevar esto!
Cogió la caja de herramientas con una mano y mi maleta con la otra. Nos adentramos en el bosque a la carrera, en dirección a la cueva. La lluvia arreciaba y el viento soplaba en ráfagas tan violentas que pensé que me tiraría al suelo.
Al llegar, vacilé.
—¡Entra de una vez! —ordenó T.J. a voz en grito.
Me agaché, tratando de reunir valor para entrar a rastras. El súbito crujido de una rama de árbol sonó como un disparo, y T. J me empujó el trasero con la mano. A continuación, metió dentro la funda de la guitarra, la caja de herramientas y la maleta. Entre en la cueva un segundo antes de que un árbol se desplomara bloqueando la entrada y dejándonos sumidos en la oscuridad.
Choqué de lleno con Huesitos, como la pesada bola que desbarata los bolos. El esqueleto quedó desperdigado por el suelo, segundos después T.J. se desplomó a mi lado.
Nuestros cuerpos (y todas nuestras pertenencias) apenas cabían en el exiguo espacio. Sólo podíamos estar acostados boca arriba, hombro con hombro, y si estiraba el brazo tocaba la pared de la cueva, unos centímetros a mi derecha. T.J. podía hacer lo mismo hacia la izquierda. Olía a tierra, a descomposición vegetal a animales que deseaba que no fueran murciélagos. Me alegré de haberme puesto los vaqueros y crucé los tobillos para impedir que ningún bicho se me colara por las perneras. Teníamos el techo a medio metro de nuestras cabezas. Era como estar en el interior de un ataúd cerrado, y empecé a sentir claustrofobia. Tenía el corazón acelerado y respiraba con dificultad, como si me faltara el aire.
—Respira más despacio —me dijo T.J.—. Saldremos de aquí en cuanto amaine.
Cerré los ojos y me concentré en inhalar y exhalar. «No pienses en nada. Salir de la cueva ahora mismo es imposible».
T.J. me cogió la mano y entrelazó sus dedos con los míos, apretando suavemente. Yo me aferré a su mano como si fuera una tabla de salvación.
—No me sueltes —susurré.
—No pensaba hacerlo.
Pasamos horas en la cueva, oyendo cómo arreciaba la tormenta. Cuando por fin escampó, T.J. apartó las ramas que bloqueaban la entrada. El sol brillaba en el cielo, y cuando salimos fuera a rastras nos quedamos de una pieza al comprobar la devastación que la tormenta había dejado a su paso.
Había tantos árboles caídos que volver a la playa fue como abrirse paso por un laberinto. Cuando abandonamos el bosque, nos quedamos boquiabiertos.
La cabaña había desaparecido.
T.J. no podía apartar los ojos del espacio donde antes había estado. Lo abracé y le dije:
—Lo siento.
No hubo respuesta, pero me rodeó con los brazos y nos quedamos así.
Luego rastreamos los alrededores y dimos con el bote salvavidas, empotrado contra un árbol. Lo revisamos cuidadosamente en busca de pinchazos, el oído aguzado a la espera del típico silbido que indica un escape, pero al parecer estaba intacto. El recolector de agua flotaba entre las olas, lejos de la orilla, y tanto la lona impermeable como la capota del bote estaban casi sepultadas bajo una pila de tablones, cuanto quedaba de lo que había sido nuestro hogar.
Los cojines, los chalecos salvavidas y la manta estaban desperdigados por la playa. Los pusimos a secar al sol. Fijamos la capota al bote, pero T.J. había cortado los faldones de nailon y la puerta enrollable para usarlos en la cabaña. La capota nos protegería de la lluvia, pero no de los mosquitos.
Pasamos el resto del día levantando otro chamizo y recolectando leña, que íbamos apilando en el interior de éste para que se secara. T.J. fue a pescar y yo me dediqué a recoger cocos y fruta del pan.
Hacia el final del día nos sentamos junto al fuego y comimos el pescado, luchando por mantener los ojos abiertos. Por suerte, el bote no se había deshinchado, y cuando el sol se puso pudimos acostarnos. Me quedé dormida al instante, con la cabeza apoyada en un cojín ligeramente húmedo.
***
Fui a darme un chapuzón en la ensenada mientras T.J. reconstruía la cabaña. Se reuniría conmigo en cuanto terminara de clavar unos tablones más.
Su deseo de volver a poner un techo sobre nuestras cabezas lo consumía, y en las seis semanas transcurridas desde la tormenta había hecho grandes progresos. Una vez finalizada la estructura de madera, todos sus esfuerzos se encaminaban a levantar las paredes. Era la segunda vez que construía la cabaña, por lo que ahora avanzaba más deprisa, y habría trabajado de sol a sol si yo no lo hubiese convencido de que se tomara algún que otro descanso.
Me mantenía a flote meciendo las piernas bajo el agua cuando vi a T.J. acercándose. De pronto, echó a correr hacia la orilla, chillando e indicándome por señas que saliera del agua. No imaginé qué pasaba, así que miré hacia atrás.
Avisté la aleta segundos antes de que desapareciera bajo la superficie. Por el tamaño y la forma de la misma, no se trataba de un delfín.
T.J. entró en el agua gritando:
—¡¡¡Nada, Anna, nada!!!
No me atreví a volver la vista atrás de nuevo, y nadé más deprisa de lo que hubiese creído posible. Seguía sin hacer pie, pero T.J. me dio alcance y me arrastró hacia la orilla. En cuanto toqué el fondo, echamos a correr.
No podía parar de temblar. T.J. me cogió de los hombros y dijo:
—Tranquila, estás a salvo.
—¿Crees que lleva tiempo merodeando por la bahía?
Él escrutó las aguas azul turquesa.
—No lo sé.
—¿De qué especie dirías que es?
—¿Un tiburón gris de arrecife, quizá?
—No puedes ir a pescar, T.J.
Solía meterse en el agua hasta la cintura, pues el hilo de pescar no era demasiado largo.
—Saldría en cuanto viera la aleta.
—A menos que no la vieras.
Pasamos los siguientes días junto a la orilla, pendientes del tiburón. Nada perturbó la superficie del agua, y el mar permaneció sereno y en calma. Los delfines nos visitaron, pero no quise bañarme con ellos. Nos turnábamos para asearnos sin alejarnos de la orilla, y sólo nos metíamos un poco más en el agua para enjuagarnos.
Pasó una semana sin que ninguno de los dos avistara al tiburón. Creíamos que se había ido para siempre, que su presencia en la ensenada había sido un hecho aislado, como la de la medusa, y finalmente T.J. volvió a pescar.
Unos días después, yo estaba sentada en la orilla, afeitándome las piernas, cuando T.J. se acercó con los peces que acababa de pescar. Se quedó mirando cómo deslizaba la maquinilla despacio por mi pierna y cómo ésta me hacía un corte en la rodilla, que sangró un poco. Hizo una mueca de dolor.
—La hoja está desafilada —expliqué.
Se sentó junto a mí.
—Me parece que será mejor que no te acerques al agua por el momento, Anna.
Y así fue como me enteré de que el tiburón había vuelto. T.J. me dijo que acababa de pescar el último pez cuando lo vio. Nadaba de aquí para allá, a lo largo de la orilla, y no se le veía más que la punta de la aleta a ras de agua. Daba la impresión de estar cazando.
—No salgas a pescar, T.J. Te lo ruego.
Había días en los que apenas podía tragar el pescado que constituía la base de nuestra dieta. Revisábamos la orilla a diario en busca de cangrejos, con la esperanza de variar un poco, casi siempre en vano, y a ninguno de los dos se le ocurría el motivo de esa ausencia. La fruta del pan y los cocos nos mantendrían con vida, pero pasaríamos hambre mientras el tiburón siguiera al acecho.
Transcurrieron otras dos semanas sin que lo avistáramos. Yo seguía sin acercarme al agua excepto para bañarme, y entonces sólo me metía hasta las rodillas. Nos rugían las tripas. T.J. quería ir a pescar, pero yo le suplicaba que no lo hiciera.
Imaginaba al tiburón esperando pacientemente a que uno de los dos se aventurara más lejos de la cuenta. Por el contrario, T.J. creía que se habría marchado tras comprobar que no había nada digno de interés en la ensenada. Nuestras hipótesis enfrentadas nos costaron más de una discusión.
Para entonces, hacía mucho que yo había dejado de creer que ejercía algún tipo de autoridad sobre T.J. Puede que fuera mayor que él y tuviera más experiencia, pero en la isla nada de eso tenía importancia. Vivíamos al día, enfrentándonos a los problemas sobre la marcha y resolviéndolos juntos. Pero adentrarte por propia voluntad en el hábitat de un escualo que podía comerte de un bocado se me antojaba el colmo de la estupidez, y así se lo hice saber. Seguramente por eso perdí los estribos dos días más tarde, cuando lo vi pescando con el agua por la cintura poco antes de la hora de cenar.
Agité los brazos para llamar su atención al tiempo que daba brincos en la orilla.
—¡Sal ahora mismo!
T.J. se tomó su tiempo. Cuando llegó a la orilla, dijo:
—¿Se puede saber qué te pasa?
—¿Qué pretendes, insensato?
—Pescar. Tengo hambre, y tú también.
—¡Mejor hambriento que muerto, T.J.! —recalqué cada palabra golpeándole el pecho, hasta que me retuvo la mano.
—Tranquilízate, ¿quieres?
—El otro día me dijiste que no entrara en el agua, y hoy vas y te metes hasta la cintura como si nada.
—¡Estabas sangrando, Anna! —replicó a voz en grito.
—¿Por qué te empeñas en exponerte al peligro, pese a que te he pedido que no lo hagas?
—Porque entrar o no en el agua es una decisión mía, Anna, no tuya.
—¡Tus decisiones me afectan de manera directa, lo que me da todo el derecho a cuestionarlas si resulta que son descerebradas!
Tenía los ojos arrasados en lágrimas y me temblaba el labio inferior. Le volví la espalda y me alejé a grandes zancadas. No me siguió.
Había terminado de reconstruir la cabaña la semana anterior. Entré y me dejé caer en el bote salvavidas. Cuando se me agotaron las lágrimas respiré hondo varias veces y debí de quedarme dormida, porque cuando abrí los ojos T.J. estaba acostado de espaldas a mi lado, despierto.
—Lo siento —dijimos ambos a la vez.
—Me debes una coca-cola —bromeé—. En vaso grande, con mucho hielo.
Él sonrió.
—Será lo primero que hagamos cuando salgamos de aquí.
Me incorporé de costado apoyándome en el codo y me volví hacia él.
—He perdido los papeles. Pero es que tengo mucho miedo.
—De verdad creo que el tiburón se ha ido.
—No es sólo por el tiburón —respiré hondo—. Me preocupo mucho por ti y no soporto la idea de que te hagas daño o te mueras. Si sobrellevo el hecho de estar aquí es porque tú estás conmigo.
—Podrías sobrevivir sola. Sabes hacer todo lo que hago yo, saldrías adelante.
—No, no saldría adelante. En Chicago podría arreglármelas, pero aquí no. No en esta isla —se me llenaron los ojos de lágrimas al imaginar el aislamiento y el dolor que sentiría sin T.J.—. No sé si es posible morirse de soledad, pero al cabo de un tiempo puede que quisiera hacerlo —añadí en un susurro.
T.J. se incorporó a medias y posó una mano en mi antebrazo.
—No vuelvas a decir eso.
—Es cierto. No me digas que nunca lo has pensado.
No respondió y rehuyó mi mirada, pero finalmente asintió y dijo:
—Cuando te mordió el murciélago.
Las lágrimas desbordaron mis ojos y resbalaron por mi rostro. T.J. me atrajo hacia su pecho y me sostuvo mientras lloraba, frotándome la espalda y dejando que me desahogara. Ninguno de los dos llevaba demasiada ropa (él unos pantalones cortos, yo un biquini) y el contacto me tranquilizó de un modo que no hubiese esperado. T.J. olía a mar, y ése es el olor que habría de asociar para siempre con él.
Suspiré, relajada por la liberación que suponía una buena llorera. Hacía tanto tiempo que nadie me abrazaba que no tenía ganas de moverme. Finalmente, levanté la cabeza. T.J. me cogió la cara entre las manos y me secó las lágrimas con los pulgares.
—¿Mejor?
—Sí.
Entonces me miró a los ojos y dijo:
—Nunca te dejaré sola, Anna. No si puedo evitarlo.
—Entonces, por favor, no vuelvas a meterte en el agua.
—De acuerdo —me secó unas pocas lágrimas más—. No te preocupes. Ya se nos ocurrirá algo. Siempre se nos acaba ocurriendo algo.
—Estoy tan cansada…
—Pues cierra los ojos.
Había malinterpretado mis palabras. Me refería a que estaba cansada en general, de tener siempre algún problema que resolver y de convivir con el temor a que alguno cayera enfermo o se hiciera daño. Pero pronto anochecería, y estaba muy a gusto entre sus brazos. Volví a apoyar la cabeza en su pecho y cerré los ojos.
Me estrechó con más fuerza. Con una mano me acarició desde el hombro hasta la parte inferior de la espalda, mientras la otra descansaba sobre mi brazo.
—Me haces sentir segura —susurré.
—Estás segura.
Cedí a la vía de escape que ofrecía el sueño, pero juraría que, segundos antes de quedarme dormida, sus labios rozaron los míos en el más tierno y leve de los besos.
Me desperté entre sus brazos justo antes del alba, hambrienta, sedienta y con ganas de ir al lavabo. Me levanté, salí y me encaminé al bosque. De regreso, paré a recoger cocos y fruta del pan. La luz del sol inundó el cielo mientras me lavaba los dientes y me cepillaba el pelo. Preparé el desayuno.
Mientras esperaba a que T.J. se despertara, recordé lo que había sucedido la noche anterior. Su deseo era tan evidente que casi podía palparse. Respiraba aceleradamente y el corazón le palpitaba debajo de mi barbilla. Había mostrado un notable dominio de sí mismo, pero me pregunté hasta cuándo se conformaría con estrecharme entre sus brazos.
Me pregunté hasta cuándo me conformaría yo.
T.J. salió de la cabaña minutos después, recogiéndose el pelo en una coleta.
—Hola —se sentó junto a mí y me asió el hombro con gesto afectuoso—. ¿Cómo te encuentras?
Su rodilla rozaba la mía.
—Mucho mejor.
—¿Has dormido bien?
—Sí. ¿Y tú?
Asintió sonriendo.
—Como un tronco.
Al poco de desayunar, nos sentamos en la orilla.
—He estado pensando… —empezó, rascándose una picadura de mosquito—. ¿Y si usáramos el bote salvavidas para ir a pescar?
La mera sugerencia me llenó de pavor.
—Ni hablar —repliqué, negando enérgicamente con la cabeza—. ¿Y si el tiburón muerde el bote, o lo vuelca?
—Tú has visto muchas pelis. Además, eres tú la que no quiere que me meta en el agua.
—Creo que he dejado bastante claro lo que opino al respecto.
—Si pesco desde el bote, no pasaremos hambre.
Mi estómago gruñó como el perro de Pavlov ante la sola mención del pescado.
—No sé. No me parece buena idea.
—No me alejaré de la orilla. Sólo lo necesario para poder pescar.
—De acuerdo. Pero yo voy contigo.
—No hace falta.
—Por supuesto que sí.
Tuvimos que desinflar el bote para que pasara por el hueco de la puerta. Volvimos a inflarlo con la lata de dióxido de carbono y lo arrastramos hasta la playa.
—He cambiado de idea —dije—. Esto es una locura. Quedémonos en la orilla, donde estamos a salvo.
Él sonrió.
—¿Y qué tiene eso de divertido?
Remamos hasta el centro de la ensenada. T.J. cebó el anzuelo y fue sacando los peces de uno en uno y arrojándolos a un recipiente de plástico con agua de mar. Yo no paraba de removerme y de mirar por la borda. T.J. tiró de mí y me hizo sentar a su lado.
—Me estás poniendo nervioso —dijo, rodeándome con un brazo—. Cogeré un par de peces más y volveremos a la orilla.
El bote ya no tenía la capota adosada y el sol caía a plomo. Yo no llevaba más que un biquini, pero aun así me moría de calor. T.J. se había puesto mi sombrero de paja, y en cierto momento se lo quitó y me lo caló en la cabeza.
—Se te está poniendo roja la nariz —explicó.
—Estoy achicharrada. Hace muchísimo calor.
Él recogió agua en el cuenco de la mano, la vertió sobre mi pecho y se quedó mirando cómo se deslizaba perezosamente hasta el ombligo. Un hormigueo me recorrió la piel y mi temperatura corporal aumentó un par de grados. T.J. hizo amago de repetir el juego, pero se detuvo de forma brusca.
—Ahí está —dijo con un hilo de voz, sacando la caña de pescar del agua.
Miré hacia atrás y todos los músculos se me tensaron a la vez. La aleta se deslizaba por el agua a unos veinte metros, avanzando en nuestra dirección. Cuando lo tuvimos lo bastante cerca como para verlo con claridad, cogí los remos instintivamente y le tendí uno a T.J. Contemplamos petrificados cómo el tiburón nadaba en círculos alrededor del bote.
—Volvamos a la orilla —dije al fin.
T.J. asintió en silencio y empezamos a remar. El tiburón nos siguió hasta la zona menos profunda de la ensenada. Cuando el agua no tendría más de tres palmos de profundidad, T.J. saltó del bote y lo arrastró hasta la orilla conmigo dentro. Sólo entonces me bajé de un salto.
—¿Qué coño vamos a hacer con esa alimaña? —preguntó con exasperación.
—No lo sé.
Y realmente no tenía ni idea de qué podíamos hacer para librarnos del tiburón de casi tres metros que se había instalado en nuestra playa.
Regresamos a la cabaña, T.J. encendió el fuego y yo limpié y cociné el pescado. Después de tanto tiempo sin probarlo, nos dimos un buen atracón. En cuanto se acabó el último bocado, T.J. empezó a dar vueltas, impaciente.
—No puedo creer que hayamos estado en el agua con esa cosa —se detuvo de pronto y se volvió para mirarme—. No te preocupes por mí, no volveré a meterme en el agua para pescar. A partir de ahora lo haré desde el bote. Sólo espero que no decida pegarle un bocado.
—Ahí está el problema. No podemos seguir inflando el bote cada vez que lo sacamos de casa y volvemos a entrarlo. No sé cuánto dióxido de carbono nos queda. Mientras lo uses para pescar, habrá que dejarlo fuera, así que tendremos la capota sobre nuestras cabezas para dormir, pero nada más. Sin los faldones de nailon no podremos protegernos de los mosquitos.
T.J. ya estaba acribillado de pasar tanto tiempo en el bosque.
—¿Así que el tiburón decide si podemos comer y dónde dormimos?
—Me temo que sí.
—Y un cuerno. El tiburón mandará en el agua, pero no en tierra firme. No nos queda otra que matarlo.
«Está de broma», pensé. Medirse con un depredador voraz no sonaba demasiado realista, por no mencionar que podíamos acabar muertos. Él entró en casa y regresó con la caja de herramientas. Sacó la cuerda, la desenrolló y la deshilachó hasta obtener varias hebras independientes.
—¿Qué quieres hacer? —pregunté, temiéndome su respuesta.
—Si consigo doblar unos pocos clavos y atarlos a esta cuerda, quizá consigamos que el tiburón muerda el anzuelo y tirar de él hasta sacarlo del agua.
—¿Pretendes pescarlo?
—Ajá.
—¿Desde el bote?
—No, desde la playa. Si nos quedamos en tierra, quizá tengamos alguna posibilidad. Habrá que atraerlo hasta la orilla.
—Bueno, eso no será difícil. Nunca esperé que se acercara tanto a la playa.
Él asintió. Ninguno de los dos mencionó el hecho de que el tiburón podía nadar incluso donde el agua no nos pasaba de la cintura.
Hundió los clavos a medias en una pared de la cabaña y luego usó los dientes del martillo para doblarlos antes de volver a arrancarlos. A continuación, anudó cada una de las hebras en torno a un clavo, con lo que obtuvo un anzuelo de tres puntas.
—No sé muy bien qué usar como cebo —declaró.
—¿Quieres intentar atraparlo hoy mismo?
—Quiero poder volver a nadar tranquilo en la ensenada, Anna.
En su mirada había una determinación férrea, y supe que no podría disuadirlo.
—Yo sí sé qué podemos usar —no podía creer que estuviera a punto de colaborar en semejante locura.
—¿Qué?
—Una gallina. Si la ponemos viva en el anzuelo, empezará a aletear y llamará la atención del tiburón.
T.J. me dio unas palmaditas en la espalda.
—Me alegro de tenerte a bordo.
—No me queda otra.
Pero estaba de acuerdo con él en que teníamos que intentarlo. Pese al tiburón, a la medusa y otros peligros de los que seguramente ni siquiera éramos conscientes, la ensenada era nuestra, y entendía que T.J. quisiera luchar por ella. Sólo esperaba que no tuviéramos que pagarlo con nuestras vidas.
Habíamos cazado y comido dos gallinas más desde aquella que habíamos capturado en nuestra primera Navidad. Creíamos que quedaba por lo menos otra más, con suerte dos. Pero llevábamos bastante tiempo sin ver ni oír nada parecido a un aleteo. Era como si supieran que las estábamos esquilmando.
Recorrimos la isla palmo a palmo, y estábamos a punto de darnos por vencidos cuando oímos un batir de alas. Nos llevó otra media hora atraparla. Aparté la mirada cuando T.J. la ensartó con el anzuelo.
Luego se metió en el agua hasta el pecho, arrojó la gallina lo más lejos que pudo y salió deprisa, tensando la cuerda para notar cualquier tirón.
La gallina aleteaba en la superficie, debatiéndose e intentando zafarse. Vimos horrorizados cómo el tiburón emergía del agua y la engullía de un bocado. T.J. tiró de la cuerda con todas sus fuerzas para fijar el anzuelo.
—¡Funciona, Anna! Noto que tira.
Retrocedió varios pasos e hincó los talones en la arena, sujetando la cuerda con ambas manos.
De pronto, la cuerda se tensó de un tirón. T.J. salió despedido hacia delante y cayó boca abajo mientras el tiburón se alejaba de la orilla. Me lancé sobre su espalda y clavé los dedos en la arena, rompiéndome dos uñas en el intento de retener a T.J. El tiburón nos arrastró a ambos como si no pesáramos nada. Para cuando logramos ponernos de pie, el agua nos cubría hasta las rodillas.
—Ponte detrás de mí —ordenó T.J., enrollándose la cuerda dos veces alrededor del antebrazo.
Yo la sujeté por el extremo. Retrocedimos unos pasos y mantuvimos nuestra posición. El tiburón forcejeaba y se debatía en el agua, tratando de tragarse la gallina y deshacerse del anzuelo al mismo tiempo.
De repente nos vimos arrastrados otra vez. T.J. tiró de la cuerda con todas sus fuerzas, tensando los músculos de los brazos. Tenía el rostro bañado en sudor a causa del esfuerzo. El agua nos llegaba ya hasta los muslos.
Me dolían los brazos, y a medida que pasaban los minutos comprendí que nunca lograríamos arrastrar al tiburón hasta la orilla. El único motivo por el que seguíamos allí era porque él nos lo permitía. Habríamos necesitado la fuerza de tres o cuatro hombres para tener alguna posibilidad, y había llegado el momento de rendirse.
—Suelta la cuerda, T.J., y salgamos del agua.
No me llevó la contraria, pero la cuerda ceñía su antebrazo con tanta fuerza que no podía quitársela. Forcejeó para aflojarla mientras el tiburón lo arrastraba mar adentro, hasta donde no hacía pie. Pensé que la cuerda se había roto, pero entonces vi que el tiburón avanzaba hacia nosotros.
—¡Vuelve a la orilla, Anna!
Me quedé paralizada, viendo cómo T.J. intentaba liberarse de la cuerda que le apresaba el brazo. La aleta desapareció bajo la superficie y supe que nunca alcanzaría la orilla a tiempo.
Chillé. Pero entonces, con el rabillo del ojo, vislumbré más aletas, moviéndose tan deprisa que pasaron ante mis ojos convertidas en un borrón. Eran los delfines. Había tres o cuatro y nadaban muy cerca unos de otros.
Salí del agua a trompicones y vi cómo rodeaban a T.J. y lo protegían mientras éste regresaba a la orilla. Cuando llegó a la arena, le eché los brazos al cuello entre sollozos.
Cuatro delfines más se unieron al grupo, de modo que ahora había por lo menos siete. Entre todos atacaron al tiburón, golpeándolo con el morro y empujándolo hacia la orilla.
T.J. avistó el extremo de la cuerda flotando cerca de los delfines. Entró en el agua y la cogió, veloz. Tiramos de ella y, con la ayuda de los delfines, el tiburón acabó en la arena, sacudiendo la cabeza y con las plumas de gallina asomándole por las fauces.
T.J. me estrechó en un gran abrazo y me cogió en volandas. Le rodeé la cintura con las piernas y chillamos de alegría.
Los delfines nadaban de aquí para allá, eufóricos. T.J. y yo nos metimos en el agua, y aunque abrazar a un delfín no es tarea fácil, nos las arreglamos bastante bien. Minutos después, se dispersaron. Salimos del agua y contemplamos el tiburón, que yacía inmóvil en la arena.
—No sé qué habría pasado si los delfines no hubiesen aparecido —dije.
—Sí, nos estaba dando una buena paliza.
—En mi vida había pasado tanto miedo. Creía que iba a comerte.
T.J. me abrazó, apoyando el mentón en mi coronilla.
—Pero no lo ha hecho.
—Nosotros sí que nos lo vamos a comer, ¿verdad?
—Desde luego que sí —contestó con una sonrisa de oreja a oreja.
T.J. descuartizó el tiburón con el serrucho, y fue lo más asqueroso que había visto en mi vida. Yo me encargué de cortar los trozos en filetes con ayuda del cuchillo. Ni éste ni el serrucho eran utensilios adecuados para despiezar un tiburón, por lo que acabamos bañados en sangre. Un poso aceitoso empapaba mi biquini y los pantalones cortos de T.J. El olor me producía náuseas y me llegaba en forma de ráfaga ácida y metálica cada vez que inspiraba. Tendríamos que enterrar los restos del tiburón en algún sitio, pero ya nos ocuparíamos de eso más tarde.
Comprobé el resultado de nuestros esfuerzos. Teníamos más filetes de tiburón de los que podríamos comer, y habría que tirar la mayor parte, pero la cena sería un auténtico festín.
T.J. tenía el pecho cubierto de sangre.
—¿Quieres bañarte tú primero? —me ofreció cuando volvimos a la cabaña.
—No, ve tú. Yo voy a hacer un poco de puré de fruta del pan. Cuando vuelvas, iré yo.
Hacía días que no me sentía limpia. Me moría por enjabonarme y darme un largo baño en algo más que un palmo de agua.
T.J. entró en la cabaña y salió con su ropa, el jabón y el champú.
—Deja los pantalones cortos en la orilla. Los lavaré más tarde.
—De acuerdo —repuso, volviéndose a medias.
Me dispuse a preparar el puré de fruta del pan. Había inventado la receta un día especialmente largo y tedioso. Primero rallaba coco frotándolo contra una piedra y lo exprimía usando una camiseta como cedazo, para obtener leche de coco. Luego tostaba la fruta del pan, la rallaba y la añadía a la leche de coco. Finalmente, calentaba la mezcla sobre las brasas en una cáscara de coco vacía. A T.J. le encantaba.
Ensarté los trozos de tiburón en ramas para asarlos al fuego.
—Te toca —dijo T.J. al volver, oliendo mucho mejor que antes—. Lo pondré al fuego mientras te bañas. En cuanto vuelvas cenaremos.
—De acuerdo —lo señalé con el dedo y advertí—: Ni se te ocurra tocar el puré.
Entré en la cabaña y busqué una muda limpia en la maleta. Algo azul llamó mi atención.
«¿Por qué no?», me dije.
Tenía buenos motivos para arreglarme. La cena siempre es una ocasión especial cuando eres tú quien le da caza y no al revés.