Capítulo 13
Anna

El sol me despertó iluminando el interior del bote salvavidas. T.J. ya había salido a recoger leña o a pescar. Bostecé, me desperecé y salí del lecho a gatas. Mi maleta estaba en el chamizo; hurgué en su interior, cogí un biquini y regresé para cambiarme. Luego abatí los faldones del bote para que se airearan.

T.J. se acercó con el pescado que había cogido para el desayuno.

—Hola —saludó sonriente.

—Buenos días.

Fui a comprobar si habían caído más frutas del pan y cocos, recogí todo lo que había en el suelo y lo llevé al chamizo. T.J. abrió los cocos mientras yo limpiaba y cocinaba el pescado.

Después de desayunar, nos cepillamos los dientes, nos enjuagamos con agua de lluvia y taché un día más en mi agenda. Septiembre, ya. Costaba de creer.

—¿Nos damos un chapuzón? —propuso T.J.

—Adelante.

La semana anterior él había avistado dos aletas justo al otro lado del arrecife. Presas del pánico, habíamos salido del agua y los habíamos visto adentrarse en la ensenada. Eran delfines. Volvimos a meternos despacio y no huyeron, sino que esperaron pacientemente a que nos acercáramos.

—Casi parece que hayan venido a presentarse —dije, sin salir de mi asombro.

T.J. acarició a uno de los delfines y se echó a reír cuando éste soltó un chorro de agua por el espiráculo. Jamás había visto criaturas más sociables. Nadaron junto a nosotros un rato y de pronto se marcharon todos a la vez, acaso obedeciendo a algún tipo de llamada.

—A lo mejor vuelven los delfines —aventuré mientras íbamos hacia la orilla.

Él se quitó la camiseta y entró en el agua.

—Eso sería fantástico. Quiero montar en delfín.

Nos entretuvimos usando uno de los recipientes de plástico plegables como improvisadas gafas de buceo. Había bancos de peces de colores llamativos: morados, azules, naranja, amarillos, a rayas blanquinegras. Vimos una tortuga de mar y también una anguila que erguía la cabeza desde el fondo marino. Me alejé de ella tan deprisa como pude.

—Ni rastro de los delfines —dije cuando llevábamos por lo menos una hora nadando—. Se habrán marchado ya.

—Podemos volver a probar después de la siesta —de pronto, T.J. señaló la orilla—. Anna, mira eso de ahí.

Una pata de cangrejo asomaba en la arena, abriendo y cerrando la pinza. Salimos del agua a toda prisa.

—Iré por mi sudadera —dijo él.

—Corre, está intentando esconderse bajo la arena.

T.J. volvió en tiempo récord, envolvió el cangrejo con la sudadera y lo sacó de la arena. Regresamos al chamizo y T.J. lo arrojó al fuego.

—Pobre… —musité, apenándome.

Pero no tardé en superarlo.

Rompimos el caparazón y las patas con los alicates de la caja de herramientas y nos dimos un auténtico festín. La carne del cangrejo, incluso sin la consabida mantequilla fundida, era lo más delicioso que había probado en la isla. Ahora que sabíamos dónde se escondían, nos encargaríamos de revisar la orilla a diario. Estaba tan harta de comer pescado, coco y fruta del pan que a veces tenía que hacer de tripas corazón para tragar. La carne de cangrejo aportaría un poco de variedad a nuestra raquítica dieta.

Cuando el cangrejo ya no era más que una pila de cáscaras astilladas, saqué la manta del bote salvavidas y la extendí bajo el cocotero. Nos tumbamos uno al lado del otro. La sombra del árbol nos ayudaba a soportar el calor en las horas centrales del día y se había convertido en nuestro rincón para dormir la siesta.

Una gran araña peluda y repugnante se arrastraba perezosamente por el hombro de T.J. se la quité con el dedo.

—Ésta me ha dado repelús hasta a mí —dije.

T.J. se estremeció. Detestaba las arañas, y siempre sacudía la manta para asegurarse de que no se hubiera colado ninguna antes de devolverla al bote. A mí me daban más miedo las serpientes. Ya había pisado una, y si no me había quedado un trauma de por vida era sólo porque llevaba puestas las zapatillas deportivas. Me ponía enferma sólo de pensar que podía pisar una serpiente yendo descalza, por no hablar de la posibilidad de que fuera venenosa.

Creía que T.J. ya estaba dormido, pero entonces dijo:

—¿Qué crees que nos pasará, Anna? —su voz sonaba soñolienta.

—No lo sé. Supongo que seguiremos como hasta ahora, tratando de resistir hasta que alguien nos encuentre.

—No nos va tan mal —comentó él, poniéndose boca abajo—. Apuesto que más de uno se sorprendería de saber que seguimos con vida.

—Yo misma me sorprendo —el estómago lleno empezaba a darme sueño—. Tampoco hemos tenido alternativa, T.J. o averiguábamos cómo sobrevivir o nos moríamos.

Él levantó la cabeza de la manta y me miró con gesto pensativo.

—¿Crees que nos han hecho un funeral?

—Probablemente.

La sola idea de que nuestras familias organizaran una ceremonia fúnebre por nosotros me resultaba tan dolorosa que cerré los ojos y me obligué a dormir para liberarme de las imágenes de una iglesia atestada de gente, un altar desierto y los rostros llorosos de mis padres.

Después de la siesta recogimos leña, una tarea tediosa como pocas. Nunca dejábamos morir el fuego, en parte para que T.J. no tuviera que encender otro, y en parte también porque seguíamos albergando la esperanza de que algún avión sobrevolara la isla.

Cuando eso ocurriera estaríamos listos, y nuestra pila de hojas verdes enviaría señales de humo al cielo en cuanto las arrojáramos a las llamas.

Añadimos la leña a la pila del chamizo. Luego llené con agua salada la funda del bote, vertí en su interior un tapón de detergente, metí dentro toda la ropa sucia y la lavé.

—Vaya, día de colada —observó T.J.

—Eso es.

Atamos una cuerda entre dos árboles y tendimos la ropa, que no era mucha. T.J. se ponía pantalones cortos y nada más. Yo me pasaba el día en biquini, y por la noche dormía con su camiseta y unos pantalones cortos.

Esa noche, después de cenar, T.J. me preguntó si me apetecía jugar a las cartas.

—¿Al póquer?

Se echó a reír.

—¿Qué pasa, no tuviste bastante con la paliza que te di la última vez?

T.J. me había enseñado a jugar, pero no se me daba demasiado bien. O al menos eso creía él. Empezaba a cogerle el tranquillo y estaba a punto de ganarle.

Seis manos después, de las que gané cuatro, dijo:

—Creo que hoy no es mi día de suerte. ¿Jugamos a las damas?

—De acuerdo.

T.J. dibujó un damero en la arena. Usamos guijarros a modo de piezas y jugamos tres partidas.

—¿Una más? —preguntó T.J.

—No, voy a bañarme.

Para entonces ya me inquietaban nuestras reservas de jabón y champú. Había llevado cantidades generosas de ambos, pero acordamos que sólo los usaríamos cada dos días, por si acaso. Nos manteníamos razonablemente limpios, pues nos bañábamos en el mar a menudo, pero no siempre olíamos demasiado bien.

—Te toca —dije al volver del agua.

—Añoro ducharme —señaló él.

Después de bañarnos, nos fuimos a la cama. T.J. bajó la mosquitera enrollable del bote y se acostó a mi lado.

—Daría lo que fuera por una coca-cola —dijo.

—Yo también. Una grande, con muchos cubitos de hielo.

—Y también pan. No fruta del pan. Pan de verdad. Un gran sándwich, por ejemplo, con patatas fritas y pepinillos en vinagre.

—Una pizza al estilo de Chicago —dije yo.

—Una hamburguesa con queso, de esas que se salen del pan.

—Un bistec —repuse—. Y una patata asada con queso fundido y crema agria.

—Y de postre, tarta de chocolate.

—Yo sé hacer tarta de chocolate. Mi madre me enseñó.

—¿De las que llevan virutas de chocolate por encima?

—Sí. Cuando volvamos a la civilización te haré una —suspiré—. Nos estamos torturando.

—Lo sé. Ahora tengo hambre. Bueno, a decir verdad ya la tenía.

Me di la vuelta y busqué una postura cómoda.

—Buenas noches, T.J.

—Buenas noches.

***

T.J. dejó los peces que había pescado en el suelo junto a mí y se sentó.

—Las clases empezaron hace un par de semanas —comenté.

Taché otro día del calendario, guardé la agenda y empecé a recoger los restos del desayuno.

Mi cara debía de ser un libro abierto.

—Pareces triste —dijo él.

Asentí en silencio.

—Se me hace duro pensar que ahora mismo hay otro profesor dándoles clase a mis alumnos.

Enseñaba lengua inglesa a estudiantes de secundaria, y me encantaba ir a comprar material escolar y libros para mis estanterías. Siempre dejaba sobre el escritorio una gran taza repleta de bolígrafos, y al terminar el curso no quedaba ni uno.

—¿Así que te gusta tu trabajo?

—Me encanta. Mi madre también era profesora, se jubiló el año pasado, y siempre supe que seguiría sus pasos. De pequeña jugaba a ser maestra, y ella me daba pegatinas doradas con forma de estrella para que pusiera notas a mis peluches.

—Seguro que se te da muy bien.

—Lo intento —repuse con una sonrisa. Coloqué el pescado limpio sobre la piedra de cocinar y la acerqué a las llamas—. ¿Has pensado que este año estarías empezando tercero?

—No. Tengo la sensación de no haber pisado un aula desde hace siglos.

—¿Te gusta estudiar? Tu madre me dijo que siempre has sacado buenas notas.

—No me disgusta. Me apetecía ponerme al día con el resto de la clase. También esperaba volver al equipo de fútbol americano. Tuve que dejarlo cuando enfermé.

—Te gusta el deporte, ¿eh?

—Sobre todo el fútbol americano y el baloncesto —contestó, asintiendo—. ¿Y a ti?

—Sí, claro.

—¿Practicas alguno?

—Bueno, salgo a correr. El año pasado participé en dos medias maratones, y en el instituto hacía atletismo y jugaba al baloncesto. A veces practico yoga —comprobé el punto de cocción del pescado y aparté la piedra del fuego para que se enfriara—. Echo de menos hacer ejercicio.

Ahora no podía ni pensar en salir a correr por gusto. Aunque tuviéramos suficientes calorías que quemar, dar vueltas alrededor de la isla me hubiese hecho sentir como un hámster en su rueda. Una huida hacia delante sin llegar nunca a ninguna parte.

***

T.J. se acercó con la mochila repleta de leña.

—Feliz cumpleaños —le dije.

—¿Ya es 20 de septiembre? —preguntó, y asentí en silencio.

Arrojó un leño al fuego y se sentó junto a mí.

—Lo siento. No te he comprado ningún regalo —me excusé—. Las tiendas de esta isla son un asco.

T.J. soltó una carcajada.

—No pasa nada. No necesito regalos.

—Cuando salgamos de aquí, tal vez puedas organizar una gran fiesta.

Se encogió de hombros.

—Sí, tal vez.

Aparentaba más de diecisiete años. Parecía casi reservado. Quizá el hecho de haberse enfrentado a una enfermedad grave le había aportado una madurez de la que sueles carecer cuando no tienes más preocupación que sacarte el carnet de conducir, evitar que se te noten los pezones bajo la ropa o infringir el toque de queda impuesto por tus padres.

—No puedo creer que estemos casi en octubre —dije—. Los árboles estarán empezando a perder las hojas en Chicago.

Me encantaba el otoño: los partidos de fútbol americano, llevarme a mis sobrinos a recoger calabazas, notar de pronto una ráfaga de aire frío.

Me quedé contemplando las palmeras, cuyas hojas verdes se mecían con la brisa. Un hilo de sudor se deslizaba lentamente por mi sien, y el constante olor a coco en mis manos me recordaba la loción bronceadora.

En la isla siempre sería verano.