Abrí los ojos y suspiré de alivio al no notar aquel dolor punzante, aquel escozor terrible. T.J. dormía a mi lado con respiración profunda y regular. Yo estaba desnuda de cintura para arriba, y algo me tapaba el pecho como si fuera una sábana. Me incorporé y me puse la camiseta, reconociendo el olor de T.J. Luego me tumbé de costado y seguí durmiendo.
Al día siguiente me desperté a solas. Me subí la camiseta. El tenue contorno rojo de los tentáculos seguía allí, y seguramente no desaparecería hasta pasado un tiempo. Me la subí un poco más y sentí un escalofrío al ver el estado de mis pechos, surcados de marcas de un rojo oscuro, con costras y manchas de sangre seca. Volví a bajarme la camiseta, me puse los pantalones cortos y salí de la cabaña para ir a hacer mis necesidades.
Cuando volví, T.J. estaba encendiendo el fuego. Se levantó al verme.
—¿Cómo te encuentras?
—Casi como nueva.
Me subí un poco la camiseta y le enseñé el estómago. Él recorrió las llagas con el dedo.
—¿Te duele?
—No mucho.
—¿Y qué tal están tus…? —señaló mi pecho.
—No tan bien.
—Lo siento. Tenías algunos tentáculos dentro del biquini, y tardé un rato en advertirlo.
No recordaba que T.J. me hubiese sacado la parte de arriba del biquini, sólo aquella quemazón insoportable.
—No pasa nada, no podías saberlo.
—Te pusiste roja y empezaste a hincharte.
—¿Ah, sí? —eso tampoco lo recordaba.
—Te di Benadryl. Te dejó fuera de combate.
—Hiciste lo apropiado.
T.J. entró en la cabaña y regresó con el tubo de crema de cortisona.
—Te puse esto en la piel. Diría que te alivió el dolor. Me lo dijiste antes de quedarte dormida.
Cogí el tubo de su mano extendida. ¿Me la habría puesto también en los pechos? Me imaginé tumbada en la arena, desnuda salvo la braga del biquini, mientras T.J. me embadurnaba de crema, y no fui capaz de sostenerle la mirada.
—Gracias —dije.
—¿Llegaste a ver la medusa antes de que te picara?
—No, sólo noté el dolor.
—Nunca había visto ninguna en la playa.
—Yo tampoco. Ésta debió de cruzar el arrecife por error —entré en la cabaña para coger mi cepillo de dientes y le eché una cantidad ínfima de pasta. Al salir, añadí—: Por lo menos no era de las mortales.
T.J. me miró alarmado.
—¿Las medusas pueden ser mortales?
Me saqué el cepillo de dientes de la boca.
—Algunas sí.
Ese día no nos bañamos en el mar. Paseé por la orilla, entornando los ojos para escudriñar en busca de medusas, y me recordé que sólo porque no viéramos los peligros del mar no quería decir que no los hubiera. También me pregunté si llegaría el día en que no encontraríamos en el botiquín lo único que pudiera salvarle la vida a uno de los dos.
***
En junio de 2003 llevábamos dos años en la isla. Yo había cumplido treinta y dos en mayo, y faltaban pocos meses para que T.J. cumpliera diecinueve. Para entonces medía cerca de metro noventa y no quedaba el menor rastro del niño que había sido. A veces, cuando lo veía pescando, reparando la cabaña o saliendo de entre los árboles, que conocía como la palma de su mano, me preguntaba si pensaría en la isla como algo suyo. Un lugar en el que podía hacer cuanto le viniera en gana y donde todo era aceptable, mientras siguiéramos con vida.
***
Nos sentamos cerca de la orilla, frente a frente y con las piernas cruzadas, para que pudiera afeitarlo. Se inclinó hacia delante y apoyó las manos en mis muslos para no perder el equilibrio.
—Al final he acabado convertida en tu doncella —bromeé—. Te he bañado y ahora te afeito.
Esparcí por sus mejillas la crema de afeitar, que estaba a punto de acabarse, y T.J. me respondió con una sonrisa de oreja a oreja.
—¿A que tengo suerte?
—Lo que tienes es mucha cara. Cuando salgamos de aquí tendrás que afeitarte tú solo.
—Eso no será nada divertido.
—Te las arreglarás.
Terminé de afeitarlo y volvimos hacia la cabaña con la intención de echar una siesta bajo el toldo.
—¿Sabes?, yo estaría encantado de bañarte o afeitarte, Anna. Sólo tienes que decírmelo.
Me eché a reír.
—No hace falta, gracias.
—¿Estás segura? —T.J. estaba acostado sobre la manta junto a mí. Alargó la mano, estiró mi brazo hacia arriba y deslizó el dorso de su mano por mi axila—. Vaya, qué suave.
—¡Para! Tengo muchas cosquillas —dije, apartándolo de un manotazo.
—¿Y qué me dices de las piernas? —antes de que pudiera contestar, se inclinó y deslizó una mano despacio por mi pierna, desde el tobillo hasta el muslo.
El calor que recorrió mi cuerpo me pilló desprevenida. Un sonido entre grito ahogado y gemido escapó de mis labios sin que pudiera reprimirlo. Me miró con los ojos como platos, boquiabierto, y al punto esbozó una sonrisita, muy ufano con el efecto de su caricia.
Respiré hondo y dije:
—Puedo ocuparme de mi propia higiene.
—Sólo trato de devolverte los favores que te debo.
—Muy amable por tu parte, T.J. Duérmete de una vez.
Soltó una carcajada y se dio la vuelta para quedar de espaldas a mí. Yo seguí boca arriba y cerré los ojos.
«Sólo tiene dieciocho años. Es demasiado joven». Y una voz en mi mente respondió: «Técnicamente, es más que mayor».
Unos días después, por la tarde, nos metimos en el agua con los delfines. Eran cuatro, y retozaban alegremente a nuestro alrededor, Yo quería ponerles nombres, pero no lograba distinguirlos unos de otros.
Cuando los delfines se alejaron, nos sentamos en la orilla. Hundí los dedos en la arena blanca y suave.
—¿No has dicho que querías darte un chapuzón? —preguntó.
—Sí. Pero no me he traído nada.
Nuestras reservas de productos de higiene se agotaban sin remedio. Ahora sólo nos lavábamos con jabón una vez a la semana. Ya no sabía distinguir si olíamos bien o mal.
—Ya te traigo lo que quieras —se ofreció.
—¿De veras?
—Claro.
—Vale, pero también necesito una muda.
—No hay problema.
Fue en su busca y luego lo dejó todo en la orilla. Esperé a que se marchara y luego me desvestí.
Después de bañarme, me quedé unos instantes de pie, secándome al sol. Luego me acerqué a la pila de ropa, esperando encontrar una camiseta de tirantes y un pantalón corto, o bien un biquini. Lo que T.J. había elegido me sorprendió. Era un vestido, el único que yo había metido en la maleta. Uno de mis preferidos, azul claro, corto y con tirantes finos. También había escogido unas bragas de encaje rosadas. Había olvidado coger un sostén, o quizá no lo había olvidado, pero daba igual porque nunca me lo ponía con ese vestido.
Me puse las bragas y el vestido. Cuando llegué a la cabaña, T.J. se quedó mirándome sin el menor disimulo.
—¿Tenemos mesa reservada en un restaurante y no me he enterado? —pregunté.
—Ojalá.
Me paré delante de él.
—¿Por qué un vestido?
Se encogió de hombros.
—He pensado que te quedaría bien —se quitó las gafas de sol y me repasó de arriba abajo—. Y así es.
—Gracias —dije, sonrojándome un poco.
Se fue a pescar y me senté en la manta, debajo del toldo, a esperar su regreso.
A menudo sorprendía a T.J. observándome, pero nunca lo había hecho de un modo tan descarado. Se estaba volviendo cada vez más atrevido, poniendo a prueba los límites. Si hasta entonces había intentado ocultar sus sentimientos, ya no le preocupaba seguir haciéndolo. Ignoraba qué intenciones tenía, si es que las tenía, pero la convivencia con él estaba a punto de complicarse. Eso sí lo sabía.
***
—Ojalá tuviéramos unas tijeras —estaba sentada en la manta delante de la cabaña, una semana después, tratando de deshacer la maraña de nudos de mi pelo. Me llegaba casi hasta las nalgas y me sacaba de mis casillas—. Debí dejar que me lo cortaras de un tajo antes de que el cuchillo se desafilara del todo —añadí, mirando de reojo las llamas.
—¿Te planteas quemarte un trozo? —preguntó él.
Lo miré como si se hubiese vuelto loco.
—Qué va —repuse, y pensé: «Tal vez». Seguí peinándome.
T.J. se acercó y tendió la mano.
—Dame el cepillo. Yo lo haré. Así te compenso por haberme afeitado.
Se lo di.
—Allá tú.
Se sentó con la espalda apoyada contra la fachada de la cabaña, y yo me acomodé delante de él.
—Menuda melena —dijo.
—Lo sé. Está demasiado largo.
—A mí me gusta largo.
Fue deshaciendo los nudos con infinita paciencia, cepillándome mechón a mechón. El sol caía a plomo, pero el toldo nos resguardaba y del océano llegaba una brisa fresca. El murmullo de las olas rompiendo en el arrecife, unido a la caricia del cepillo que se deslizaba suavemente por mi pelo, me arrulló hasta sumirme en un estado de profunda relajación.
T.J. recogió mi pelo entre las manos, apartándolo del cuello, y me atrajo hacia él, de modo que mi espalda quedó apoyada en su pecho. Volví la cabeza y él dejó caer el pelo hacia el otro lado, sobre mi hombro derecho. Siguió cepillándome, y era tan agradable que al cabo de un rato cerré los ojos y me quedé dormida.
Cuando me desperté, el sonido de su respiración me indicó que él también se había dormido. Sus brazos me rodeaban la cintura desde atrás y sus manos descansaban entrelazadas sobre mi abdomen desnudo. Cerré los ojos de nuevo, pensando en lo bien que me sentía entre sus brazos.
Entonces él se removió y me susurró al oído:
—¿Estás despierta?
—Sí. Me he echado una buena siesta.
—Yo también.
Aunque no me apetecía hacerlo, me incorporé y sus manos se apartaron perezosamente de mi estómago. Al moverme, el pelo se me derramó sobre la espalda como un lienzo sedoso. Miré a T.J. y sonreí.
—Gracias por hacerme de estilista.
Me miró con los ojos entornados, seguramente a causa del sueño, pero también de algo más. Algo que se parecía mucho al deseo.
—Cuando quieras.
Mi ritmo cardíaco se disparó, los nervios me bajaron al estómago y sentí que me reblandecía.
Afirmar que nuestra relación estaba a punto de complicarse quizá fuera quedarse corto.