Podía haber transcurrido media hora o cuatro horas, Eva no lo sabía. Se dio cuenta de que se había dormido y de que, por primera vez durante el viaje, cuando el sonido de la lluvia y del sibilante viento la despertaron y vislumbró la menguante luz del atardecer, no solo no estuvo segura de dónde estaba, sino que, por un segundo, creyó que estaba en la ruta con Abraham, que no habían pasado todos aquellos años y que todavía no conocía ninguna ciudad llamada Santa Fe.
—¿Está lloviendo? —se preguntó en voz alta.
El interior de la diligencia estaba tan oscuro que apenas podía distinguir las caras de los demás. No sabía quién estaba despierto y tampoco quién estaba dentro y quién arriba.
—¿Dónde estamos?
—El conductor dice que es un atajo. En esta época del año, el arroyo seguro que está seco, de modo que vale la pena desviarse de la ruta —explicó uno de los dos hermanos de cara larga, como si en eso consistiera su trabajo—. El conductor dice que lo cruzaremos en un abrir y cerrar de ojos.
—El conductor es un completo idiota —soltó el otro hermano—. Es evidente que lo que se oye no es el ruido de la lluvia, ¿no están todos de acuerdo?
—¡Madre de Dios! —susurró alguien—. Esto está tan oscuro como Egipto.
El coche se detuvo súbitamente.
Pauline tarareó una canción de góspel, algo que hacía siempre que estaba nerviosa. Henriette tiró de los cabellos sueltos de Eva. Cuando el sonido de agua corriente fue incuestionable, todos, como si se tratara de una competición, quisieron mirar por las ventanillas y enseguida quedó claro que el conductor estaba equivocado y que el arroyo estaba todo menos seco.
—Acamparemos aquí —dijo Will.
Y aunque, por supuesto, alguien no estuvo de acuerdo y esgrimió el sólido argumento de que los indios podían estar cerca, antes de una hora el conductor había quitado los arreos y alimentado a los caballos mientras los jóvenes, quemados por el sol, encendían una hoguera y Pauline extendía mantas sobre el frío y duro suelo. Eva se ofreció a preparar café, pero Will dijo:
—¿Bromea? Lo único que puede hacer usted es hablar. No me fio de su café, no, señora.
Y se negó a permitirle hacer nada salvo cuidar de Henriette. Pauline encontró un lugar en el río que quedaba oculto por unos arbustos de salvia, y ella y Eva, después de beber a escondidas unos sorbos de whisky medicinal que encontraron en un compartimento de la diligencia, se dirigieron allí a hurtadillas con Henriette mientras reían tontamente como si fueran dos niñas que no tuvieran nada de qué preocuparse.
Eva no se había lavado desde mucho antes de salir de Santa Fe y aceptó bañarse primera. Se quitó con cuidado la falda forrada de joyas y luego se despojó de la blusa de su hermana como si se tratara de la muda de piel de las serpientes que Abraham le mostró durante el viaje que realizaron años atrás. Casi le impactó descubrir que era de carne y hueso y que su pálida piel resplandecía.
Tensa y asustada, se adentró en la helada agua, pero mientras se introducía en la vítrea profundidad, mientras los dedos de sus pies se aferraban con ansia a nada salvo el lodo del fondo, oyó que Pauline le cantaba una canción a Henriette en la orilla y, de repente, sintió como si se estuviera ahogando y volando al mismo tiempo. Sumergió la blusa de su hermana en el río, pero no la frotó para lavarla porque temía que se desintegrara allí mismo. Pero también era consciente de que la blusa pronto se desharía. Por mucho que la cuidara, no había forma de evitarlo. Estaba pensando que no debería haberla mojado y que no debía retorcerla para escurrirla cuando sintió que, gradualmente, su mano se aflojaba y la tela se movía como la seda más delicada de Oriente, como los mechones de pelo de Henriette. Aunque cada día sentía más afecto por la blusa y su tacto era tan suave que casi resultaba doloroso, la dejó ir, y la blusa se alejó lenta y silenciosamente, como peces que se deslizaran entre las algas.
—¡Si no me meto pronto en el agua perderé los nervios! —oyó que gritaba Pauline.
Y le cantó una canción a Henriette que hablaba de un viejo gordo y un perro.
—Se ha ido —comentó Eva, pero sabía que Pauline no podía oírla.
—¡Vamos vuelve! —gritó de nuevo Pauline—. Agarrarás una pulmonía y ¿quién crees que tendrá que cuidar de ti?
—¡Shein! —gritó Eva, aunque no estaba segura de por qué lo dijo.
—¿Qué?
—Ese es mi nombre.
—No te oigo bien, pero sé que estás diciendo tonterías otra vez. ¡Sal ahora mismo!
Henriette chilló y puede que estuviera llorando, pero Eva no estaba preocupada. ¿Quién iba a exigirle pagar las deudas de Abraham en aquel lugar?, ¿en aquel árido paraje donde un río ni siquiera era un río la mayor parte del año y donde había pedazos de ruedas y ejes de carromatos esparcidos por todas partes?, ¿donde había calaveras a lo largo del camino como si fueran huellas de búfalos destinadas a formar parte del paisaje como los arbustos de salvia y las zarzas? ¿Cuántas personas, se preguntó, habían finalizado su viaje en aquel lugar y no más al oeste o al este como habían planeado? ¿Cuántas se bañaron en aquel mismo rincón para morir unos metros más a la izquierda o la derecha con el cabello todavía mojado?
Mientras se daba cuenta de que había dejado ir la blusa de su hermana, no solo su preciada posesión, sino su única blusa, como si el río se la hubiera pedido a cambio de la oportunidad de viajar sana y salva, el agua la desestabilizó. Eva soltó un grito ahogado y se agarró a unas rocas mientras respiraba deprisa y entrecortadamente. Se inclinó por la cintura, se agarró a la resbaladiza roca y escuchó su respiración con la misma atención con la que escucharía los aullidos de un coyote en la distancia o cualquiera de los sonidos nuevos de su hija.
—¿Sales ya o no? —gritó Pauline, quizá preocupada, quizás entretenida.
Eva esperó un segundo más antes de enderezarse y recuperar el equilibrio y salió del agua.
Después de arroparse en una manta que olía a humedad, todavía respiraba con dificultad. Tomó a su hija de los brazos de Pauline.
—Me llamo Eva Shein —dijo sin más—. Estaba… Estoy casada con un hombre que se llama Abraham Shein. Y no es un artista, sino un hombre con muchas deudas. Es un estafador.
Pauline la miró como si dijera tonterías o incluso como si hubiera perdido temporalmente la cordura, aunque tampoco pareció importarle mucho. Eva tuvo una visión desagradable y fugaz de Abraham desabrochando los diminutos botones de su blusa a la luz de las velas mientras sus ásperas manos, de repente, se volvían tiernas.
—Al principio lo utilicé —continuó Eva con franqueza—. Lo utilicé para escapar y me pregunto si él sabía… Sí, creo que lo sabía.
—Bueno —dijo Pauline mientras se quitaba la ropa y, tras quedarse en bombachos, se desabrochaba una delgada cadena de oro con un colgante que llevaba en el cuello—. ¿Crees que yo no tengo secretos? Pero ahora no tenemos tiempo para hablar de estas cosas. —Chasqueó la lengua como quitándole importancia al tema de los secretos—. Guárdame esto —pidió mientras colocaba la cadena alrededor del cuello de Eva y se aseguraba de que quedaba bien abrochada—. ¡Señora Eva Shein, señora Eva Frank, señora de Billy el Niño…, me voy al agua!
Mientras oscurecía, la fina blusa de Eva, la querida blusa de su hermana, no estaba cuidadosamente extendida sobre las rocas secándose junto al fuego que Will había encendido para ella y Pauline, sino que estaba en algún lugar al final del rugiente arroyo. ¡Qué loca era!
Cuando le dio las gracias a Will por encender el fuego, él la miró (ella con su cabello húmedo y la poco favorecedora blusa estampada que le había dejado Pauline) y esperó un segundo antes de decir:
—No queremos que las miradas de desaprobación de las señoras nos estropeen una buena hoguera con litros de alcohol.
Quizá porque la blusa de Pauline le iba muy grande o quizá, simplemente, debido a la inusual humedad del aire, Eva se acordó de aquella otra vez que vistió la ropa de otra mujer que no era su hermana. ¿Dónde estaría ahora aquel vestido que Heinrich insistió que se pusiera?, ¿el que alegaba que pertenecía a su hermana? ¿Cuántas mujeres se lo habían puesto desde entonces? Estos pensamientos desaparecieron tan deprisa como llegaron. Eva sintió su piel tersa y limpia, como si los años se hubieran esfumado.
Después de que Will, con las piernas encorvadas como cualquier vaquero de las páginas de la revista Harpers Illustrated, se alejara hacia la hoguera de los hombres, que era más grande que la de ellas, Pauline cortó por la mitad un pedazo de jamón y unas galletas a punto de agusanarse y los colocó encima de una piedra que parecía hecha para comer en ella. Henriette estaba despierta pero tranquila, acomodada en el rebozo de arpillera y, durante un instante, durante un brevísimo instante, Eva se dio cuenta, extrañada, de que nunca se había sentido tan bien. No solo ella, sino también el cielo nocturno e incluso el mundo (como ocurría con los colchones de las casas de verano cuando llegaba la primavera, las casas de verano de su juventud) habían sido volteados y sacudidos y, ahora, no es que hubieran quedado como nuevos, pero sí reavivados.
Alguien tocaba y a ratos rascaba un violín junto a la flameante hoguera de los hombres y todos cantaban canciones que, aunque no le gustaran, Eva había llegado a tolerar: The Red, White, and Blue, y la extrañamente explícita Colgad a Jeff Davis de un manzano ácido. Al principio, le costó no cantarlas ella también, al menos mentalmente, pero luego las voces derivaron en una conversación. Las borrachas voces subieron y bajaron a lo lejos hasta que se convirtieron en una manta de sonido, una especie de fondo cordial y alegre que amortiguaba el hecho de que tardarían un día largo en regresar a la ruta.
Pero eso sería mañana.
El jamón no estaba demasiado salado ni las galletas excesivamente podridas y las mujeres hablaron de melocotones, patatas, pasas de Corinto, nabos, gallinas y ciervos de cola negra. En cuestión de minutos, su charla se convirtió en un juego que consistía en nombrar un ingrediente potencial que encontrarían en la ruta y en comparar cómo lo prepararía cada una. Eva estaba segura de que Pauline había ganado en casi todos los casos, aunque ella la había superado en el de las gallinas, porque no solo le dio la receta del ganso con moras, sino que le contó la vez que asó el ganso, cuánto tuvo que pelear para cocinarlo a su manera y cuánto ansiaba impresionar al obispo. Mientras describía aquellas situaciones, aquellas recientes y pequeñas tribulaciones, le sorprendió ver que Pauline se reía.
—Es divertido —comentó Pauline.
Eva estaba convencida de que su cara reflejaba lo sorprendida que estaba. Nunca se le había ocurrido pensar que aquellos conflictos pudieran resultar graciosos.
—¡Oh, cielos! —exclamó Pauline todavía entre risas—. A veces me pregunto si me quedarán fuerzas cuando hayamos llegado.
—Lo que yo me pregunto es si llegaremos —caviló Eva con voz muy seria.
Acomodó a su hija con delicadeza sobre un montón de mantas que constituirían su cómoda cama de aquella noche.
—¡Oh, desde luego que llegaremos! —exclamó Pauline, asintiendo con la cabeza.
Eva se llevó la mano al cuello como reflejo de todas las razones por las que quizá no llegarían y entonces notó la fina cadena de oro de Pauline.
—¡Oh! —exclamó mientras se la desabrochaba—. ¡Casi me olvido!
Pauline asintió y, durante un instante, Eva tuvo la sorprendente sensación de que no quería que se la devolviera. Pauline ignoró la mano con la que Eva le tendía la cadena, miró a Henriette y tocó la coronilla de su diminuta cabeza tan suavemente y con tanta ternura que Eva enseguida lo comprendió.
—¡Oh, Pauline!
—Era de mi hija —comentó simplemente—. ¿Ves el pequeño colgante? Creo que es la flor del pensamiento. Siempre lo he creído. De ahí viene su nombre: Pensamiento Elizabeth Harber. ¿Lo comprendes?
—Lo comprendo —respondió Eva con un sentimiento de ciega culpabilidad y con la cruda y urgente necesidad de mantener despierta a Henriette—. Es muy bonito —añadió impresionada.
Se inclinó y abrochó con facilidad el cierre de la cadena detrás del largo cuello de su amiga. Percibió el olor a limo del río, a una pizca de sal, a la grasa del jamón y las galletas y a algo parecido al eucaliptus. Se dio cuenta de que Pauline no se había lavado el cabello y lo tocó con curiosidad y cautela. Era más mullido y suave de lo que esperaba.
—¡Mira! —exclamó—. ¡Mira!
Las estrellas. Eran brillantes, cercanas e infinitas. La Osa Mayor, Casiopea, el Cinturón de Orión… parecía que fueran a caer todas sobre la Tierra.
Vio que Pauline fijaba la vista en el cajón y, luego, no en la hoguera ni en Henriette, sino en ella y no esperó a que verbalizara la pregunta.
Los clavos se habían aflojado y no le costó mucho abrirlo con el cuchillo que Pauline había utilizado para cortar el jamón. En el interior había muchas capas de papel rígido y marrón y sus dedos no titubearon al sacarlo. Cuando Pauline vio el marco dorado, exclamó:
—¡Vaya, vaya, vaya!
Parecía totalmente fuera de lugar en aquel territorio indómito y Eva se sintió un poco avergonzada, como si hubiera acudido a una fiesta con demasiado colorete. Desenvolvió los dos paquetes ignorando el corte que se había hecho en el dedo pulgar con el afilado borde del papel. El montón de papel, apilado junto al fuego, parecía, en sí mismo, un objeto extraño e importante.
Allí estaban. No colgando en la pared de una biblioteca ni en el corredor de una casa cálida y hogareña, sino allí, bajo la mirada de Pauline, debajo de un cielo del Oeste (¡El cielo del Oeste!), con una luna que ya no podía distinguir de la que veía de niña. Allí, a la luz de un tranquilo fuego, Eva se permitió contemplarlos. Los marcos eran más estrechos de cómo los recordaba, menos pesados y, fuera del contexto de la biblioteca de su padre, parecían menos elegantes. La gama de colores, en esto su memoria no le había fallado, era triste: grises nebulosos y azules cobalto. Pero también vio, no un botón, sino un círculo hecho con pinceladas negras, verdes y blancas. Al principio, no vio cabellos o labios, sino castaño claro y rosa caramelo. Luz y sombra, sombra y luz; colores como las especias en un puesto de un mercado. Al menos de momento, no percibió ningún efecto acumulativo que formara las figuras completas de dos jóvenes. Antes de reconocerlas necesitaba contemplar, durante unos instantes, las pinceladas de pintura únicamente. Observó los retratos hasta que, finalmente, los vio. Se dio cuenta de que las capas de pintura eran finas, como si el pintor hubiera intentado economizar sus recursos. Eran el trabajo, ligeramente exagerado, de un romántico. Y no eran, ni de lejos, grandes obras.
—¿Quién es? —preguntó Pauline con la misma indiferencia que emplearía al preguntar qué hora era.
Eva se fijó en que no señalaba el retrato de su hermana, sino el de ella.
Heinrich, el pintor, la había captado perfectamente. Todo el mundo lo decía. De modo que, después de todo, ella había conseguido lo que se había propuesto cuando dejó Bremen en un barco de vapor y cuando huyó de Santa Fe, apenas unas semanas antes, escondida debajo de una manta en un carro, con el dinero de Levi Ehrenberg guardado entre su corsé y su agitado corazón.
Era irreconocible.
Eva señaló el otro retrato, el de Henriette, quien lucía un elegante vestido azul y, saboreando el río en su boca, en su garganta, en su pecho y en sus pulmones, dijo con orgullo:
—Esa es mi hermana.
—¿Y la otra? —preguntó Pauline con tozudez—. ¿Quién es?
—¿La otra? —preguntó Eva, mirando directamente sus ojos pintados de color oscuro.
Había llegado hasta allí para no tener que contar su historia y no había ninguna razón para que lo hiciera en aquel momento.
—Sí, la otra —repitió Paulina con cierta impaciencia—. ¿Es otra hermana tuya?
Dos retratos de dos hermanas, sus dos guapas hermanas, las dos vivas y felices en Berlín. Dos hermanas con maridos, hijos y jardines, despreocupadamente ignorantes de lo que dos retratos preciosos aunque nada excepcionales podían despertar. Las dos hermanas afortunadas de Eva. ¿Por qué no?
—No —contestó Eva.
En cuanto pronunció aquella palabra supo lo que vendría a continuación. Supo que empezaría por el principio y que le llevaría bastante tiempo completar su relato. Después de aquella noche, ya decidiría más cuidadosamente. Después de aquella noche, elegiría qué historias contar y cuáles olvidar.
Los vestidos que Henriette y ella llevaban puestos cuando posaron para los retratos, los tarros de pintura de Heinrich, las tazas que utilizaban para beber el fuerte café de su padre, las mantelerías de su madre, los zapatos de Alfred, el frasco de perfume de violetas, los puros de Abraham e incluso la elegante caligrafía de Levi Ehrenberg en un pedazo de papel cuidadosamente escondido en uno de sus zapatos: todo quedaría reducido a nada salvo polvo y, a la larga, incluso el polvo desaparecería. Pero algo esencial perduraría, y ella se aseguraría de que así fuera. Porque, aunque la memoria había sido para ella una fuente inagotable de tormento, también era una especie de paraíso: el único lugar que ella comprendía y del que nunca podría exiliarse.
Henriette ya estaba dormida. Su cabeza estaba inclinada hacia atrás como haría una diva de ópera al dar su nota más alta. El calor del fuego había calmado su respiración. El aire era seco; bueno para arder. Estaban en algún lugar del desierto de Sonora, pero esto significaba poco para Eva. No sabía dónde estaba el desierto de Sonora y esto no tenía importancia, porque, estuviera donde estuviese en cada momento, solo se trataba de un lugar en un mapa que ella no consultaría en muchos años. En el futuro, consideraría que este viaje había sido necesario, pero no hablaría de él. Estaba convencida y, con la misma y extraña certeza, sabía que, si la diligencia llegaba a su soñado destino, era allí, en California, donde se quedaría a vivir. Su hija sería norteamericana.
«Gracias —le escribiría al tío Alfred cuando se hubiera instalado en su primer y probablemente horrible alojamiento en San Francisco—. No te imaginas cómo valoro y agradezco tu oferta.»
Eva se tumbó y Pauline también lo hizo. Ya no miraban los retratos.
—La otra soy yo —declaró Eva.