—¿Jugamos al póquer? —preguntó T.J.
—Claro, pero he dejado las cartas bajo el cocotero.
—Iré por ellas —se ofreció.
—Tranquilo, tengo que ir al baño. Las cogeré al volver.
Detestaba acercarme al bosque cuando se hacía de noche, y quedaban cerca de dos minutos para la puesta de sol.
Acababa de coger la baraja cuando ocurrió. No lo vi venir, aunque debió de caer en picado desde el cielo. El murciélago chocó contra mi cabeza y casi me hizo perder el equilibrio. Tardé unos instantes en averiguar qué me había golpeado, y entonces empecé a chillar, presa del pánico e intentando quitármelo de encima a manotazos.
T.J. vino corriendo.
—¿Qué pasa?
En ese momento el murciélago me mordió la mano. Chillé con más fuerza.
—¡Tengo un murciélago enredado en el pelo! —grité, notando un dolor punzante por toda la palma de la mano—. ¡Me ha mordido!
T.J. se fue corriendo. Yo sacudía la cabeza, tratando de librarme del murciélago. Cuando volvió, T.J. me hizo sentarme en el suelo y luego acostarme en la arena.
—No te muevas —ordenó, poniendo una mano sobre mi cabeza, y acabó con el bicho atravesándolo con el cuchillo—. Aguanta un poco. Voy a sacártelo del pelo.
—¿Está muerto? —pregunté.
—Pues claro.
Me quedé inmóvil. El corazón me latía desbocado y tenía ganas de gritar, pero me obligué a mantener la calma mientras T.J. sacaba el murciélago de mi pelo enmarañado.
—Ya está.
Apenas veíamos nada a la luz de la luna, poco más que una rendija en el cielo, por lo que T.J. fue hasta la hoguera y regresó con una antorcha. Se inclinó y alumbró al inerte murciélago.
Era un bicho repugnante, color ratón y con grandes alas negras, orejas puntiagudas y dientes afilados. Tenía llagas en el cuerpo. El pelaje alrededor de la boca se veía mojado y pegajoso.
—Ven —dijo T.J.—. Necesitamos el botiquín de primeros auxilios.
Volvimos al chamizo y nos sentamos junto al fuego.
—Dame la mano.
T.J. limpió la mordedura con toallitas impregnadas en alcohol, aplicó crema antibiótica y me puso una tirita. La herida latía, punzante.
—¿Te duele mucho?
—Sí —podía aguantar el dolor, pero me aterraba imaginar lo que podía estar incubando en mis venas.
T.J. debió de pensar lo mismo, porque antes de irnos a dormir hundió la hoja del cuchillo en el fuego y lo dejó allí toda la noche.