Llevábamos poco más de un año en la isla cuando una tarde pasó otro avión.
Yo estaba recogiendo cocos, y el rugido de los motores me sobresaltó por estrepitoso e inesperado. Solté cuanto tenía en las manos y eché a correr hacia la playa.
T.J. salió disparado de entre los árboles. Vino corriendo hacia mí y empezamos a gesticular con los brazos mientras el avión pasaba justo por encima de nuestras cabezas.
Gritamos, nos abrazamos y brincamos de alegría, pero el aparato se escoró a la derecha y siguió volando como si nada. Nos quedamos allí como dos pasmarotes, oyendo el sonido de los motores cada vez más débil.
—¿Ha ladeado las alas? —pregunté.
—No estoy seguro. ¿Tú crees que lo ha hecho?
—No sabría decirlo. Quizá sí.
—Tenía flotadores, ¿verdad?
—Era un hidroavión —confirmé.
—¿O sea que podría haber amerizado ahí mismo? —dijo, señalando la ensenada.
—Eso creo.
—¿Nos han visto? —preguntó.
T.J. iba con unos pantalones cortos deportivos grises con una raya azul a cada lado y tenía el pecho descubierto, pero yo llevaba mi biquini negro, que contrastaba con la arena blanca.
—Claro. Quiero decir, ¿quién no vería a dos personas gesticulando como locas?
—Tal vez —musitó.
—Lo que seguro que no han visto es el fuego —señalé.
No habíamos echado abajo el chamizo ni arrojado hojas verdes a las llamas para crear una columna de humo. Ni siquiera estaba segura de que tuviéramos hojas verdes en el chamizo.
Pasamos las siguientes dos horas sentados en la playa sin decir palabra, aguzando el oído a la espera de distinguir el rumor del avión.
Finalmente, T.J. se levantó.
—Me voy a pescar —anunció, desalentado.
—De acuerdo.
Cuando me quedé a solas, me encaminé al cocotero y recogí los frutos caídos. En el camino de vuelta, me detuve junto al árbol del pan, recogí dos frutos del suelo y lo guardé todo en el chamizo. Avivé el fuego y esperé a T.J.
Cuando volvió, limpié y cociné el pescado de la cena, pero ninguno de los dos probó bocado. Yo trataba de contener las lágrimas y suspiré de alivio cuando T.J. se alejó en dirección al bosque.
Me acosté en el bote hecha un ovillo y lloré.
Todas las esperanzas a las que me había aferrado desde el primer día quedaron hechas trizas esa tarde, como un trozo de cristal que alguien hubiese golpeado con un mazo. Creía que, si nos las arreglábamos para estar en la playa cuando pasara el siguiente avión, seguro que nos rescatarían. Quizá no nos habían visto. O sí nos habían visto, pero no sabían que éramos náufragos. Lo mismo daba, porque no iban a volver.
Las lágrimas dejaron de brotar y me pregunté si por fin las habría agotado.
Salí a gatas del bote. El sol se había puesto y T.J. estaba sentado junto al fuego, con la mano derecha inerte sobre el muslo.
Me acerqué.
—Dios mío, T.J. ¿Te la has roto?
—Probablemente.
Fuera lo que fuese lo que había golpeado con el puño (el tronco de un árbol, supuse), le había dejado los nudillos ensangrentados y la mano hinchada.
Fui en busca del botiquín de primeros auxilios y volví con dos comprimidos de paracetamol y un poco de agua.
—Lo siento —se disculpó, sin mirarme a los ojos—. Lo último que necesitas ahora es otro hueso roto que cuidar.
—Escucha —dije, arrodillándome delante de él—. Jamás juzgaré nada de lo que hagas si te ayuda a sobrellevar la situación, ¿me oyes?
Por fin me sostuvo la mirada, asintió y cogió los comprimidos que le ofrecía. Le tendí la botella de agua y se los tragó. Me senté con las piernas cruzadas junto a él, contemplando las chispas que revoloteaban en el aire cada vez que dejaba caer un leño en la hoguera.
—¿Qué haces tú para sobrellevarlo, Anna?
—Lloro.
—¿Y funciona?
—A veces —observé su mano rota y reprimí el impulso de limpiarle la sangre y sostenerla entre las mías—. Me rindo, T.J. Una vez me dijiste que todo sería más fácil si no pensaba que iban a volver, y tenías razón. Éste tampoco va a volver. Tendré que ver un hidroavión amerizando en la ensenada para creer que saldremos de ésta. Hasta entonces, sólo estamos tú y yo. Eso es lo único que sé.
—Yo también me rindo —susurró.
Al verlo tan roto, física y mentalmente, descubrí que aún me quedaban lágrimas.
Al día siguiente examiné su mano, que parecía el doble de grande debido a la hinchazón.
—Hay que inmovilizarla —dije.
Cogí un palo corto de la pila de leña y rebusqué en mi maleta hasta dar con algo que sirviera de vendaje.
—No lo tensaré demasiado, pero va a dolerte un poco, T.J.
—No pasa nada.
Coloqué el palo debajo de la palma de su mano, estiré el tejido negro sobre el dorso con delicadeza, envolví la mano dos veces y sujeté el extremo suelto metiéndolo debajo del vendaje.
—¿Con qué me has vendado? —preguntó.
—Con mi tanga —le sostuve la mirada—. Tenías razón: es incomodísimo. Pero como vendaje es imbatible.
Su boca se curvó en un amago de sonrisa. Me miró, y en sus ojos reconocí la chispa que había desaparecido la noche anterior.
—Algún día nos reiremos al recordarlo —dije.
—Pues a mí ya me resulta gracioso ahora.
***
T.J. cumplió dieciocho años en septiembre de 2002. No parecía el mismo chico con el que me había estrellado en el mar quince meses atrás.
Para empezar, necesitaba un afeitado. Lo suyo era más que una sombra, pero menos que una barba cerrada. La verdad es que le sentaba bien, pero me pregunté si le gustaba tener barba o sencillamente no tenía ganas de afeitarse.
Su pelo castaño, aclarado por el sol, había crecido tanto que podía recogérselo en una cola de caballo con una de mis gomas. El mío también había crecido. Me llegaba casi al final de la espalda y me sacaba de quicio. Había intentado cortármelo con el cuchillo, pero la hoja roma y sin dientes era inútil para tales menesteres.
Aunque estaba muy delgado, T.J. había crecido por lo menos cinco centímetros; ahora mediría cerca de metro ochenta.
Parecía mayor. Seguramente a mí me pasaba lo mismo, pues en mayo había cumplido treinta y un años, pero no tenía manera de comprobarlo. El único espejo que llevaba iba en el neceser de mi bolso, que andaría flotando a la deriva en el océano.
Me abstenía de preguntarle cómo se encontraba, o si había notado algún síntoma de cáncer, pero lo observaba de cerca. Parecía estar bien, creciendo y desarrollándose adecuadamente pese a nuestras precarias condiciones de vida.
***
El hombre de mi sueño gimió cuando lo besé en el cuello. Deslicé una pierna entre las suyas y lo cubrí de besos desde la mandíbula hasta el pecho. Me rodeó con los brazos y rodamos juntos hasta quedarme boca arriba, y entonces acercó sus labios a los míos. Algo en su beso me sobresaltó, y me desperté de golpe.
Tenía a T.J. encima de mí. Estábamos en la manta, a la sombra del cocotero, donde nos habíamos acostado para dormir la siesta. Me di cuenta de lo que había hecho y me aparté de él con el rostro encendido.
—Estaba soñando —farfullé.
Él se dejó caer de espaldas con la respiración entrecortada.
Me levanté de un brinco, fui hasta la orilla y me senté en la arena con las piernas cruzadas. «Genial, Anna. Vas y te abalanzas sobre él mientras duerme».
T.J. apareció unos minutos después.
—Lo siento mucho —dije.
Se sentó junto a mí.
—No lo sientas.
—Te habrás preguntado qué demonios estaba pasando.
—Bueno, al principio sí, pero luego me he dejado llevar.
Me volví para mirarlo, sin salir de mi asombro.
—¿Te has vuelto loco?
—¿Por qué? Tú misma dijiste que soy muy adaptable.
«Desde luego, y también un oportunista, por lo visto».
—Además —prosiguió él—, te gusta dormir abrazada a mí. ¿Cómo voy a saber qué significa? Es un poco confuso.
Justo cuando creía que no podía haber mayor humillación, su comentario vino a demostrarme que estaba equivocada. A menudo me despertaba a media noche pegada a T.J., ciñendo su cuerpo con el mío, pero creía que él no se enteraba.
—Lo siento. Todo esto es culpa mía. Lamento que te hayas hecho una idea equivocada.
—Tranquila. No pasa nada.
Mantuve una distancia prudencial durante el resto del día, pero esa noche, en la cama, dije:
—Es cierto. Lo que has dicho de que me gusta abrazarme a ti mientras duermo. Lo que pasa es que tenía la costumbre de dormir acompañada. Llevaba haciéndolo mucho tiempo.
—¿Estabas soñando con tu novio?
—No. Era uno de esos sueños raros en los que nada tiene sentido. No sé quién era. Pero lo siento de veras.
—No tienes que seguir excusándote, Anna. He dicho que me resultaba confuso. No que no me gustara.
Al día siguiente, cuando volví de bañarme en la ensenada, lo encontré sentado junto al chamizo, quitándose los hierros de los dientes con el cuchillo.
—¿Necesitas ayuda?
Escupió un trozo de metal que aterrizó en el suelo, junto a otros.
—No.
—¿Cuándo se supone que tendrían que habértelos quitado?
—Hace seis meses. Ni me había acordado hasta ayer.
Sólo entonces comprendí qué me había arrancado de mi sueño. No había besado a un chico con ortodoncia desde que iba al instituto.