T.J. me llamó a voz en grito. Yo estaba sentada junto al chamizo, mirando el horizonte. Vino corriendo hacia mí, arrastrando una maleta tras de sí.
—Anna, ¿es la tuya?
Me levanté y fui a su encuentro.
—¡Sí! —exclamé, y rogué: «¡Por favor, que sea la buena!».
Me dejé caer en la arena, tiré de la cremallera con impaciencia, abrí la maleta y sonreí.
Aparté la ropa mojada y busqué mis joyas. Encontré la bolsa con cierre hermético donde las había guardado, la abrí y volqué su contenido. Revolví las alhajas hasta que mis dedos se cerraron en torno a un pendiente de fiesta que sostuve en el aire con gesto triunfal.
T.J. sonrió, estudiando el alambre curvo del que colgaba el pendiente.
—Con eso haremos un anzuelo infalible, Anna.
Lo saqué todo de la maleta: un cepillo de dientes, dos tubos de dentífrico normal y uno de blanqueador dental, cuatro pastillas de jabón, dos envases de gel de baño y otros tantos de champú, suavizante de pelo, colonia, crema de afeitar, una maquinilla y dos paquetes de cuchillas. Tres desodorantes, dos en barra y uno en gel, aceite de bebé y bolas de algodón para desmaquillarse, bálsamo labial con sabor a cereza y (¡gracias, Dios mío!) dos cajas de tampones. Laca de uñas y quitaesmalte, pinzas de depilar, bastoncillos de algodón, pañuelos de papel, una botella de detergente para lavar a mano mis trajes de baño y dos envases de protector solar del factor 30, aunque T.J. y yo ya estábamos tan morenos que no nos servirían de mucho.
—Uau —dijo T.J. cuando terminé de ordenar mis artículos de tocador.
—En la isla donde deberíamos estar no hay ni una droguería —expliqué—. Lo comprobé antes de salir.
También había un peine y un cepillo, horquillas y gomas de pelo, una baraja de cartas, mi agenda y un bolígrafo, dos gafas de sol (las Ray-Ban tipo aviador y otras con una gruesa montura de pasta negra) y un sombrero de paja de ala ancha que me ponía para ir a la piscina.
Cogí cada una de mis prendas de ropa, las escurrí y las extendí en la arena para que se secaran. Cuatro trajes de baño, varios pantalones de chándal, pantalones cortos, camisetas de tirantes, camisetas de manga corta y un vestido de tirantes. Un par de zapatillas deportivas y varios pares de calcetines. Una camiseta azul de un concierto de los REO SPEEDWAGON, otra gris de Nike con un brochazo rojo y el lema Just Do It en la pechera. Me venían grandes, pues las usaba para dormir.
Volví a meter mi ropa interior en la maleta y la cerré. Ya me encargaría de eso más tarde.
—Suerte hemos tenido de que el mar nos haya devuelto esta maleta y no la otra —dije.
—¿Qué había en la otra?
—Tus libros de texto y ejercicios.
Había planeado las lecciones al detalle, organizando las materias en que tendría que ponerse al día. Las novelas que había previsto leer a lo largo del verano también estaban en esa maleta, y pensé con nostalgia en lo mucho que me habrían ayudado a pasar el tiempo. Miré a T.J. con gesto esperanzado.
—A lo mejor también aparece tu maleta.
—Qué va. Mis padres se la llevaron consigo. Por eso tenía algo de ropa y mi cepillo de dientes en la mochila. Mi madre no quería que saliera con lo puesto por si nuestro vuelo se retrasaba y nos veíamos obligados a pernoctar a medio camino.
—¿De veras?
—Ajá.
—Vaya.
Cogí todo lo que necesitaba.
—Voy a darme un baño —anuncié—. Pero tú no puedes acercarte al agua, ¿queda claro?
Asintió.
—No lo haré, lo prometo. Mientras te bañas intentaré apañar una caña de pescar. Cuando vuelvas, me bañaré yo también.
—De acuerdo.
Cuando llegué a la orilla me quité la ropa, me metí en el agua y me zambullí. Me lavé el pelo, que estaba asqueroso, lo enjuagué y volví a lavarlo. El champú olía increíblemente bien, o quizá me lo pareciera en comparación con mi propio olor corporal. Después de ponerme el suavizante me enjaboné de la cabeza a los pies y me senté en la orilla a afeitarme piernas y axilas. Me metí en el agua para enjuagarme y me quedé flotando de espaldas un buen rato, sintiéndome limpia y satisfecha.
Luego me puse el biquini amarillo, me eché desodorante y me desenredé el pelo, me lo enrosqué en lo alto de la cabeza sujeto con una horquilla. Me decanté por las gafas de sol negras y dejé las Ray-Ban para T.J.
Cuando me acerqué a él, no pudo evitar mirarme dos veces, como si le costara reconocerme. Me senté a su lado, y entonces se inclinó hacia mí, olisqueó y dijo:
—Los mosquitos van a comerte viva.
—Me siento tan bien que ni siquiera me importa.
—¿Qué te parece? —preguntó, sosteniendo la caña de pescar.
Había perforado la punta de una rama larga y le había anudado una cuerda de la guitarra. El otro extremo lo había pasado por el arete de mi pendiente.
—Promete. Cuando vuelvas de bañarte, podemos probarla. He dejado todo en la orilla. Coge lo que quieras.
Cuando T.J. regresó, tenía un aspecto de lo más aseado y olía tan bien como yo. Le ofrecí las Ray-Ban.
—Vaya, gracias —dijo, poniéndoselas—. Molan.
Cogió la caña de pescar.
—¿Qué usaremos como cebo? —pregunté.
—Gusanos, ¿no?
Escarbamos el suelo al pie de los árboles hasta encontrar unos pocos. Eran blancos y se retorcían. Parecían más larvas de insectos que gusanos. Me estremecí de asco. T.J. cogió un puñado y nos fuimos al agua.
—El hilo no es muy largo —dijo—. No he querido usar toda la cuerda de la guitarra, por si se rompe o le pasa algo a la caña.
Ya con el agua por la cintura, T.J. echó el anzuelo y nos quedamos inmóviles.
—¡Bingo! —exclamó poco después.
Tiró de la caña y recogió el hilo. Grité de júbilo al ver el pez que colgaba del anzuelo.
—¡Ha funcionado! —exclamó T.J.
En menos de media hora pescó siete peces más. Cuando volvimos al chamizo, él fue a recoger leña y yo empecé a limpiar el pescado con el cuchillo.
—¿Dónde has aprendido a hacer eso? —me preguntó al volver.
Vació la mochila, repleta de broza, sobre la pila de leña del chamizo.
—Con mi padre. Nos llevaba a pescar a mi hermana Sarah y a mí cuando éramos pequeñas, a la casa del lago. Siempre se ponía un estrafalario gorro de lona, con anzuelos colgados por todas partes. Lo ayudábamos a limpiar todo lo que pescaba.
T.J. observó cómo escamaba el último pez y lo descabezaba. Deslicé la hoja del cuchillo en sentido longitudinal para separar los filetes de la piel, me enjuagué las manos con agua y luego asé el pescado en la piedra llana donde tostábamos la fruta del pan. Nos los comimos todos, uno tras otro. Jamás había probado un pescado tan delicioso.
—¿Qué peces crees que son? —pregunté.
—No lo sé. Pero están muy ricos.
Después de cenar nos sentamos en la manta, con el estómago lleno por primera vez en semanas. Hurgué en la maleta, saqué mi agenda y me puse a alisar las páginas alabeadas.
—¿Cuántos días llevamos aquí? —pregunté.
T.J. se acercó al árbol y contó las muescas que hacía con el cuchillo.
—Veintitrés.
Señalé la fecha con un círculo en el calendario. Ya estábamos casi en julio.
—A partir de ahora llevaré la cuenta de los días —entonces se me ocurrió una cosa—: ¿Cuándo tienes que volver al médico?
—A finales de agosto, para hacerme un escáner.
—Bien. Para entonces ya nos habrán rescatado —aunque no las tenía todas conmigo, y a juzgar por la cara de T.J., él tampoco.
Estaba orinando detrás de un árbol cuando lo oí. Algo parecido a un aleteo que me sobresaltó y a punto estuvo de hacerme caer. Me levanté, me tiré bruscamente de las bragas y los pantalones cortos y agucé el oído, pero no se repitió.
—Creo que he oído a un animal —le dije a T.J. al volver.
—¿Qué clase de animal?
—No lo sé. Hacía un ruido como de batir de alas. ¿Tú has oído algo?
—Sí, yo también lo he oído.
Volvimos al lugar donde había oído el ruido, pero no vimos nada. En el camino de vuelta, recogimos toda la leña que encontramos y la apilamos en el chamizo.
—¿Nos damos un chapuzón? —sugirió T.J.
—Claro.
Ahora que tenía biquinis, bañarme ya no me incomodaba.
El agua cristalina de la ensenada era perfecta para bucear. Estuvimos bañándonos durante cerca de media hora, y, justo antes de que volviéramos a la orilla, T.J. pisó algo. Se zambulló para ver qué era. Cuando volvió a la superficie, tenía una zapatilla deportiva en la mano.
—¿Es tuya? —pregunté.
—Sí. Sabía que acabaría apareciendo antes o después.
Nos sentamos en la arena y dejamos que la brisa marina nos secara.
—¿Por qué eligieron tus padres estas islas? —pregunté—. Están lejos de todo.
—Por el submarinismo. Se supone que es uno de los mejores lugares del mundo para practicarlo. Mi padre y yo somos submarinistas titulados —añadió, hundiendo los dedos de los pies en la arena blanca—. Cuando yo estaba muy enfermo, se empeñó en contarle a todo el mundo que en cuanto me recuperara nos pegaríamos las vacaciones de nuestra vida, sin molestarse en preguntarme si era lo que yo quería.
—¿No querías venir?
T.J. negó con la cabeza.
—¿Por qué no? —insistí.
—Nadie quiere pasar todo el verano con su familia. Lo que me apetecía era quedarme en casa y salir con mis amigos. Luego me dijeron que tú también vendrías y que tendría que recuperar todas las asignaturas o me vería obligado a repetir curso. Eso ya fue la gota que colmó el vaso —me miró como disculpándose—. No te lo tomes a mal.
—Descuida.
—Pero no me hicieron caso. Estaban convencidos de que este viaje sería lo mejor que nos había pasado nunca. Pero hasta mis hermanas estaban de uñas; ellas querían ir a Disney World.
—Lo siento, T.J.
—No pasa nada.
—¿Qué edad tienen tus hermanas?
—Alexis nueve y Grace once. A veces me sacan de quicio, no callan ni debajo del agua, pero son buenas niñas. ¿Tú tienes hermanos?
—Una hermana, Sarah. Tres años mayor que yo y casada; su marido se llama David. Tienen dos hijos: Joe, de cinco, y Chloe, de dos. Los echo mucho de menos. No puedo ni imaginar lo que estarán pasando, sobre todo mis padres.
—Yo también —admitió T.J.
Escruté el cielo, de un azul resplandeciente, y dejé vagar la vista por las aguas turquesa de la bahía, mientras oía el relajante rumor de las olas rompiendo en el arrecife.
—Hay que reconocer que esto es precioso —dije.
—Sí —asintió T.J.—, lo es.