Capítulo 2
T.J.

El agua salada se arremolinaba a mi alrededor; me subía por la nariz y se me metía en los ojos. No podía respirar sin atragantarme. Anna vino nadando hacia mí, llorando y sangrando y chillando. Me cogió la mano y trató de decir algo, pero no entendí nada. La cabeza le pendía como si no pudiera sostenerla, y de pronto desfalleció y se hundió. La saqué a la superficie tirándole del pelo.

—¡Despierta, Anna, despierta!

Las olas eran muy altas y temía que nos separaran, así que pasé el brazo por una correa de su chaleco salvavidas y la sujeté con fuerza mientras levantaba su rostro.

—¡Anna, Anna!

Tenía los ojos cerrados y no reaccionaba. Pasé el brazo libre por debajo de la otra correa y me incliné hacia atrás, apoyando su cabeza en mi pecho.

La corriente nos alejó del avión siniestrado. Los trozos del aparato desaparecieron bajo las olas y al poco ya no quedaba ni rastro. Intenté no pensar en Mick, atrapado en su asiento.

Me quedé allí flotando, estupefacto. El corazón me latía desbocado. Alrededor no había nada excepto las incesantes olas, así que traté de mantenernos a ambos a flote y no sucumbir al pánico.

«¿Sabrán que nos hemos estrellado? ¿Nos habrán seguido por el radar?». Tal vez no, porque nadie vino a rescatarnos.

El cielo se oscureció y el sol se puso. Anna farfulló algo. Pensé que estaba volviendo en sí, pero temblaba sin control y me vomitó encima, y de inmediato las olas se lo llevaron todo. Ella seguía temblando y la acerqué más para darle calor. Yo también tenía frío, por más que al caer al agua ésta me pareciera tibia. No había luna y apenas distinguía el mar a nuestro alrededor, que ahora ya no era azul, sino negro como la pez.

Me preocupaba que hubiese tiburones. Liberé un brazo y aparté la cara de Anna de mi pecho. Había notado algo caliente justo debajo de mi cuello, allí donde descansaba su cabeza. ¿Seguiría sangrando? Intenté hacerla volver en sí, pero sólo reaccionaba si la zarandeaba. No hablaba, sólo gemía, y yo necesitaba saber si estaba viva. Pasó mucho rato sin moverse, lo que me aterró, pero luego volvió a vomitar y temblar entre mis brazos.

Intenté conservar la calma y respirar despacio. Me resultaba más fácil remontar las olas flotando boca arriba, así que me dejé llevar por el vaivén de la corriente. Los hidroaviones no volaban de noche, pero seguro que enviarían a uno en cuanto amaneciera. Para entonces ya habrían advertido nuestra ausencia. No obstante, mis padres ni siquiera sabían que íbamos en ese avión.

Las horas pasaron, y en la oscuridad me era imposible distinguir posibles tiburones. Quizá estaban allí aunque no los viera. Exhausto, dormité un rato, dejando que las piernas me colgaran inertes en lugar de intentar mantenerlas cerca de la superficie. Traté de no pensar en los escualos que podían estar nadando a nuestro alrededor.

Volví a sacudir a Anna, pero tampoco reaccionó. Me parecía que su pecho subía y bajaba, aunque no estaba seguro. Entonces oí un ruido, como si algo golpeara el agua, y me incorporé bruscamente. La cabeza de Anna cayó a un lado, inerte, y volví a colocarla sobre mi pecho. Aquel sonido se repetía con una frecuencia casi rítmica. Imaginando no ya a un tiburón, sino a cinco o diez, quizá más, giré en redondo. Algo sobresalía del agua, y tardé un segundo en averiguar qué era. Aquel chapaleo lo producían las olas al romper contra el arrecife que rodeaba una isla.

Nunca había experimentado mayor sensación de alivio, ni siquiera cuando el médico nos dijo que por fin el tratamiento había hecho efecto y estaba curado del cáncer.

La corriente nos acercó más a la isla, pero no derechos hacia ella. Si no hacía algo, pasaríamos de largo. No podía usar los brazos porque los tenía sujetos en las correas del chaleco de Anna, así que me mantuve boca arriba y me impulsé con los pies. Perdí las zapatillas, pero daba igual. Debería habérmelas quitado hacía horas.

Aún quedaban unos cincuenta metros para alcanzar tierra firme y seguíamos desviándonos del rumbo, por lo que no me quedó más remedio que usar un brazo. Nadé de costado, arrastrando la cara de Anna por el agua.

Levanté la cabeza. Ya quedaba poco. Sacudiendo las piernas a la desesperada, con los pulmones en llamas, seguí nadando con todas mis fuerzas.

No tardamos en alcanzar las serenas aguas de la ensenada protegida por el arrecife, y seguí nadando hasta que hice pie en el fondo arenoso. Apenas tuve fuerzas para arrastrar a Anna a la orilla. En cuanto lo conseguí, me dejé caer a su lado y perdí el conocimiento.

***

Desperté bajo un sol abrasador. Me dolía todo el cuerpo y sólo veía por un ojo. Me incorporé y me quité el chaleco salvavidas. Luego me volví hacia Anna. Tenía la cara hinchada y amoratada, y varios cortes le surcaban las mejillas y la frente. Yacía inmóvil.

El corazón me latía a mil por hora, pero me obligué a tocarle el cuello. Su piel estaba tibia, y por segunda vez sentí un alivio indescriptible al notar su pulso bajo mis dedos. Estaba viva, pero por lo poco que yo sabía de traumatismos craneales, Anna seguramente tenía uno. ¿Y si no volvía en sí?

La sacudí con suavidad.

—Anna, ¿me oyes?

No reaccionó, así que volví a sacudirla.

Esperé que abriera los ojos. Eran increíbles, enormes, de un azul grisáceo y profundo. Fue lo primero en que me fijé cuando nos conocimos. Había venido a casa para hablar con mis padres y yo quería que se me tragara la tierra, porque ella era preciosa y yo estaba en los huesos y calvo, hecho una piltrafa.

«Vamos, Anna, déjame ver tus ojazos».

La zarandeé con más fuerza. Cuando por fin los abrió, me atreví a exhalar lentamente el aire de los pulmones.