Estaba delante de la cabaña de Huesitos cuando Anna me encontró. Tenía el rostro bañado en sudor.
—He perseguido a una gallina por toda la isla, pero era demasiado rápida. La cogeré aunque sea lo último que haga —se inclinó hacia delante y apoyó las manos en las rodillas mientras intentaba recuperar el aliento. Entonces me miró—. ¿Qué haces?
—Quiero desmontar la cabaña y llevarme los tablones a la playa para construir una para nosotros.
—¿Sabes construir una cabaña?
—No, pero tengo tiempo para averiguarlo. Con un poco de cuidado, podré reutilizar toda la madera y los clavos. Podría hacer un toldo con la lona para que el fuego no se apague —examiné las bisagras de la puerta, preguntándome si podrían reaprovecharse—. Necesito tener algo que hacer, Anna.
—Buena idea —convino ella.
Nos llevó tres días desmontar la cabaña y transportar todas las piezas hasta la playa. Arranqué los clavos de los tablones y los guardé en la caja de herramientas junto con los demás.
—No quiero que la hagas demasiado cerca del bosque —dijo Anna—. Por las ratas.
—De acuerdo.
No podía levantar la cabaña en la playa, porque la arena era demasiado inestable. Escogimos un punto a medio camino, allí donde terminaba la arena y empezaba la tierra. Excavamos los cimientos, lo que no fue tarea fácil, porque no teníamos pala. Usé el extremo dentado del martillo para arrancar los terrones de tierra y Anna los recogía en uno de los contenedores de plástico.
Con el serrucho oxidado corté los tablones hasta darles la medida adecuada. Anna los sujetaba mientras yo los iba clavando en su sitio.
—Me alegro de que decidieras hacer esto —comentó.
—Me va a llevar algún tiempo acabarla.
—No pasa nada.
Se acercó a la caja de herramientas para coger más clavos.
—Avísame si necesitas ayuda —dijo.
Se acostó en la manta, extendida a escasa distancia de allí, y cerró los ojos. La observé unos instantes, recorriendo sus piernas hasta llegar al estómago y luego las tetas, preguntándome si su piel sería tan suave como parecía. Pensé en lo que había pasado el otro día, cuando me había besuqueado el cuello bajo el cocotero. Recordé lo mucho que me había gustado. De pronto, Anna abrió los ojos y volvió la cabeza en mi dirección. Aparté la vista bruscamente. Había perdido la cuenta de la cantidad de veces que me había sorprendido mirándola embobado. Nunca me lo había reprochado, ni me había pedido que dejara de hacerlo, y ése era sólo uno de los motivos por los que tanto me gustaba.
***
Aquél habría sido mi último curso en el instituto, y a Anna no le hacía ni pizca de gracia que me quedara atrás en los estudios.
—Seguramente tendrás que sacarte el bachillerato por libre. No te lo reprocharía, ni mucho menos, si lo prefirieras a volver a clase y repetir los cursos que has perdido.
—¿Qué hay que hacer para sacárselo por libre?
—Un examen que demuestre que has adquirido los conocimientos necesarios. A veces, cuando un estudiante deja de ir a clase por el motivo que sea, elige esa opción en lugar de repetir curso. Pero no te preocupes, yo te ayudaré.
—Vale.
En aquel momento no podía importarme menos terminar la secundaria, pero al parecer ella lo consideraba importante.
Al día siguiente, mientras trabajábamos en la cabaña, me preguntó de pronto:
—¿No piensas afeitarte nunca? —me tocó la barba con el dorso de la mano—. ¿No te da calor?
Deseé que la barba fuese lo bastante tupida para ocultar mi rubor.
—Nunca lo he hecho. La poca que tenía se me cayó cuando empecé la quimio. Estaba empezando a despuntar otra vez cuando nos fuimos de Chicago.
—Pues no veas lo que te ha crecido.
—Lo sé. Pero no tenemos ningún espejo.
—¿Y por qué no me lo has dicho? Sabías que te ayudaría.
—¿Porque me daba corte, quizá?
—Vamos —dijo.
Me cogió de la mano y me arrastró de vuelta al chamizo. Abrió la maleta, sacó la maquinilla y la crema de afeitar que usaba para depilarse las piernas y fuimos hasta la orilla.
Nos sentamos frente a frente, con las piernas cruzadas. Ella se echó un poco de crema de afeitar en la palma, la repartió por mi cara y la esparció con los dedos. Me puso una mano en la nuca y me atrajo hacia ella hasta dar con el ángulo adecuado, y luego me afeitó el lado izquierdo sin prisa.
—Que sepas que nunca había afeitado a un hombre —me advirtió—. Intentaré no cortarte, pero no te prometo nada.
—Lo harás mejor que yo, desde luego.
Nuestros rostros estaban muy cerca, y estudié sus ojos. A veces parecían grises, otras veces azules. Ese día tocaba azul. Nunca había reparado en lo largas que tenía las pestañas.
—¿La gente se fija mucho en tus ojos? —le pregunté a bocajarro.
Anna se inclinó hacia un lado y enjuagó la maquinilla, sacudiéndola en el agua.
—A veces.
—Son increíbles. Y al estar tan morena parecen todavía más azules.
Ella sonrió.
—Gracias.
Recogió agua con el cuenco de la mano y me lavó las mejillas para quitar los restos de crema de afeitar.
—¿A qué viene esa mirada? —preguntó.
—¿Qué mirada?
—Algo te ronda por la cabeza —dijo, señalando mi frente— Casi puedo oír los engranajes ahí dentro.
—Has dicho que nunca habías afeitado a un hombre. ¿Significa eso que me consideras un hombre?
Hizo una pausa antes de contestar:
—No te considero un chico.
«Me alegro, porque no lo soy».
Se echó más crema en la palma y me afeitó el resto de la cara. Cuando terminó, me asió el mentón y me hizo volver el rostro a uno y otro lado mientras pasaba el dorso de la otra mano por mi piel.
—Bueno —dijo—, ya está.
—Gracias. Me noto más fresco.
—De nada. Avísame cuando te apetezca otro afeitado.
***
—Echo de menos a mi familia —dijo Anna una noche, mientras estábamos en la cama, hablando a oscuras—. Tengo una especie de fantasía que revivo una y otra vez. Imagino que un avión ameriza en la bahía y que tú y yo estamos ahí mismo, en la playa. Echamos a nadar hacia el avión y el piloto no puede creer que seamos nosotros. Nos lleva consigo y, en cuanto vemos un teléfono, llamamos a nuestras familias. ¿Te imaginas lo que supondría para ellos? ¿Que te digan que alguien ha muerto, celebrar su funeral y que luego te llame por teléfono?
—No, no puedo imaginármelo —me acosté boca abajo y acomodé la cabeza en el cojín—. Apuesto a que desearías no haber aceptado ese trabajo.
—Lo acepté porque era una oportunidad de viajar a un lugar desconocido. Nadie podía haber previsto esto.
Me rasqué una picadura de mosquito en la pierna.
—¿Vivías con ese tío? Dijiste que dormías con él.
—Sí.
—No creo que le hiciera gracia pasar tanto tiempo sin verte.
—No, ni pizca de gracia.
—Pero aun así te fuiste.
Anna hizo una pausa.
—Me siento rara hablando de esto contigo.
—¿Qué pasa, crees que soy demasiado joven para entenderlo?
—No, pero eres del otro sexo. No sé si podrás ponerte en mi lugar.
—Ah, perdona.
No debería haberle dicho eso. Anna nunca me trataba como un niño.
—Se llama John. Yo quería que nos casáramos, pero él no estaba preparado para dar el paso, y me había cansado de esperar. Pensé que me vendría bien poner tierra de por medio durante un tiempo. Tomar decisiones.
—¿Cuánto llevabais juntos?
—Ocho años.
Parecía avergonzada.
—¿Así que no piensa casarse nunca?
—Bueno, creo que en realidad es que no quiere casarse conmigo.
—Ah.
—No quiero seguir hablando de él. ¿Qué me dices de ti? ¿Tienes a alguien en Chicago?
—Ya no. Salí una temporada con una chica llamada Emma. La conocí en el hospital.
—¿También tenía la enfermedad de Hodgkin?
—No, leucemia. Estaba sentada en la silla de al lado la primera vez que me dieron quimio. Después de aquello nos hicimos inseparables.
—¿Erais de la misma edad?
—Ella era un poco más joven que yo. Tenía catorce años.
—¿Cómo era?
—Más bien tímida. A mí me parecía muy guapa, pese a haberse quedado calva, algo que aborrecía. Siempre llevaba sombrero. Sólo cuando a mí se me cayó el pelo perdió la vergüenza. A partir de entonces enseñábamos nuestras calvorotas sin complejos.
—Tiene que ser duro quedarse calvo.
—Bueno, seguramente las chicas lo llevan peor. Emma me enseñó varias fotos suyas de antes, y tenía una larga melena rubia.
—¿Os dejaban pasar tiempo juntos aparte de los ratos de la quimio?
—Sí. Ella conocía todos los rincones del hospital. Las enfermeras hacían la vista gorda cuando nos sorprendían dándonos el lote. Solíamos subir hasta la azotea ajardinada y sentarnos a tomar el sol. Yo quería llevarla a dar una vuelta, pero su sistema inmunológico no estaba como para sacarla a la calle. Una noche, las enfermeras nos dejaron ver una peli en una habitación, los dos solos. Nos metimos en la cama y nos trajeron palomitas.
—¿Estaba muy enferma?
—Cuando nos conocimos todo iba bien, pero al cabo de unos seis meses empeoró mucho. Una noche, por teléfono, me dijo que había hecho una lista de las cosas que quería hacer. Temía que se le estuviera agotando el tiempo.
—Ya.
—Para entonces había cumplido quince años, pero quería llegar a los dieciséis para sacarse el carnet de conducir. También quería ir al baile de graduación, pero me dijo que se conformaría con cualquier baile de instituto —dudé, pero estando allí acostado, a oscuras, me resultaba más fácil sincerarme—. Me dijo que quería acostarse con un chico, para saber qué se sentía. Para entonces habían vuelto a ingresarla, y tenía una habitación para ella sola. Creo que las enfermeras lo sabían, puede que se lo dijera ella misma, pero lo cierto es que nos dejaron tranquilos y pudimos tachar una de las cosas de esa lista. Emma murió tres semanas más tarde.
—Qué triste, T.J. —Anna sonaba como si se esforzara por no romper a llorar—. ¿Estabas enamorado de ella?
—No lo sé. La quería mucho, pero fue una época muy rara para mí. La quimio dejó de funcionar y tuve que empezar con la radio. Cuando Emma murió, tuve miedo. Lo sabría si estuviera enamorado de ella, ¿no crees, Anna?
—Ya —susurró.
Hacía tiempo que no pensaba en Emma, aunque nunca la olvidaría. Aquélla también había sido mi primera vez.
—¿Qué has decidido sobre tu novio?
No hubo respuesta. Tal vez no quería contármelo, o tal vez se había dormido. Me dejé arrullar por el rumor de las olas que rompían contra el arrecife. Cerré los ojos y no volví a abrirlos hasta que el sol me despertó al día siguiente.