Capítulo 10
T.J.

A lo largo de los siguientes dieciocho días no comimos más que coco y fruta del pan y nos quedamos en los huesos. El estómago de Anna resonaba mientras dormía, y a mí me dolía a todas horas. Dudaba que algún equipo de rescate siguiera buscándonos, y una profunda angustia, una sensación de vacío ajena al hambre, se unía a ese dolor cada vez que pensaba en mi familia y mis amigos.

Pensé que impresionaría a Anna si lograba pescar algo con el arpón, pero lo único que conseguí fue clavármelo en el pie, lo que me hizo ver las estrellas, por más que disimulé delante ella.

—Voy a ponerte pomada antibiótica —dijo.

Me la extendió sobre el corte y lo cubrió con una tirita. Dijo que el clima húmedo de la isla era perfecto para que se reprodujeran los gérmenes, y que sólo de pensar que uno de nosotros pudiera pillar una infección se le ponían los pelos de punta.

—No podrás bañarte hasta que se cure, T.J. hay que mantener la herida seca.

«Genial. Nada de pescar y nada de nadar».

Los días pasaban despacio. Anna apenas despegaba los labios. Dormía más, y a veces la sorprendía secándose los ojos cuando volvía de recoger leña o de explorar la isla. Un día la encontré sentada en la playa, mirando al cielo.

—Es más fácil si dejas de esperar que vuelvan —le dije.

Me miró.

—¿Y qué se supone que debería hacer, rogar que un avión pase por aquí casualmente algún día?

—No lo sé.

Me senté a su lado.

—Podríamos irnos en el bote —aventuré—. Cargar comida, usar los contenedores de plástico para recoger el agua de la lluvia y remar mar adentro.

—¿Y si se nos acaba la comida o le pasa algo al bote? Sería un suicidio, T.J. salta a la vista que no estamos en la ruta aérea de ninguna de las islas habitadas, así que ni siquiera podríamos confiar en ser vistos desde el aire. Estas islas están desperdigadas en una extensión de agua de miles de kilómetros. No podemos echarnos al mar. No después de haber visto lo que le pasó a Mick. Me siento más segura aquí, en tierra firme. Y sé que no van a volver, pero si lo digo en voz alta parece que me rinda.

—Yo también pensaba lo mismo al principio, pero ya no.

Anna escrutó mi rostro.

—Eres muy adaptable.

Asentí.

—Ahora vivimos aquí.